A la pregunta ¿Qué problema hay con la
Constitución Española de 1978?, yo
respondo como millones de mis paisanos responderán: absolutamente ninguno. Sólo los catalanes
quieren ver problemas donde no los hay, sabiendo que el mayor problema español
son precisamente ellos, los catalanes de mala catadura. Pero no cuesta
identificar el origen de tanta confusión: nacionalismo y regionalismo son
palabras
distintas, pero muy próximas. Muchas
veces se las confunde y casi siempre dan origen a beligerancia en nombre de
casuismos y ‘fueros’ => históricamente ‘normas
o códigos dados para un territorio determinado y que la Constitución
española de 1978 ha mantenido en algunas
CC. AA’. Los fueros son en última instancia una serie de privilegios y
exenciones que se conceden a una provincia, a una ciudad o a una persona, o
también prerrogativas y derechos morales que atienden a ciertas actividades,
principios, virtudes etc, por su propia naturaleza. Por tanto, el fuerista es aquella persona o entidad que
se juzga con derecho ‘histórico’ a utilizar o servirse de esos privilegios y
exenciones; de ahí el término regionalismo
fuerista que casi siempre ultrapasó y desembocó en un nacionalismo
belicoso. Durante la época franquista prevaleció el Fuero de los Españoles (1945) -jurídicamente más conocido por Leyes Fundamentales del Reino (1938-1977).
Eran ocho leyes fundamentales del franquismo en que se establecía una serie de
derechos, libertades y deberes del pueblo español. En su art. 33 se exigía: ‘el ejercicio de estos derechos no podrá
atentar contra la unidad espiritual, nacional y social de España’. Los
fueros, desde el punto de vista histórico, fueron otorgados por reyes, señores
de la tierra o del propio concejo municipal. Y como sistema local fueron
normas, derechos y privilegios, utilizados en la península Ibérica a partir de
la Alta Edad Media, constituyéndose por eso en la fuente más importante del
derecho altomedieval de España.
Los fueros nacieron a raíz de la
Reconquista con la formación de los diversos reinos cristianos y la formulación
de un nuevo derecho, plural y diverso,
caracterizado esencialmente por un
derecho local. La reconquista del territorio peninsular no significó apenas y
tan solamente la derrota militar del arabismo musulmán, sino llevó consigo la
re[población] de los territorios conquistados. En aquellas zonas donde el valor
económico o estratégico exigía una repoblación inmediata los reyes cristianos y
los señores tanto laicos como eclesiásticos comenzaron a otorgar una serie de
privilegios con el fin de atraer pobladores, asentar nuevos moradores y
fortalecer las áreas fronterizas, revitalizándolas económicamente. Los
documentos en que constan tales privilegios y exenciones se llaman cartas-pueblas o cartas de población (en
latín, chartae populationis). Las
cartas más antiguas y concedidas por reyes y señores feudales (laicos y
eclesiásticos) aparecen entre los siglo IX/XII. A partir del siglo X comenzó a
fijarse por escrito el llamado derecho
local =>; normas de diversas procedencias, donde aparecen privilegios
reales con diversa nomenclatura ej.: chartae
fori, chartae libertatis, privilegii etc. En principio, los fueros recogían
las costumbres locales, con los privilegios otorgados por los reyes a la
nobleza, al clero y al vasallaje de un área geográfica. En sus comienzos, el derecho privado estuvo excluido, pero
luego se incorporó a la legislación foral => reivindicaciones de los re[pobladores] y su status jurídico, otorgado por
el rey que debía firmarlo y jurar respetarlo, así como hacer cumplir los
derechos reclamados. Por tanto, los fueros
son fundamentalmente cartas-pueblas donde constan leyes y libertades otorgadas
a los repobladores de una villa/municipio sin señorío. En estas leyes consta,
por ejemplo, la elección del alcalde, los tributos a la corona, la obligación
de prestar auxilio a la mesnada real con peones y caballeros villanos, así como
muchas otras prerrogativas que hacían del hombre urbano más libre que el
campesino en relación al señor feudal. En España, el feudalismo fue mínimo a excepción de Cataluña, y muy pequeño en Castilla y León. A cada fuero correspondía
una serie de ventajas: aparte de la ciudad o villa, dominaba sobre un alfoz o
territorio que contaba con varias aldeas y municipios, dependientes de la villa
principal ej.: nuestros pueblos de La Ojeda próximos a Prádanos (mi tierra
natal), durante cierto tiempo pertenecieron al Monasterio de San Andrés de
Arroyo. El concejo de la población tenía gran poder sobre el alfoz y la ciudad.
