La primera Constitución en toda la historia legislativa y constitucional de España fue promulgada por las Cortes de Cádiz en el día 19 de marzo de 1812. Se la consideró en la época una de las más liberales de su tiempo y, por eso, se la apellidó de La Pepa, haciendo alusión a una genuina expresión castellana ¡Viva la Pepa!, con el sentido de ‘vale todo’ o casi todo, según la interpretación de algunos. Y, más específicamente, con el significado peyorativo de excesivo desenfreno o relajación, desbarajuste (desorden) o despreocupación ético-moral. La expresión ‘¡Viva la Pepa! se identifica con la primera Constitución española (1812), según el decir de otros, porque fue promulgada en un día festivo, y como se decía en aquel tiempo un ‘día santo’, dedicado a san José Operario, padre putativo de Jesucristo. En España -era entonces ‘el país más católico del mundo’ (¡?)-, ese día se celebraba con mucha solemnidad en el calendario litúrgico de la iglesia. De ahí se utilizó el hipocorístico (o diminutivo) de José que es Pepe (masculino), y Pepa (femenino) para apellidar a la primera Constitución de nuestra historia. De todas las maneras, este valor semántico con sentido irónico y despectivo fue tildado por el partido absolutista metido a moralista, tradicional y religioso (no lo era en absoluto, pues había hasta curas ‘malditos’ en las cortes). Para los tildados de conservadores el término ¡Viva la Pepa! tenía un sentido de libertinaje, desorganización y vagancia, dado que la Constitución de 1812 establecía leyes sin precedentes en España (muchos dicen que en toda Europa y, por ende, en el mundo entero) ej.: libertad de prensa y de expresión, soberanía nacional, división de poderes etc, entre muchos otros derechos civiles y constitucionales tanto para España en su totalidad peninsular como para las colonias de Ultramar. Aún en nuestros días, la expresión ¡viva la pepa! tiene una connotación de caos, desorden, falta de normas y de compromiso con las leyes. Cataluña y el País Vasco no evaluaron mucho en este quesito desde aquellos años. Para ellos la Constitución de 1812 en su sentido peyorativo parece que aún continúa valiendo. La frase siempre tuvo un sentido popular muy arraigado, y se utiliza en muchas locuciones coloquiales para calificar a alguien de vividor, irresponsable, anárquico, fiestero y ‘golfo’. En España se usan mucho algunos sinónimos como ‘¡viva la virgen’ o ¡viva la vida! con el sentido de jolgorio, despreocupación, alboroto, fiesta… Sin embargo, eruditos de media pataca dicen que la expresión ¡Viva la Pepa!, en aquella ocasión histórica, equivalía a ¡Viva la Constitución!, ¡Viva la Nación! o ¡Viva la Patria!
Se basan en que la frase tan popular entre los españoles sólo aparece mucho tiempo después y no se la descubre en las producciones teatrales, sainetes, coplillas o sátiras muy relacionadas en la ironía política de la época.
En realidad, ‘¡Viva la Pepa!’ fue el grito de guerra o de orden dado por los liberales españoles ante su adhesión a la Constitución de 1812. Fue un grito que tuvo gran popularidad y fácil difusión ante la represión política que vino años después con la Restauración borbónica de Fernando VII (1814 y 1820) y la Década Ominosa (1823 y 1833) = con el significado de abominable, que merece desprecio y reprobación. En fin, una década vil, abyecta y execrable. Con certeza, fue ‘el primer lema político español de la Edad Contemporánea’, según pensamiento de muchos comentaristas. Muy parecida a esta expresión es aquella otra también tan popular en España ‘pan y toros’ que intenta remedar o copiar la famosa frase de Juvenal (60-127 dC), poeta, retórico romano y autor de Sátiras, donde aparece el grito festivo de ‘pan y circo’. Décimo Junio Juvenal tiene frases magistrales como estas: ‘¿quién vigilará a los vigías?’, o ‘mente sana en cuerpo sano’, bien conocidas y citadas por todos. La expresión ‘pan y toros’, por lo menos en aquellos tiempos liberales, halagaba a las bajas pasiones del pueblo llano, amortiguaba