Por el tratado de Fontainebleau
(1807), Francia arrancó a través de mentiras y engaños el consentimiento del
gobierno español para atravesar la península y atacar Portugal, aliado de los
ingleses. Napoleón Bonaparte, extremamente arrogante y todopoderoso en sus
decisiones intracontinentales, no se contentó en atravesar simplemente la
península en persecución a la familia real portuguesa, también exigió la presencia
de Carlos IV y su hijo y sucesor Fernando VII, y les ‘convenció’ a dejar el
trono español en manos de José Bonaparte (su hermano mayor, apellidado por los españoles de Pepe Botella) mediante el tratado
de Bayona (1809). El ‘secuestro’ de los reyes españoles y la invasión de la
península por las tropas francesas provocaron la justa y espontánea indignación
de nuestro pueblo, así como el levantamiento popular generalizado contra la
presencia extranjera. La ‘guerrilla organizada’, una forma espontánea y popular
de resistencia armada ‘inventada’ por los españoles de esta época, se extendió
entonces por todo el país, lo que provocó una dura represión francesa contra la
población civil, incluso con la presencia del propio Napoleón y un ejército de
250.000 soldados franceses. Pero los vientos mudaron de dirección cuando la Grande Armée tuvo que desplazarse de
prisa y corriendo a la campaña de Rusia. A partir de 1812, las tropas
anglo-españolas comandadas por el duque de Wellington infligieron sucesivas y
fragorosas derrotas a los franceses (sus bajas se calculan en 200.000 soldados)
obligando a Napoleón a firmar el tratado de Valençay (1813), lo que suponía la
vuelta de Fernando VII al trono de España. En esta contienda ‘escandalosa’ de
Napoleón hubo los afrancesados
(españoles considerados traidores porque apoyaron la monarquía napoleónica ej.:
altos funcionares, alta nobleza, algunos ilustrados), pero la inmensa mayoría
de la población española tomó parte en el frente patriótico. Todos se opusieron
al invasor francés, desde la mayor parte del clero y la nobleza (deseaban la
vuelta de Fernando VII y el absolutismo monárquico) hasta gente ilustrada como
Jovellanos y Floridablanca que deseaban impulsar un programa de reformas junto
a los sectores más liberales de la nación.
Tras la Guerra de la Independencia,
España quedó devastada con pérdidas enormes en sus sectores productivos como
nunca antes había acontecido. En realidad, la invasión francesa y la respuesta
española transformaron radicalmente la historia de España y gestaron ‘un nuevo
punto de partida’, tan brusca fue la ruptura en la evolución política y
económica del país. En definitivo, España se vio obligada a interrumpir el
proceso de modernización económica iniciado con la Ilustración, curiosamente de
influencia francesa. El vacío de poder decurrente de los estatutos de Bayona
(1808) determinó un antagonismo radical entre los grupos revolucionarios
(liberales) y los grupos que apoyaban un modelo constitucional (monárquicos), o
sea, los defensores de la monarquía absolutista sin las ambiciones reformistas
del siglo XVIII. Los afrancesados
(pretendían llevar a cabo un programa de reformas con José I, el Pepe Botella por ser rechoncho), ahora
descalificados como traidores de la patria, se vieron obligados a exilarse:
unas 12.000 familias. A su vez, la guerrilla movilizó millares de españoles que
partidos políticos intentaron sobornar en sus disputas por el poder, instalando
definitivamente la guerrilla y el militarismo que marcaron la historia de
España en el siglo XIX. En verdad, buena parte de los líderes militares salidos
de la insurrección de 1808/14, de origen popular, fueron partidarios del
liberalismo, completamente distintos de los comandos del ejército tradicional,
de procedencia aristocrática. Pero las secuelas de la guerra se hicieron sentir
sobre todo en los procesos de independencia de nuestras colonias en América: en
1814 se restableció el dominio español sobre las colonias americanas, pero por
poco tiempo. Una década después todas esas colonias se habían emancipado. Y
peor: no se restauraron los lazos o nexos económicos coloniales agravando aún
más la calamitosa situación económica de España; fue decretada la bancarrota
del Estado español. Las luchas políticas entre liberales y absolutistas se
produjeron en una situación de quiebra financiera y marasmo socioeconómico.
España estaba abandonada en la cuneta de su destino republicano… Sólo se
salvaron la imagen de una España en pie de guerra contra el invasor extranjero
y el esfuerzo guerrero ya clásico entre los españoles en defender las
tradiciones y libertades de sus antepasados, desde las gentes pueblerinas de
los campos de Castilla Y León hasta los grandes aristócratas y empresarios de
las capitales como Madrid y Barcelona. Esa España levantada en armas contra los
franceses forjó el nacionalismo de nuestro pueblo en los albores del siglo XIX.