Entre las primeras cartas-pueblas está la de Brañosera [primer ayuntamiento de
España (824)] en cuyos arrabales se sitúa Aguilar de Campoo y municipios
próximos (entre ellos Prádanos de Ojeda). Todos estos fueros están documentados a partir del siglo IX en Castilla y León.
Es curioso el juramento regio de Vizcaya, pues debía hacerse por tres veces
(los vascos ya desconfiaban de los reyes desde aquella época, ¿nadie se
pregunta por qué?): a las puertas de Bilbao,
en Guernica bajo el árbol donde se
hacían las juras y ante el altar de santa Ufemia, y en Bermeo por ser cabeza de Vizcaya (1236) y principal población de
aquel Señorío [castellano].
Con el desplazamiento de la Reconquista
hacia el sur de la península los fueros dejaron de tener su función original, o
sea, estimular la repoblación de las tierras fronterizas más o menos
despobladas en determinadas áreas geográficas ej.: el desierto del Duero, las extremaduras castellanas, el valle del
Guadalquivir y las llanuras de Valencia y Murcia => zonas de alto desarrollo
urbano y gran densidad de población. Con el fin de la Reconquista, los
instrumentos políticos fueron otros ej.: favorecían a las Órdenes militares, a
las huestes aristocráticas, a los consejos de ciudades con amplios alfoces, del
centro y norte peninsulares. Todas estas entidades fueron compensadas con
repartimientos en los nuevos territorios reconquistados. Pero no olvidemos una
cosa importante: debido al uso del latín y lenguas romances los fueros siempre presentaban versiones,
traducciones o copias, muchas de ellas auténticas falsificaciones repletas de
interpolaciones que desvirtuaban el contenido original para justificar
privilegios y exenciones. Los documentos forales y las cartas-pueblas son hoy en día los objetos principales de la crítica documental y de la
gramática histórica. Sin cualquier
distinción, los fueros locales
tuvieron su punto de partida a raíz del llamado derecho consuetudinario (o costumbres), totalmente dependiente y
derivado de las normas romanas y visigodas de ámbito supramunicipal. Estos
fueros consuetudinarios dieron lugar a los distintos fueros generales en cada
uno de los reinos cristianos ej.: Fuero Viejo de Castilla, Fuero General de
Navarra, Usatges de Barcelona etc. Los fueros dichos peninsulares siempre
ultrapasaron el ámbito medieval y desarrollaron un poder movilizador muy grande
en los particularismos y privilegios locales, en radical oposición al
centralismo, porque suponía una monarquía autoritaria y muy exigente en
soldados y dinero. La guerra de las comunidades de Castilla (1520/22) tuvo como
origen la defensa de los derechos forales por parte de los comuneros contra las
pretensiones de Carlos I: este rey (no era español) quería usar el dinero castellano y el
ejército de Castilla y León para sus deseos hegemónicos en el Sacro Imperio
Germánico, cosa que no interesaban de forma alguna a los castellanoleoneses. En
aquella época, Castilla ya era una
potencia económica y militar. La derrota de los comuneros para las huestes
imperiales implicó un revés muy significativo para Castilla y León: a partir de
entonces fue el territorio más sometido al poder de la monarquía hispánica.
