La Guerra de la Independencia afectó a
todos los pueblos de España sin excepción, incluso a nuestro querido Prádanos
de Ojeda. La guerra provocó alteraciones sociales y casi aniquiló todas las
infraestructuras del país, de norte a sur (carreteras, puentes, viaductos,
palacios, iglesias, casas importantes e blasonadas etc), además de arrasar la
industria y agricultura provocando la bancarrota del Estado y la pérdida de una
parte importantísima del patrimonio cultural y regional de las Españas. Y más
aún: a la devastación humana y material se sumó la debilidad internacional del
país, privado de su poderío naval y excluido de los grandes temas tratados en
el Congreso de Viena (1815), donde se
dibujó el posterior panorama geopolítico de Europa. A pesar de ser España el
único país a enfrentar a Napoleón, de frente y con su pueblo en armas, las
otras naciones no reconocieron su valor y hechos fantásticos: el ejército
regular español perdió 300.000 soldados y causó bajas a Francia de otros
200.000 combatientes. Ante el conflicto peninsular, la América Española se
aprovechó de la situación para conseguir su independencia individual o
colectiva, un territorio después de otro, a través de guerras conocidas por el
nombre de independencia hispanoamericana,
con apoyo velado o a las claras de Inglaterra, entonces señora de los mares. En
la política interna, el conflicto fraguó la identidad
nacional española y abrió las puertas al constitucionalismo con la primera
Constitución de Cádiz (liberal). En recurrencia, se instalaron en España
guerras civiles entre los partidarios del absolutismo monárquico y del
liberalismo de Cortes -se extenderán por
todo el siglo XIX- y se multiplicaron los pronunciamientos militares, las
revueltas y sublevaciones de todo tipo. Entretanto, no podemos dejar de
insistir en la identidad nacional,
forjada a partir de esta guerra realmente destruidora en todos los sentidos
inimaginables: el levantamiento contra los franceses partió de las clases
populares y de algunos notables de cada ayuntamiento. Por medio de una serie de
motines, él se expandió rápidamente por
toda España. Es muy probable que el detonante haya sido la presión de las
tropas de ocupación sobre los pueblos obligados a mantener a un ejército
inmoral y depredador de alimentos y bienes de consumo básico, ‘máxime cuando el país había atravesado
recientemente por un ciclo de hambrunas y malas cosechas’. Las revueltas
comenzaron en Burgos, Palencia, Valladolid y León, aunque fue a partir de
Madrid que las acciones contra los ocupantes se propagaron por toda España. La
represión ejercida por el ejército francés contra las poblaciones civiles
alimentó la insurrección y dio continuidad al motín de Aranjuez. La iglesia que
consideraba en peligro la religión y sus tradiciones eclesiásticas frente a la
oleada secularizadora proveniente de Francia, vivió el levantamiento como si
fuese una cruzada medieval. Los curas de los pueblos, llamados de bajo clero, se transformaron en
eficientes agentes movilizadores, y sus proclamas resultaron cruciales para
convertir una serie de revueltas aisladas (las famosas ‘guerrillas’ españolas)
en una acometida general contra el ejército franchute,
de tan mala catadura que el pueblo le consideraba no sólo invasor asqueroso
sino un traidor vulgar, pues los franceses se habían comprometido a pasar
rápidamente por el territorio español en dirección a Lisboa con un ejército de
30.000 hombres. No lo cumplieron, así como hizo el propio Napoleón Bonaparte en
relación a Luisiana: prometió devolverla a España, pero la vendió a escondidas
por 23 millones de dólares a los norteamericanos que, incluso, no la querían
comprar por aquella suma de dinero.