Otra consecuencia de la Guerra de
Independencia (1808-1814) -pocos autores dan el suficiente realce a este triste
y patético episodio de nuestra Historia- fue el llamado sexenio democrático (1868-1874) = la época más agitada del siglo
XIX español como resultado inmediato de la crisis demográfica y económica ocasionada
por aquella guerra (campos arrasados, ciudades y pueblos destruidos,
comunicaciones inutilizadas et). De pronto, merece destaque el gran desorden en
el medio rural, donde irán a pervivir antiguas partidas de guerrilleros ahora
convertidos en asaltantes y bandoleros, sin olvidar igualmente el catastrófico
intervencionismo militar en la política española del siglo XIX y buena parte
del siglo XX. Este intervencionismo se caracterizó por una serie de
pronunciamientos militares cuyo objetivo principal era derribar la monarquía de
Isabel II. Comenzó con el Pacto de Ostende (1866) que postulaba: ‘destruir las altas esferas del poder y
nombrar un gobierno provisorio que decida la suerte del país a través de un
sufragio universal directo’. Comenzó por la búsqueda de una nueva dinastía:
aquí se confunden la desfachatez y las acciones burlescas sin precedente en
nuestra historia. Militares más exaltados y sin compromiso con el pueblo salieron
a la caza de un futuro rey, sabiendo que, como se decía abiertamente, ‘encontrar a un rey democrático en Europa era
tan difícil como encontrar un ateo en el cielo’. Se pensó en un alemán de
nombre difícil, amigo de Otto von Bismarck, que el pueblo le apellidó de ‘Olé-olé-si me eligen’. Después de
búsquedas alocadas y de peor juicio escogieron a un italiano, Amadeo de Saboya,
que el pueblo ironizó llamándole de ‘Macarroni
I’: los generales españoles decían que ‘buscaban
un monarca adecuado para liderar el país’. La revolución de 1868 y su
‘sexenio democrático’ (¡?), organizado por una decena de generales (‘uno peor que el otro’, dígase de pasaje)
intentaron crear en España un nuevo sistema de gobierno. Después de muchas
cabezadas acabaron escogiendo a Alfonso XII, hijo de Isabel II, por maestría de
Cánovas del Castillo (moderado) y de su oponente Mateo-Sagasta y Escolar (liberal)
Diversos historiadores, algunos de renombre nacional, aducen motivos
políticos para explicar la revolución de 1868 y derrumbada del reinado de Isabel II. La causa más linear sería esta:
hubo un enfrentamiento entre dos ideologías. Una, casi absolutista,
reaccionaria, clerical y oscurantista, representada por el partido moderado y
por la camarilla en torno de la corona; y otra, liberal, reformista,
anticlerical (no anticatólica, advierten algunos comentaristas) y progresista.
La revolución de 1868 llamada de La
Gloriosa o Septembrina significó el triunfo de la segunda posición por
parte de algunos generales, aunque no de todos, pues los había a favor de la
reina Isabel II. Esta revolución es clasificada como un levantamiento revolucionario
para destronar a la reina, iniciado con el llamado Sexenio Democrático (1868).
La escritora López-Cordón individualiza la revolución como ‘una brusca sacudida en la historia del siglo
XIX español, cuyos efectos se dejaron sentir ampliamente en toda la geografía
del país’. Incluso en los pueblos de La Ojeda, en mi Prádanos de Ojeda, en
toda la provincia de Palencia… Supuso el primer intento en establecer un
régimen político democrático, primero en forma de monarquía parlamentaria con Macarroni I (1871/73); después con la 1ª
república (con minúscula, por favor) con duración de menos de un año (1873/74):
ambas formas fracasaron de forma burlesca, con generales de nombres tipo Torre, Prim, Topete, Zorrilla, Bravo, Dulce
y Concha, entre muchos otros. La reina Isabel II, extremamente acosada por
todos los lados, aún pudo escuchar las palabras sensatas del padre Claret: ‘si S.M. fuera una muñeca, me la pondría en
el bolsillo y echaría a correr a Madrid para salvar a España de su revolución’.
Era tarde: de San Sebastián donde veraneaba se vio obligada a huir ‘en medio a la indiferencia general’. El
tren llevaba al exilio a la reina y a su familia, y ‘a toda su corte de los milagros’, ironiza Josep Fontana.