Los fueros de otras regiones peninsulares también fueron recortados
radicalmente, sobre todo en el reino de Aragón con motivo de la revuelta de
Antonio Pérez del Hierro (1590/91), que los tercios reales resolvieron a su
modo. Los revoltosos fueron aprisionados y el más culpado huyó a Inglaterra en
donde estimuló la leyenda negra
contra Felipe II, de quien fue secretario particular. Las cortes de
Aragón/Tarazona (1592) no suprimieron ninguna institución aragonesa, pero
supuso un acuerdo entre los nobles y el rey. La nobleza prefirió aceptar la
autoridad del rey como garantía de sus privilegios, aunque cedía un cierto
poder en los fueros, sobre todo porque Aragón se encontraba en situación
delicada ya que Cataluña y Valencia no apoyaron la revuelta. El propio rey
Felipe II dijo: ‘no me han dado razón para ello’, ya que fueron leales al monarca en aquella ocasión. Sin embargo, Felipe II no perdió la oportunidad de erosionar
algunos poderes de la nobleza aragonesa limitando sus fueros. A
comienzos del siglo XVIII fueron suprimidos tanto los fueros de Cataluña como
de los demás reinos de la corona aragonesa (Valencia y Mallorca), como
consecuencia de la derrota en la guerra de Sucesión (1700/15) a través de los Decretos
de la Nueva Planta, a excepción del derecho civil foral catalán y aragonés.
Únicamente los territorios vasconavarros fieles a Felipe V continuaron con su
peculiaridad foral (régimen fiscal y monetario propio, aduanas, exención del
servicio militar, entre otros). Y a pesar de los conflictos en la Edad
Contemporánea (guerras carlistas) se mantuvieron con diferentes alternativas
hasta la Constitución de 1978. Durante el franquismo se respetaron los fueros
de las provincias fieles Álava y
Navarra, y se suprimieron las particularidades forales de las provincias traidoras Vizcaya y Guipúzcoa. La Constitución de 1978 reconoció la vigencia
de los ’derechos históricos’ a través del Estatuto de Autonomía del País Vasco
(1979) y del Amejoramiento del Fuero en Navarra.
Para entender el significado formal y jurídico de los fueros tenemos que
partir del presupuesto y sentido originales: la palabra ‘fuero’ deriva del
latín ‘forum’ => tribunal. Un
jurista del siglo XIX, Francisco Martínez Marina, definía muy bien a lo que
entonces se llamaban fueros municipales
en España: ‘son cartas expedidas por los
reyes provenientes de su soberanía, en las que se contienen instituciones, ordenanzas
y leyes civiles y criminales, para regir villas y ciudades y erigirlas en
municipalidades’. De este modo, será posible asegurar un gobierno acomodado
a la constitución pública del reino y las circunstancias de los pueblos.
Además, es necesario llevar en cuenta una cosa indispensable: los fueros se
distinguen de las cartas de población, pactos o convenios que el señor
solariego firmaba con las poblaciones y derivan del dominio directo de la
tierra. En ellas se consignaban los derechos de los pueblos: la cesión del
suelo, las posesiones y términos que hacía el señor como dueño territorial a
las poblaciones locales, además del reconocimiento de vasallaje prestado a
través de tributos y otras atribuciones personales a que se obligaban a cambio
de su defensa contra los enemigos (internos o externos) ej.: si el señor
precisase variar las condiciones del primitivo contrato sería necesario el
asentimiento de quienes habían contratado con él o con sus respectivos
herederos. Los fueros locales, municipales o simplemente fueros eran estatutos
jurídicos aplicables en una determinada localidad cuya finalidad siempre fue regular la vida local
por medio de un conjunto de normas, derechos y privilegios otorgados por el
rey. Aunque parece haber existido en algunas partes de Francia, el fuero es una
fuente jurídica genuinamente española, sobre todo para las comunidades autónoma
de Navarra y del País Vasco.