los conflictos sociales y mantenía una situación de atraso. El toreo del siglo XVIII había dejado de ser un arte propio de caballeros para serlo de villanos y peones, porque éstos toreaban a pie y se identificaban con la condición social más humilde de los pueblos. El espectáculo taurino se estaba haciendo cada vez más popular y los toreadores o majos se convirtieron en ídolos de masas. Las clases altas también veían al toreo con buenos ojos, llegando a imitar a los majos en sus vestimentas, peinados y poses chulescas. El pintor y grabador español Francisco de Goya (1746-1828), él mismo ilustrado y afrancesado, y amante de los toros, reflejaba en sus pinturas esta época tan convulsionada de nuestra historia. Se atribuye a Gaspar de Jovellanos (1744-1811), escritor, jurista y político asturiano, estas frases tan significativas: ‘¡gobierno ilustrado: pan y toros pide el pueblo! Pan y toros es la comidilla de España. Pan y toros debes proporcionarla para hacer en lo demás cuanto se te antoje in sécula seculorum. Amém’. Con estos comentarios quiero hacer entender que la utilización de expresiones populares como ‘viva la pepa’ era muy frecuente, y significaba el triunfo del casticismo y la persecución a todo lo que se consideraba ilustrado o afrancesado. Llamó mucho la atención de los españoles la actitud estrambótica de Fernando VII ordenando cerrar varias universidades, y desmantelar museos y colecciones científicas, en tanto que se abría una Escuela de Tauromaquia en Sevilla por Real Decreto (1830). El grito ¡viva las cadenas! junto con el ¡pan y toros! fueron las dos expresiones más populares utilizadas por los progresistas para dolerse y vilipendiar la condición de atraso en que se encontraba España, entonces gobernada por un rey felón (cobarde y traicionero), Fernando VII.
La Constitución de 1812 estuvo oficialmente en vigor apenas dos años, desde la promulgación hasta su derogación tras el regreso de Fernando VII (1814). Poco tiempo después vigoraría asimismo durante el Trienio Liberal (1820/23), en tanto se preparaba la Constitución de 1837 y durante un breve periodo de inquietud (1836/37). De importancia específica, proclamaba la soberanía de la nación (no del rey), la monarquía constitucional, la separación de poderes, el sufragio universal masculino indirecto, la libertad de expresión y de imprenta, la libertad de la industria, el derecho de propiedad (o fundamental abolición de los señoríos), entre otras muchas cuestiones de importancia relevante para la época. En verdad, ‘no incorporó una tabla de derechos y libertades, pero sí recogió algunos derechos dispersos’. Recogió también la ciudadanía de todos los nacidos en tierras americanas, fundando un solo país junto a las excolonias de América. El texto constitucional consagraba a España como un Estado confesional católico prohibiendo cualquier otra religión, en tanto que el rey continuaba siendo el soberano de la nación ‘por la gracia de Dios y la Constitución’ (probablemente, arreglos de última hora para agradar a todos, porque no lo era ni por la gracia de Dios y mucho menos por la Constitución). Y a pesar de ser ‘liberal’ (¡?) esta Constitución no reconocía ningún derecho para las mujeres, ni siquiera la ciudadanía (la palabra mujer aparece una única vez en citación secundaria o accesoria). Entre tanto, en este punto estaba afinada con el comportamiento machista español, europeo y norteamericano. De cualquier manera, la Constitución de 1812 fue realmente un hito democrático en pleno siglo XIX, trascendiendo a varias constituciones europeas e impactando a la mayor parte de los Estados de aquel tiempo. La Constitución de 1812, mismo siendo considerada un ¡viva la pepa! por el pueblo español y no apenas por los conservadores, redujo el poder real, abolió cualquier resquicio de feudalismo, defendió la igualdad y libertad entre los ciudadanos peninsulares y americanos, y liquidó de vez con la inquisición de ‘tantos malos recuerdos’, según la leyenda negra antiespañola.


