Los fueros o privilegios concedidos por reyes y señores feudales
establecían una condición formal: las poblaciones o behetrías y sus territorios quedaban sin
señorío y, por tanto, pertenecían integralmente a partir de entonces al rey. En
tales poblaciones (o behetrías) se establecían también elecciones de alcalde,
tributos debidos a la corona, obligación de prestar auxilio a la mesnada real
con peones y caballeros villanos (=
si disponía de caballo propio y armas), bien como otras prerrogativas que
tornaban al hombre de la ciudad más libre que el campesino sometido a las
labores del campo. En realidad, a cada fuero concedido a una ciudad
correspondía, como ya dijimos, un alfoz o territorio con varias aldeas y
municipios, y un concejo que gobernaba y representaba a la ciudad en las cortes
del reino. El primer fuero de que se tiene noticia fue otorgado por el rey asturiano
Silo I (774-783) -era casado con Adosinda, hija de Alfonso I el Católico- a su hijo Adelgastro (780)
que fue fundador del Monasterio de Santa Maria la Real de Obona/Asturias.
Después aparecen con relativa frecuencia fueros que otorgan privilegios y
exenciones a monasterios, iglesias y poblaciones (villas y pueblos) en los
diferentes reinos hispánicos. Hasta el siglo XI, los fueros aumentan
espectacularmente, sobre todo en el condado de Castilla en tiempos de Fernán
González (931-970); en Aragón, los fueros aparecen más tardíamente, así como
los de Navarra y diputaciones forales de las Vascongadas. Y cuando el avance
musulmán se estabiliza en la península los fueros dejaron de otorgarse,
precisamente en la época en que se efectuó la unidad española con el matrimonio
de Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón (1469), en Valladolid, entonces
la capital judicial de la corona de
Castilla. El matrimonio de los Reyes Católicos unificó por la primera vez las
coronas de Castilla y Aragón: en adelante, sus sucesores darán lugar a la
monarquía hispánica, aunque la unión personal de los reinos no entrañó la
integración política de sus instituciones. Cada reino mantuvo su personalidad
diferenciada hasta la aparición de España como Estado nacional en el siglo XIX,
tras la Guerra de la Independencia. Los Reyes Católicos impulsaron la conquista
de Granada (1480/92), integrando el reino nazarí a la corona de Castilla.
Instalados en el trono de España, los Reyes Católicos fortalecieron el poder
monárquico recortando los privilegios o fueros propios de la nobleza y del
clero. Asimismo, incorporaron a la corona los maestrazgos de las Órdenes
militares, centralizaron la administración en torno de un Consejo Real, redujeron
los poderes de las Cortes y nombraron corregidores para controlar los
municipios, creando otros mecanismos de control como la administración de
justicia, el ejército, la Santa Hermandad (unidad militar permanente) y la
Inquisición. Para conseguir la unidad nacional [absoluta] reformaron la iglesia
(clero regular y secular) y expulsaron del país a judíos (1492) y musulmanes
(1502), por rechazar convertirse a la religión cristiana, aunque muchos hiciesen una conversión de mentiriñas.
También hubo fueros concedidos a
determinadas clases sociales ej.: el Fuero
de los Hidalgos u Ordenamiento de Nájera (1138). En él aparecen las
prerrogativas, privilegios y derechos de realengos, abadengos y señoríos de
behetrías, divisas y solariegos, y los derechos entre los hidalgos (= ‘hijos de alguien importante’) y sus vasallos. Estos
personajes son figuras indispensables en la Historia de España si deseamos realmente
entender la reconquista peninsular. Los hidalgos
principalmente los encuadrados como castellanoleoneses, fueron personas que
adquirieron el título de nobleza debido a su compromiso y ayuda al rey en las
guerras y reconquistas de los territorios hispánicos (así fue el caso de mi