Sabemos ciertamente que los fueros son parte indisoluble de la Historia
de España, y en esa característica reside la importancia del debate y los
motivos de su supervivencia. Es habitual oír la fórmula de José Ortega y Gasset
(1883-1955), tan famosa cuanto errónea, según nuestro articulista: ‘Castilla ha hecho a España, y
Castilla
la ha deshecho’. El gran escritor,
filósofo y activista político madrileño, defendía que España era
fundamentalmente Castilla y otras partes postizas y periféricas que decayeron
conjuntamente durante el siglo XVII, dando
lugar a su descuartizamiento definitivo. En recurrencia, España ha
sufrido un proceso de unificación a partir de su castellanización: ¿de dónde
viene, pues, Castilla? La Hispania después de ser provincia romana se tornó un
Estado visigodo cuya identidad es cristiana: a nivel jurídico se mantiene unida
en virtud del Liber iudiciorum (664),
un cuerpo de leyes visigodo de carácter territorial (incluso de Cataluña y País
Vasco), dispuesto así por Recesvinto (653-672). Ese mismo código de leyes fue
traducido al castellano por orden de Fernando III el Santo como fuero para ciertas localidades meridionales de
Hispania con el nombre de Fuero Juzgo
(1241). Detalle importante: este fuero supuso la derogación de las leyes anteriores como el Breviario de Alarico (romano) y el Código de Leovigildo (visigodo). Esta
unificación de los códigos romano y visigodo se rompió con la invasión
musulmana (711): la identidad católica permaneció, pero la unidad jurídica se
fragmentó en varios reinos cristianos, obligando a formalizar un nuevo código,
plural y diverso, cuya característica principal es la predominancia de un
derecho esencialmente local. Según algunos historiadores, este sería el
precedente de las autonomías de la Constitución de 1978, que la actual clase
política aprovechó para imponer a la única España posible la ‘teoría de los cinco
reinos’ => defendida por Ramón Menéndez Pidal y, en cierta medida, por
Claudio Sánchez Albornoz. Esas cinco unidades independientes son por esencia:
Castilla, León, Aragón, Navarra y Portugal, los verdaderos núcleos de resistencia
contra el Islam: en ellos no constan ni Cataluña ni el País Vasco. Las
pretensiones gallegas y catalanas como ‘reinos’ o estados independientes no
tienen cualquier fundamento in re, o
sea, tanto Galicia como Cataluña hacen declaraciones infundadas y no
históricas. El único territorio que podría aducir algún presupuesto
independiente frente al Islán sería el principado de Asturias con don Pelayo y
sobre todo con Alfonso II el Casto,
el primer Imperator totius Hispaniae,
título que se repite con Alfonso VII, rey de Castilla y León. El rey Alfonso II es el único monarca que se inscribe
como continuador del imperio Romano, incluso con la capital del reino en Oviedo
(812) - esta ciudad guarda una cierta semejanza con Roma y está rodeada también
de siete colinas, con la ría de Avilés simulando el puerto de Ostia Tiberina.
El propio rey mandó forjar la Cruz de los Ángeles, un recuerdo del lema romano
de Constantino el Grande (321) => ‘In hoc signo vinces’ que Alfonso II
tradujo para ‘Hoc signo vincitur
inimicus’.
Más tarde, el reino de Oviedo pronto
alcanzó los límites del río Duero y trasladó la capital a León, y después a
Valladolid con Alfonso VI el Rey Toledano
y Alfonso VII ‘Imperator totius
Hispaniae’. En realidad, el reino que comenzó en Covadonga, luego se
transformó en reino de León, luego en Castilla y más tarde en España, uniendo
solidariamente los cinco reinos
contra el Islam => reinos de que nos habla la historiografía hispánica, donde
por más que quieran gallegos y catalanes no constan ni Galicia ni Cataluña o
cualquier otro reino disponible en la imaginación de quien así piensa, pero sin
base histórica. Un aviso a los
navegantes ciegos y sordos: ‘no porque yo
quiera que así sean los hechos históricos son verdaderos’. Pero no deja de
existir quien piense que, desde el punto de vista nacional, ‘la España de la Reconquista se disgrega más
que se unifica’ (Pierre Vilar) y, que por este motivo, el título ostentado
por los reyes castellanos ‘Imperator
totius Hispaniae’ no fue totalmente verdadero. Sin entrar en minucias, esta
idea se chocó fundamentalmente con la realidad geográfica, pues la lucha contra
el enemigo común partió de los territorios montañosos, físicamente aislados.