La Constitución de 1812 fue jurada
asimismo en América, y su legado es notorio en la mayor parte de las actuales
repúblicas hispano-americanas no sólo porque les sirvió de modelo
constitucional, sino también porque fue pensada, idealizada y redactada por diputados americanos como un proyecto
global hispánico y revolucionario. En aquella ocasión se decía: es la ‘reunión de los españoles de ambos
hemisferios’, pues aludía a
amplias dimensiones geográficas: España, Hispanoamérica y territorios
asiáticos. La Nación española estaba bien definida, aunque con parámetros
ultraoceánicos; hoy con único territorio peninsular la nación no se siente
definida por causa de Cataluña y del País Vasco. Curioso: antes con un
territorio de 20 millones/km² la nación estaba bien definida; hoy con poco más
de 500.000km² no está bien definida. ¿Da para entender? No, no da. Hubo
evidentemente discordancias cuanto al número de provincias (mayores en la
península), pero se intentó resolver la cuestión con la igualdad de derechos y
representación equivalente en ciudadanos = ‘españoles cuyo origen provenía de ambos hemisferios’. Los
ayuntamientos y las diputaciones provinciales de América también se adaptaron
al proceso revolucionario de la península: se crearon ayuntamientos en todas
las poblaciones con al menos 1000 habitantes, lo que provocó una explosión de
ayuntamientos. Las elecciones municipales a través del sufragio universal
indirecto y masculino consolidaron el poder criollo y un ataque directo a los
privilegios de la aristocracia (peninsular y americana). Entre tanto, la
contrarrevolución fernandina decretó la disolución de las Cortes y derogó los
decretos y la propia Constitución. Fernando VII determinó la abolición de esta
Ley Magna no por acaso: al prevalecer el Estado nacional donde los territorios
americanos se integraban como provincias, la corona perdía no sólo sus
privilegios y derechos sobre los individuos, sino también las rentas de todo el
continente americano. Con la Constitución de 1812, los tributos pasaban
directamente a poder del aparato administrativo del Estado y no del rey:
establecía una diferencia esencial entre la Hacienda de la nación y la hacienda
real. Así mismo la representación política y la igualdad de derechos de los
sudamericanos se tradujeron en reivindicación de una cierta soberanía en
colisión con la soberanía nacional que era única, central y soberana.
Resulta interesante oír opiniones diferentes sobre la Constitución de 1812: el alemán Karl Ludwig Von Haller (1768-1854) menospreciaba la redacción constitucional de 1812 por ser ‘una mezcla entre el Espíritu Santo y el espíritu del siglo’. Puro exagero alemán. Ya el francés François-René de Chateaubriand (1768-1848), autor de Memorias de Ultratumba (póstuma), se preguntaba: ¡‘cómo se las arreglaron aquellos diputados de Cádiz para meter tanta religión en la política y tanta democracia en la monarquía!’. En cuanto eso, Javier Fernández Sebastián, un profesor de la Universidad del País Vasco, nos dice: ‘en las Cortes de Cádiz coincidieron dos universos con valores que no estaban llamados a mezclarse. De ahí que la Constitución no sea ni revolucionaria ni del Antiguo Régimen, sino apenas ‘transicional’, un Jano [dios romano asociado a las puertas de entrada y salida] con sus dos caras: pasado y futuro’. Y concluye su propio veredicto: ‘hoy somos nosotros los que nos escandalizamos por artículos como el 12 [sobre religión]. No es que los liberales de la época hicieran concesiones a la iglesia, simplemente es que eran así’. No, no eran así. Los españoles del siglo XIX como los de los siglos XX y XXI nunca fuimos así, a final hacemos las cosas racionalmente. Los que aparentemente hacen las cosas de modo irracional son los vascos y catalanes en su afán de autonomía, y no por mera coincidencia. Como en tiempos de los Reyes Católicos, los diputados de Cádiz comprendían y usaban la fuerza de la unidad religiosa, asunto muy serio en España a lo largo de su historia. ¡Parece mentira que un ‘profesor universitario’ (¡?) no sepa valorizar la influencia de los curas en las aldeas vasconavarras durante la guerra carlista! Actualmente la fe y unidad religiosa aún son llevadas al pie de la letra en países musulmanes. Y contra la opinión de ese profesor 'universitario' , saben mantener férreamente la unidad religiosa, símbolo de la unidad nacional. ¡Y cuántos absurdos se cometieron y se cometen en nombre de la fe y de la unidad religiosa, a pesar de su importancia histórica! Además, si 30% de los diputados eran clérigos (casi todos formados en derecho) parece normal que la religión encontrara una cierta preponderancia, y sobre todo por tratarse del ‘país más católico del mundo’. Por tanto, los verdaderos españoles no somos ni así ni asado; somos como debemos ser, conscientes y racionales, cuando nos dejan decir