antepasado famoso Gonçal’Eanes d’Ovinhal). No recibieron privilegios especiales,
pero se mantenían libres de la servidumbre y estaban exentos de pagar impuestos,
además de tomar parte en la conquista del Nuevo Mundo. En verdad, los fueros de que hablamos permitieron el
desarrollo económico y la independencia de los pueblos y ciudades frente a la
nobleza y al clero, tornando a la sociedad española de aquel entonces más dinámica
por no estar sujeta a las imposiciones feudales (¡?). En Aragón aún subsistirían
los nobles como dueños de las tierras conquistadas, pero en Castilla los señoríos
reconquistados pertenecían exclusivamente al rey, aunque los repartimientos beneficiaron
a la nobleza ‘aristocrática’. Como se suele decir, había muchos señoríos
reales (realengo) y eclesiásticos (abadengo) de sobra, además de una cantidad
inmensa de señoríos legos (divisas, solariegos, behetrías etc). Como
consecuencia, junto a los fueros otorgados por los reyes, aparecen también
muchos otros otorgados por los señores de los pueblos y ciudades, casi todos resultantes
de pactos reales, según nos dice Francisco Suárez (1548-1617), padre jesuita,
filósofo y jurista, y una de las principales figuras del siglo de oro español,
en su famosa obra de De legibus (Coímbra,
1612). El rey Fernando III el Santo aplicó
el Fuero Juzgo (1245), simple
traducción del Liber Iudiciorum
(645), a los municipios andalusíes. También el Fuero Real (1254) del rey Alfonso X el Sabio fue instituido como ley para algunas ciudades y pueblos a
fin de beneficiar al comercio y subyugar al ‘feudalismo de la época’. De hecho,
Las Siete Partidas y el Fuero Real constituyen el derecho
castellano implantado prácticamente en toda España reconquistada. El rey se
aliaba a los vasallos fieles a la monarquía que les otorgaba la alcaldía y
otros empleos y beneficios. Lope de Vega decía: ‘el mejor alcalde, el rey’. Con estas regalías, las ciudades y
pueblos fieles a la realeza mantuvieron el comercio y la seguridad jurídica.
Curiosamente, en este cuerpo jurídico (Las Siete Partidas y el Fuero Real) se
destaca la preeminencia del castellano como la lengua del pueblo (aunque no de
los nobles), como era el catalán y otras lenguas regionales. Fue usado asimismo
en el dominio del Nuevo Mundo por los conquistadores españoles. En este
contexto se hizo presente la Escuela de
Traductores de Toledo, principalmente para Castilla, donde se reconoce la
dualidad de poderes (temporal y espiritual); en Aragón el Estado se sometió a
la iglesia. Es decir, los fueros están
jurídicamente ligados a la formación de España como nación: sin ellos,
ciertamente no habría sido posible la exploración de los mares y la
globalización efectiva de muchos aventureros como Juan Sebastián Elcano
(1476-1526), navegante y explorador español que completó la primera vuelta al
mundo en exactos 3 años. Antonio Pigafetta (geógrafo y escritor italiano, pagó
una expresiva cuantía para hacer aquel el viaje) nos dice en su relatoría de
abordo que recorrieron 14.470 leguas, lo que equivale a 80.597,90km (ida y
vuelta). Sin los fueros muchas expediciones no habrían sido posibles, dada la
estructura feudal. Los fueros también
serán fundamentales en la formación de las juntas gubernativas tanto en España
como en América durante el cautiverio del rey Fernando VII, cuando asumieron la soberanía que el rey les
había otorgado previamente antes de la invasión francesa, en virtud del pacto
originario de cada localidad o región geográfica, ej.: 'reino' de Galicia o 'reino'
de Valencia, no porque fueran independientes (consideraban a Napoleón el Anticristo), sino porque asumían la ‘soberanía del rey español’. En la
ocasión no se buscó el separatismo, como hoy intentan hacerlo Cataluña y el
País Vasco, sino restituir al soberano en su trono debido a un momento de
excepción.