En estas guerras de independencia peninsular
quedaron patentes la incompetencia y flaqueza moral de Carlos IV (1788-1808) y
de sus ministros Floridablanca y Manuel de Godoy, con resultados ruinosos para
España. Por el tratado de Fontainebleau (1807) se autorizó la entrada y el
establecimiento de tropas francesas en España, con vistas a invadir Portugal:
nuestro vecino no aceptaba romper el bloqueo continental impuesto a Europa por
Napoleón Bonaparte. La derrota de Trafalgar (1805) que ya había desbaratado el
poder marítimo español, además de provocar una crisis económica concretada en
el enorme déficit del Estado y la drástica disminución del comercio con
América, llevaron a nuestro país a la derrocada absoluta. Estos acontecimientos
avivaron de inmediato la oposición tanto de la nobleza, desairada a causa del
advenedizo Manuel Godoy - ‘fue elevado de
forma meteórica al poder por Carlos IV, que le concedió títulos y honores, le
dotó de una inmensa riqueza y le confió los más altos cargos del Estado
[…]. Los rumores y la historiografía
tradicional favorable al reinado de Fernando VII lo atribuyen al favor de la
reina María Luisa y a su presunta relación amorosa’-, como del clero,
asustado ante la tímida propuesta de desamortización de los bienes
eclesiásticos. Y mucho peor que eso: se hizo evidente para todos los españoles
que la entrada consentida de las tropas napoleónicas se había convertido en
ocupación territorial. Para hacer frente al invasor asqueroso e inmoral se
constituyeron las Juntas Provinciales que asumieron la soberanía en nombre del
rey ausente. Y pese a que gran parte de los miembros de las Juntas Provinciales
estaba constituida por conservadores y partidarios del Antiguo Régimen, la
situación bélica provocó la creación de medidas revolucionarias como la
convocatoria de Cortes y la Constitución
de 1812.
Otro presupuesto también evidente en
las guerras de la independencia fue la insurrección contra el invasor no sólo
en las grandes capitales sino también en pueblos y ciudades de pequeño porte
que se alzaron em pie de guerra y formaron juntas locales. Estas juntas eran
integradas por notables de cada ciudad o pueblo/municipio: propietarios,
comerciantes, clérigos, abogados y nobles, muchos con experiencia en las
instituciones del Antiguo Régimen. Las élites locales, en realidad gente de
extracción social conservadora, decidieron asumir el control de una revuelta
popular en su origen, y de grandes proporciones después porque se extendió por
todo el país. Las juntas locales o municipales (entre las cuales constan
pueblos de alguna importancia regional como Prádanos de Ojeda como cantón de La
Ojeda), aunque tenían un carácter provisional y, por eso, detentaban una
limitada organización operacional, alimentaron la resistencia y sostuvieron el
esfuerzo de guerra, garantizando así la intendencia y preservación del orden
público. Además, estas juntas locales mostraban un cariz revolucionario porque
no fueron designadas por la corona, sino que se constituyeron desde abajo, sin
la legitimidad monárquica. Las juntas locales fueron muy importantes en
relación al levantamiento nacional,
pero no pasaban de instituciones municipales dispersas. Por eso, poco a poco,
las juntas de pueblos y ciudades se agruparon de forma más coordenada. Sin
embargo, las rivalidades entre los altos mandos militares y las reclamaciones
particulares en cada territorio dificultaron la constitución de una autoridad
única tanto política como militar. Hubo casos curiosos como el del País Vasco
donde Bilbao -‘única capital de provincia
que no había sido ocupada por los franceses’ (¡?)- se sublevó y proclamó
como rey de España a Fernando VII (1808). Los líderes vizcaínos lanzaron una
proclama al resto de España alardeando su patriotismo español frente a los
invasores. Bilbao fue saqueada junto con otras ciudades próximas a la capital,
pero un general irlandés, Joaquín Blake, consiguió expulsar a los franchutes de Bilbao. Con poca
eficacia, porque los tales reconquistaron la ciudad y la saquearon nuevamente.
En menos de 3 meses, tras diversas ofensivas y contraofensivas, Bilbao cambió
seis veces de manos, sufrió una revolución, una gran batalla en Zornotza y dos
saqueos. Otro caso relevante ocurrió en Galicia, donde tras la derrota francesa
en Puentesampayo (1809), la ciudad de Vigo se tornó la primera plaza
reconquistada al enemigo traidor y desleal. Galicia y Valencia permanecieron
libres del asedio francés, aunque Valencia tuvo que capitular en 1812; no así
Galicia que se vio libre y suelta del nauseabundo ejército francés.