lo que pensamos. En la época, la iglesia católica española presentaba tanta majestad cuanto el rey. Monarquía y religión aún caminaban juntas, a pesar del anticlericalismo imperante y de leyes contra la doctrina socio-moralista de la iglesia y el deseo laico de substituir la enseñanza pública prácticamente en manos eclesiásticas. A este respecto recuerdo el ejemplo de Agustín de Argüelles, escogido por sus dotes de ‘orador divino’ para leer la Constitución de 1812. Era entrecortado por aplausos ‘tanto de los diputados como de los espectadores de las galerías’, mismo en los artículos referentes a la religión. Cuando más joven fue secretario del obispo de Barcelona, Díaz Valdés (también asturiano). Otro gran ejemplo: Diego Muñoz-Torrero, sacerdote, catedrático de filosofía y rector de la Universidad de Salamanca (escogido por unanimidad) y diputado extremeño en las Cortes de Cádiz. Es considerado uno de los más influyentes redactores de la Constitución de 1812 junto con Argüelles y Evaristo Pérez de Castro (vallisoletano). Los tres fueron sus principales redactores, siendo Argüelles el lector oficial. Fueron realmente ‘próceres de la patria’ (¡?), sin reclamos…
Resulta interesante oír opiniones diferentes sobre la Constitución de 1812: el alemán Karl Ludwig Von Haller (1768-1854) menospreciaba la redacción constitucional de 1812 por ser ‘una mezcla entre el Espíritu Santo y el espíritu del siglo’. Puro exagero alemán. Ya el francés François-René de Chateaubriand (1768-1848), autor de Memorias de Ultratumba (póstuma), se preguntaba: ¡‘cómo se las arreglaron aquellos diputados de Cádiz para meter tanta religión en la política y tanta democracia en la monarquía!’. En cuanto eso, Javier Fernández Sebastián, un profesor de la Universidad del País Vasco, nos dice: ‘en las Cortes de Cádiz coincidieron dos universos con valores que no estaban llamados a mezclarse. De ahí que la Constitución no sea ni revolucionaria ni del Antiguo Régimen, sino apenas ‘transicional’, un Jano [dios romano asociado a las puertas de entrada y salida] con sus dos caras: pasado y futuro’. Y concluye su propio veredicto: ‘hoy somos nosotros los que nos escandalizamos por artículos como el 12 [sobre religión]. No es que los liberales de la época hicieran concesiones a la iglesia, simplemente es que eran así’. No, no eran así. Los españoles del siglo XIX como los de los siglos XX y XXI nunca fuimos así, a final hacemos las cosas racionalmente. Los que aparentemente hacen las cosas de modo irracional son los vascos y catalanes en su afán de autonomía, y no por mera coincidencia. Como en tiempos de los Reyes Católicos, los diputados de Cádiz comprendían y usaban la fuerza de la unidad religiosa, asunto muy serio en España a lo largo de su historia. ¡Parece mentira que un ‘profesor universitario’ (¡?) no sepa valorizar la influencia de los curas en las aldeas vasconavarras durante la guerra carlista! Actualmente la fe y unidad religiosa aún son llevadas al pie de la letra en países musulmanes. Y contra la opinión de ese profesor 'universitario' , saben mantener férreamente la unidad religiosa, símbolo de la unidad nacional. ¡Y cuántos absurdos se cometieron y se cometen en nombre de la fe y de la unidad religiosa, a pesar de su importancia histórica! Además, si 30% de los diputados eran clérigos (casi todos formados en derecho) parece normal que la religión encontrara una cierta preponderancia, y sobre todo por tratarse del ‘país más católico del mundo’. Por tanto, los verdaderos españoles no somos ni así ni asado; somos como debemos ser, conscientes y racionales, cuando nos dejan decir lo que pensamos. En la época, la iglesia católica española presentaba tanta majestad cuanto el rey. Monarquía y religión aún caminaban juntas, a pesar del anticlericalismo imperante y de leyes contra la doctrina socio-moralista de la iglesia y el deseo laico de substituir la enseñanza pública prácticamente en manos eclesiásticas. A este respecto recuerdo el ejemplo de Agustín de Argüelles, escogido por sus dotes de ‘orador divino’ para leer la Constitución de 1812. Era entrecortado por aplausos ‘tanto de los diputados como de los espectadores de las galerías’, mismo en los artículos referentes a la religión. Cuando más joven fue secretario del obispo de Barcelona, Díaz Valdés (también asturiano). Otro gran ejemplo: Diego Muñoz-Torrero, sacerdote, catedrático de filosofía y rector de la Universidad de Salamanca (escogido por unanimidad) y diputado extremeño en las Cortes de Cádiz. Es considerado uno de los más influyentes redactores de la Constitución de 1812 junto con Argüelles y Evaristo Pérez de Castro (vallisoletano). Los tres fueron sus principales redactores, siendo Argüelles el lector oficial. Fueron realmente ‘próceres de la patria’ (¡?), sin reclamos…
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