Así, las iniciativas regionales
basadas en el derecho foral confluirán decididamente en la formación de la
Junta Central de Aranjuez (1808), el comienzo de la formación de una España progresista
y unida, retratada y descrita en la Constitución de 1812. Álvaro Flórez
Estrada, economista, abogado y político español, ya decía en 1809: en España ‘no habrá más soberano que las Cortes y será
un crimen de Estado llamar al rey soberano y decir que la soberanía puede
residir en otra parte que en este cuerpo’. Flórez Estrada quería restringir
las facultades del rey en beneficio del congreso nacional. Siguiendo estas
ideas revolucionarias, los liberales usaron los fueros para justificar la nueva Constitución de 1812. Francisco
Martínez Marina (1754-1833), jurista, historiador y filólogo asturiano, también
afirmaba que los fueros eran pruebas de que el monstruoso feudalismo nunca
existió en España. Sin duda, mismo antes de la Constitución progresista de
1812, ya se hacían referencias a los fueros como siendo ‘las libertades tradicionales españolas anuladas por dinastías
extranjeras’. Sólo la leyenda negra,
considerada propaganda antiespañola contra el poderío incontestable de Felipe
II y su imperio (los ingleses le llamaban ‘el
demonio del mediodía’), tentó desvirtuar la legislación progresista de
España. Pero nadie podrá desvirtuar la presencia de una ‘izquierda liberal genuinamente española’ (hoy, hablar de izquierda
o derecha me parece sin sentido) frente a una izquierda jacobina napoleónica,
una marca incontestable en España y Europa. Incluso, podría decirse, usando los
mismos parámetros de la leyenda negra:
el trienio liberal español (1820/23) encarnó la política más avanzada del
momento, pues intentó ‘eliminar el
retraso histórico y el obscurantismo absolutista de Europa’, cristalizado
en la política de la Santa Alianza y de los Cien Mil Hijos de San Luís. Por
eso, tras la guerra de Sucesión Española, los fueros reducidos y ajustados al
derecho castellano (‘muchos reinos, pero
una sola ley’). Los vasconavarros no aceptaron el traslado de las aduanas a
las costas mediterráneas después de la unión de Castilla y Aragón (1717), dada
la inhabilitación de los puertos vascos al comercio directo con América. Y
aunque los fueros eran perfectamente revocables por ser privilegios otorgados
por el rey, los foralistas se alzaron contra aquellas medidas (tal y cual hacen hoy los catalanes y vascos), porque
según ellos debían ser consultados. Se creó entonces una comisión ministerial
para investigar los abusos contra la Hacienda Real. El informe final criticaba
la situación económica y financiera de los territorios aforados, y proponía una
intervención central para atajar los fraudes que eran grandes, enormes,
deslavadas etc, pero no más que las de hoy, de ayer y de mañana...
Los liberales se adelantaron al
pronunciamiento del rey (1820) y suprimieron los regímenes privativos en nombre
de la igualdad jurídica de todos los españoles. Pero con la caída del régimen
constitucional se restableció el ordenamiento jurídico tradicional, incluidos
los fueros, a pesar de la oposición cerrada de los ministros más reformistas.
Para evitar mayores conflictos tanto del lado ‘derecho’ (los ‘apostólicos’)
como del lado ‘izquierdo’ (los ‘exaltados’), el rey Fernando VII buscó la
colaboración de la oligarquía vasco-navarra, confiando ciegamente en sus
diputaciones (¡?). Entre tanto con la muerte de Fernando VII (1833) y el
advenimiento del Estado liberal, se pensó en la inmediata derogación del
régimen foral. Pero mismo con temporales suspensiones y algunas alteraciones
más o menos profundas, aquel régimen permaneció en lo fundamental hasta 1876.
Durante el bienio 1854/56, los liberales habían aceptado de nuevo los fueros y,
con el derrocamiento de Isabel II, aún se comprometieron por boca de Sagasta a
respetarlos, ‘mientras las provincias
vasco-navarras respeten a su vez al gobierno’. Pero con la Restauración
(1876) los fueros se consideraron extinguidos. Pero ni tanto así, porque con el
Estatuto de Autonomía Vasca y más tarde con el franquismo los fueros
vasco-navarros fueron restituidos nuevamente. Con un agravio: los fueros que
más problemas han causado y aún causan son los vasco-navarros y los aragoneses,
en los cuales están incluidos los catalanes. Y para cúmulo de los peores males,
la Constitución de 1978 continuó representándolos. Sin embargo, es odioso para
todos los españoles que los fueros sean interpretados como ‘señas de identidad vascas, navarras o
catalanas’. Muy al contrario, hasta hoy tales señas son utilizadas como
meras palancas de los viejos foralistas, hoy convertidos en separatistas
rabiosos. Hasta el viejo Arana Goiri, el fundador del nacionalismo vasco, decía
al propio hermano (1893): ‘si los
vizcaínos sois españoles y vuestra patria es España, no sé como queréis gozar
de unos fueros que los demás españoles no tienen’. Por eso es completamente
falso y mentiroso citar a los fueros como un precedente del autogobierno, ‘una expresión -como nos dice José. M.
Rodriguez- confusa y contradictoria,
igual a la de autodeterminación. ¿Cómo puede autodeterminarse o autogobernarse
algo que previamente no existe y, en este caso, carece de soberanía? Bajo la
coartada de los fueros se encuentra la sombra del Antiguo Régimen, el
caciquismo del siglo XIX y otras muchas amenazas contra España que son
alentadas desde terceros países y que han de ser neutralizadas más pronto que
tarde’. A final de cuentas, con el final del Antiguo Régimen,
desaparecieron los fueros de facto,
pues ninguna nación puede tomar como
señal de identidad al trono y al altar ni seguir al viejo sistema de la Edad
Media. Sería algo inaudito e intolerable bajo cualquier punto de vista. Es lo
que están queriendo los nacionalismos vasco y catalán. Por tanto, es necesario
cortar el mal por la raíz, sino vamos tener problemas serios.