Además, señores aventureros y municipalidades libres contribuyeron para
aumentar ese espíritu particularista dominante en los cuatro cuadrantes
hispánicos. Existen casos y más casos donde vemos el sentido clásico de unidad
nacional por más que algunos no lo desean por conveniencia mentirosa. La toma
del reino leonés por el rey de Navarra, Sancho III el Mayor, así como el poderoso condado de Castilla heredado por
uniones dinásticas, son marcas regias de defensa de los propios territorios
frente al enemigo común. Cuando los diversos reyes se proclaman Imperator totius Hispaniae hacen
referencia, sin cualquier duda, a los reinos cristianos bajo su ordenamiento
físico y moral. España se distingue de otros países europeos precisamente
porque el feudalismo no tuvo mayor arraigo a no ser en Cataluña, porque una
sociedad en expansión no puede estructurarse a partir de señoríos y
servidumbre. Al contrario, España se estructuró a partir de pequeños reinos,
donde los nobles, colaboradores del rey en las batallas, eran capaces de
orgullo e independencia (‘exaltase su
valor de guerreros y el número de fieles vasallos’), siempre dominados por
una política personal a veces muy audaz en las guerras o en las intrigas en el
campo enemigo ej.: comportamiento alternativo o ambíguo del Cid Campeador.
Son muchas las particularidades de los
reinos españoles: a principio las necesidades de la guerra contra el enemigo
común y la repoblación de los territorios conquistados, así como el trabajo de
la tierra y su autodefensa, exigieron de los reyes numerosas concesiones
personales o colectivas tipo behetrías => tierras bajo la protección de un señor o de un pueblo que escogía su señor
por elección, o cartas de población => documentos concedidos por reyes o señores a los repobladores de un lugar.
Estos elementos populares disfrutaron de excepcionales favores, y marcan
particularmente la sociedad española de aquella época. Sobre estas bases, se
desarrollaron las comunidades campesinas y urbanas altomedievales. Las behetrías de modo especial (= del
latín vulgar benefactoría = de benefetría o benfectría) fueron instituciones jurídicas donde los vecinos de un
pueblo elegían a su señor. En esta época aún no existían estructuras señoriales
bien definidas: fueron refrendadas por Alfonso X el Sabio (1252-1284). Las behetrías fueron absorbidas por 20
merindades menores y una Merindad Mayor, la de Castilla => forma
administrativa y jurídica entre el poder central y las villas o ‘pueblos’. Por
la primera vez en la Historia de España, Prádanos de Ojeda se hace presente a
través del Becerro de Behetrías de Castilla (1352/53), una relatoría de las propiedades
castellanas hecha a mando de Pedro I el
Cruel (1350-1369). Las behetrías
fueron formas diferentes de propiedad señorial en relación al realengo (propiedad del rey), abadengo (propiedad del abad o
monasterio) y al solariego (propiedad
de un noble). Los vasallos de las behetrías tenían obligaciones para con su
señor (‘yantar’ y ‘sernas’) y para con el rey o monasterio
(‘servicio’, ‘monedas’, ‘fonsadera’ y ‘martiniega’). Los fueros o privilegios concedidos por el rey suponían tener
hombres leales y poblaciones en zonas fronterizas que expandían la economía del
reino. El rey Alfonso I el Católico (739-757) trajo del
al-Andalus y de Cantabria mozárabes que asentó en la meseta castellana, en
forma de barrera que impedía o amenizaba los avances devastadores islamitas.
Tanto los denominados reino de Navarra y condado de Castilla fueron marcas de
los reyes asturleoneses, así como Carlomagno y su imperio carolingio dejaron
marcas en Aragón y Cataluña. La etimología de Castilla y Cataluña, por
coincidencia, tiene el mismo progen y procedencia, ‘región de castillos’ =>
edificaciones para defensa de los territorios bajo los reyes castellanos y
aragoneses, respectivamente.
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