El fenómeno de la ‘guerra de
guerrillas’, o la petit guerre así
llamada por los franceses, se transformó en una nueva Marca Hispánica para
Napoleón Bonaparte. La guerra de
guerrillas tuvo importantes repercusiones en la Guerra de la Independencia
española contra la Grande Armée del
todopoderoso Empereur des Français.
Así, la España del siglo XIX, sin un ejército digno de ese nombre en su lucha
contra el invasor indeseado, no tuvo otra medida sino utilizar como método de
combate la guerra de guerrillas, en
realidad el único modo posible y eficaz de
desgastar y estorbar a los franceses, cuyo ejército era considerado en
aquella época el mejor y más experimentado de toda Europa; nadie supo
enfrentarle como hicieron los españoles. Los historiadores llaman a este tipo
de escaramuzas de guerra asimétrica
> grupos de pocos combatientes, pero conocedores del terreno por donde se
mueven y pisan, consiguen hostigar con rápidos golpes y desconcertantes
atropellos a las tropas enemigas, para disolverse inmediatamente y desaparecer
en los montes y escondrijos del terreno. Como consecuencia de todos estos
ataques rápidos y violentos, el ejército francés no pasó de las grandes
ciudades, quedando el campo y áreas ‘desertas’ bajo el control de los
guerrilleros españoles, entre los cuales tomaron fama Espoz y Mina, Francisco
Chaleco (foto), El Empecinado
etc. Como dijimos en otro lugar, el
propio Napoleón reconoció esta inestabilidad cuando puso bajo el gobierno
militar francés los territorios de la margen izquierda del río Ebro, aludiendo
a la Marca Hispánica del viejo y desgastado imperio Carolingio. No olvidemos lo
inesperado de los acontecimientos: un aparente paseo militar de Napoleón se
había transformado en un atolladero que absorbía elevados y preciosos
contingentes para la memorable e indigesta campaña de Rusia. La situación del
ejército francés en España se tornó tan inestable que cualquier retirada de
tropas podía conducir a un desastre mayor, como efectivamente aconteció, y que
Napoleón reconoció en su retiro de Elba: ‘esa
maldita Guerra de España ha sido la causa primera de todas las desgracias de
Francia’. El deseo de criar un Estado satélite de Francia no pudo
realizarse en virtud de la guerra de guerrillas tan bien calculada y realizada
por los guerrilleros españoles. El historiador Jean René Aymès, catedrático
emérito de Español en la Universidad Nueva Sorbona (París), resume las causas del desprestigio porque
pasaba la monarquía española y las causas precursoras de la Guerra de la
Independencia española: la ‘debilidad
militar de España’, la ‘complacencia
de los soberanos españoles’, la ‘presión
de los fabricantes franceses’, la ‘necesidad
de arrojar a los ingleses fuera de Portugal’ (en virtud del bloqueo
continental), la ‘enemistad personal del Empereur
des Français hacia la dinastía de los
Borbones’, la ‘estrategia política
para el conjunto mediterráneo’, ‘ciertos
cálculos sucios’, y hasta ‘los
designios de Dios’ o las ‘exigencias
de una filosofía ad hoc’. Y yo diría con el propio Aymès que la España
católica se levantó en armas como si fuese una cruzada, ‘contra los impíos [franceses],
enemigos del Trono y del Altar’. De cualquier forma, termino con las palabras
de Javier F. Sebastián, repitiendo una frase de Jean Aymès: ‘ni la opinión pública francesa apoyó de
forma unánime la guerra contra España, ni la opinión española cerró filas como
un solo hombre frente a Francia […]. Los españoles disponían al norte de los
Pirineos de más amigos de lo que hubiera cabido esperar’.
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