Por otro lado, nadie en España
puede ser, en absoluto, uno mejor que el otro en términos constitucionales. En
su artículo 1º nuestra Constitución (aprobada en referéndum nacional por 91,03%
de los españoles. La aprobación por los diputados fue de 96,62% y de los
senadores de 89,06%) => se proclama: ‘España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que
propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la
justicia, la igualdad y el pluralismo
político’. Y en el artículo 2º nuevamente
al texto constitucional refuerza ese sentido de igualdad y solidaridad entre
todos los españoles: ‘la Constitución se
fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación Española, patria común e
indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la
autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas’. La letra constitucional es clarísima: en ella constan los supremos
valores de un Estado democrático, como libertad, justicia, igualdad, unidad,
indivisibilidad y, principalmente, solidaridad
entre todos los españoles. Pero ese nacionalismo rabioso y beligerante de
vascos y catalanes no se coaduna con estos principios que no mudan y ni pueden
mudar jamás, porque forman parte esencial de nuestra idiosincrasia y nacionalidad
mayor que es la España histórica de ayer, de hoy y de mañana. La libertad de que nos habla la Constitución
es la cláusula pétrea de conciencia, expresión e información, así como secreto
profesional, pero de modo alguno permite atentar contra la unidad y demás
valores constitucionales. Los fueros vasco-navarros siempre atentaron contra la
igualdad de todos los españoles, como lo reconocía abiertamente el propio
fundador del nacionalismo vasco. Existe una contradicción intolerable que sólo
crea anarquía, beligerancia y muchos disgustos. Eso no puede continuar así
porque volta y media estamos prisioneros de esos malditos fueros, usados
generalmente para librarse de los encargos sociales y tirar ventajas económicas
contra los demás habitantes del país. En el pasado no querían participar con
dinero y soldados; ahora no quieren colaborar con nada. Sólo piensan en el
‘venga a nosotros tu reino’. Es una ignominia, y yo como millones de españoles
no la suportamos más. ¡Tenemos que dar un basta a todo eso! Son necesarias
medidas más ‘eficientes y drásticas’, de lo contrario vamos acabar en una nueva
guerra civil. El tiempo es inexorable…
La Constitución de 1812, más
conocida como La Pepa, marcó el
constitucionalismo moderno, de indudables valores y aspectos positivos, en
especial por haber acabado con el absolutismo y fomentado el espíritu
reformador y liberal, con base en los tres principios esenciales de la actual
democracia española: (1) la idea de que la soberanía reside en el pueblo y no
en otras instancias ‘superiores’ ej.: monarquía, aristocracia, élites rurales
etc; (2) la incorporación de otra base
fundamental democrática: la división
de poderes que limita el poder absoluto
del monarca; y (3) la presencia de los diputados como
representes directos del pueblo, y la no dependencia de los estamentos que
los nombraban. Estos tres principios fueron fundamentales para hacer
desaparecer de vez el Antiguo Régimen tan arraigado en los tres poderes
‘medievales (realeza, clero y nobleza), sobre todo la llamada soberanía del rey => ‘recibía su
título de Dios y personificaba todo el poder del Estado’, prácticamente sin
límites y autor de ciertas instituciones históricas que el tiempo y los abusos
habían deteriorado ej.: los fueros vasco-navarros. Para éstos no fue
precisamente un avance en la consolidación de sus instituciones seculares. Al
contrario, nació un movimiento doctrinal y político, basado en las nuevas ideas
del constitucionalismo, a partir del cual se afirmaba la existencia de un único
sujeto político, el pueblo español como un todo ibérico (lo quieran o lo quieran vascos y catalanes). Por eso, desde
entonces se acometió una tarea prioritaria de uniformizar las diferentes
regiones y comunidades convivientes en un mismo Estado, con instituciones
privativas y regulaciones específicas y diferenciadas, aunque se las había
respetado hasta entonces: los fueros vasco-navarros. Las Cortes de Cádiz casi
acabaron con el régimen foral. Y digo casi
porque el País Vasco consiguió recuperar su Fuero (1814), pero se salvó a duras
penas porque la Constitución no llegó a imponerse efectivamente. Las fuerzas
ocultas vasco-navarras consiguieron una proeza: por un lado, consagraban con
carácter general las libertades vascas; por otro, terminaban con las
instituciones suplicando como un favor histórico los fueros ‘intocables’. Hasta
Godoy, favorido del rey Carlos IV, entendió que los fueros vasco-navarros eran
un obstáculo insuperable a sus
aspiraciones de gobierno. Llegó a encargar un estudio al canónigo Juan Antonio
Llorente (1756-1823), sacerdote apóstata considerado ‘autor maldito’. Tratase
de un erudito e historiador español, que respondió con una crítica implacable a
los fundamentos históricos y legales de la autonomía vaco-navarra. De hecho, en
esta época, ‘el debate foral fue la mayor
confrontación doctrinal del siglo XIX, más violenta que la que enfrentó a
proteccionistas y librecambistas, y aún hoy concita tomas de partido, como si
la realidad política actual dependiese de la opinión acerca de la naturaleza de
los fueros’.
Enseguida, Fernando VII nombró una
Junta ad hoc (1815) para ‘refrenar los
abusos de las provincias vascongadas’. Poco después apareció un
estudio histórico-jurídico, negando la
supuesta independencia vasco-navarra y analizando críticamente los fueros y
preparando en definitivo la abolición foral. Por Decreto Real (1824), Fernando
VII pidió a las provincias vascas ‘tres millones de reales al año’, sin previa
consulta con la intención de calmar los
ánimos exaltados contra las vascongadas. La revolución de 1830 en Francia
asustó a la corte y dejó en suspenso los planos contra los fueros. El pueblo
vasco, en contrapartida, sólo se preocupaba de dos cosas: del campo y del
servicio a la iglesia, con tanto que el rey respetase ‘sus privilegios y exenciones’. Ortiz de Pinedo subraya los motivos
de este aislamiento: ‘la topografía
montañosa y la lengua propia contribuirán grandemente para la incomunicación.
En los púlpitos y en el confesionario sólo se hablaba vascuence: los actos
públicos comenzaban y terminaban rezando. Es como si la campana de la iglesia
dirigiera la vida pública y privada del vascongado’. No obstante, en 1836
se suprimieron las ‘diputaciones forales’, substituidas por diputaciones
provinciales, que el general Espartero después del Convenio de Vergara defenestró
prometiendo defender los fueros ‘con su espada’; los políticos tenían miedo de
él, pues era medio alocado y no obedecía órdenes superiores. En 1841, se dictó
la Ley Paccionada en virtud de la
cual Navarra perdía varias instituciones y quedaba sujeta a un régimen de autonomía administrativa. A su vez, las
Vascongadas mantenían sus fueros pero ‘con heridas muy graves’, según
comentarios de Ortiz de Pinedo: ‘cuando
el mundo creyó que los vencidos [carlistas]
no opondrían obstáculos en Vergara […],
aparecen los defensores de los fueros tan obcecados e intransigentes como sus
antecesores. La Ley, una vez votada, se
convirtió en letra muerta. Repuestos los vencidos de su derrota, repuesta la
política teocrática del golpe que había experimentado en Vergara, convierte el
convenio, el llamado ‘Abrazo de Vergara’ en un tratado de paz que debía cumplirse,
dejando a los humillados por la victoria, la integridad de sus fueros,
privilegios y exenciones’. También
José María Calatrava (1781-1846), gran orador extremeño y jurisconsulto famoso,
llegó a ser presidente del Consejo de Ministros, nos dejó estas palabras: ‘esos fueros, vetustas reliquias de unas
ideas, de unas necesidades y de una edad que hace mucho tiempo pasaron para no
volver, son hoy el mayor de los anacronismos, la más insigne de las
inconsecuencias y de las imprevisiones políticas, el más injusto y odioso de
los privilegios, y una perenne causa de perturbaciones y guerras, de duelos y
calamidades, de vergüenzas y desastres… Es anómalo, injusto y absurdo que
durante tres siglos, hubiera una monarquía absoluta en España, y dentro de ese absolutismo
y sus dominios, viviera protegido y agasajado con el privilegio, un pequeño
país, que no sólo es el reflejo de república regular, sino un verdadero cantón
republicano’. Mejores palabras nadie las pronunciará ni hoy ni mañana.
Estos epígrafes son eternos dichos por quien entendía y manejaba la palabra en
el parlamento español durante los años del siglo XIX. El País Vasco así como
Cataluña han sido a lo largo de la historia de España dos verdaderos embrollos => embustes, follones,
atolladeros y trapicheos, y otros tantos sinónimos posibles que aparecen en el
diccionario de la lengua española. Sin
más comentarios.
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