El mismo Fontana minimiza asimismo las causas frecuentemente aducidas para
explicar la revolución de 1868: ni la crisis
financiera (la mayoría de los hombres de negocios -banqueros, grandes
comerciantes y empresarios no colaboraron ni se sumaron al pronunciamiento
militar- ni la crisis de subsistencia,
dado que la movilización popular se produjo
después de la revolución. Por tanto habría que encontrar una otra explicación
bien más prosaica: ‘la revolución de 1868
sería un movimiento organizado desde arriba por políticos y militares que
tenían objetivos limitados [y propios]:
acabar con el bloqueo del sistema parlamentario que impedía el acceso al poder
de los progresistas e implantar unas medidas de urgencia para resolver la mala
situación económica, en particular de las empresas ferroviarias’, cuyo
presidente era, ¡adivinen!, el propio general Prim. Así podemos decir que
la revolución no pasó de un resentimiento de algunos generales-políticos por su
alejamiento del poder, y la justificación de este resentimiento estaba cristalizado
en principios puramente teóricos, tales como el propio pronunciamiento en sí
mismo, las proclamas emocionales y vibrantes de algunos generales, el falso llamamiento
al pueblo etc. El pronunciamiento revolucionario se dirigía no sólo contra el
gobierno corrompido sino también contra Isabel II ‘a quien se juzgaba incompatible con la
honradez y la libertad que los pronunciamientos proclamaban’ (¡?).
Sin embargo esa ‘revolución gloriosa’ (con minúscula, por favor), según nos
dice López-Cordón, triunfó no por sus características democráticas (¡?), sino
debido ‘al entusiástico apoyo de la
burguesía, de las ‘clases ciudadanas’ y de algunos campesinos más exaltados.
Sin duda, fueron estas participaciones, unidas al deseo de cambio que
experimentaba la mayoría del país y al rápido desmoronamiento de la España
oficial, lo que en realidad produjo el fácil espejismo de convertir el
pronunciamiento de Cádiz en la revolución de 1868’. Si bien la revolución
democrática movilizó algunos sectores populares que organizaron barricadas y
sostuvieron con su actitud las Juntas Revolucionarias que más tarde el Gobierno
Provisorio se encargó de desarticular con vehemencia y presteza.
Contrariamente, el pronunciamiento militar de Topete (1868) que siempre acababa
con el grito ‘¡Viva España con honra!’
-según Fontana, ‘un auténtico prodigio de
ambigüedad política’-, así finalizaba en redacción del escritor unionista
López de Ayala: ‘Españoles: acudid todos
a las armas, único medio de economizar la efusión de sangre […], no con el
impulso del encono, siempre funesto, no con la furia de la ira, sino con la
solemne y poderosa serenidad con que la justicia empuña su espada. ¡Viva España
con honra!’. Este manifiesto sería uno de los emblemas básicos de la España
liberal, democrática y republicana. ¡Haya paciencia cívica!
En España, tras la revolución de 1868, se proclamó una monarquía
constitucional con Amadeo de Saboya, vulgarmente conocido como Macarroni I. Este ingenuo reyezuelo
encontró serias dificultades de gobierno a causa de la inestabilidad de los
políticos-militares o militares-políticos (da lo mismo, ‘tanto monta, monta tanto’), las conspiraciones republicanas, los
alzamientos carlistas, el separatismo de Cuba, las disputas por el poder entre
los propios aliados, y también algún que otro asesinato para abrir camino en
aquel enmarañado sin líder eficiente. Claro está, Macarroni I esperó la primera confusión de verdad y abdicó. Como
consecuencia de tanta impericia y desorden, sobrevino la 1ª república (con
minúscula, por favor) que pocos querían: en 11 meses tuvo 4 presidentes, cuya
inestabilidad e incompetencia provocó la inmediata restauración borbónica
(1875-1931) con el rey Alfonso XII, hijo de Isabel II -ésta consideró ‘demasiado divisiva como líder’ y por eso
abdicó a favor del hijo. Por increíble que parezca, Alfonso XII tuvo un papel
activo y enérgico contra la insurrección carlista, granjeándose así la simpatía
y el apoyo de la mayoría de los españoles, incluso del hombre del campo. Un
sistema de turnos (apellidado de ‘turnismo’)
entre liberales y conservadores dio una cierta estabilidad y progreso económico
que se hizo sentir en todos los sectores productivos del país. En 1885 murió el
rey Alfonso XII, de tuberculosis, abriendo paso a la regente María Cristina de
Habsburgo y al reinado de Alfonso XIII (1886-1931). En ese medio tiempo, dos hechos
fatídicos conmocionaron al país entero: el asesinato de Antonio Cánovas del
Castillo (1828-1897) -‘mayor artífice de
la Restauración borbónica, y uno de los más brillantes políticos de la historia
contemporánea española’; fue asesinado por un enloquecido anarquista
italiano- y la pérdida de las últimas colonias ultramarinas de América e islas
del Pacífico, incluso Filipinas, de tantas recordaciones y sacrificios hispánicos.
La Guerra de Cuba (1898) contra los
EUA [con intereses económicos en las isla (azúcar y tabaco)] ocasionó ‘sin
aparente justificativa’ el mayor descalabro que España sufrió al final del
siglo XIX. La explosión del US Maine
(1898) -parece que fue de propósito, como simple pretexto de guerra- creó la Generación/98, un grupo de estadistas e
intelectuales que exigieron el cambio liberal del nuevo gobierno español.
El rey Alfonso XIII fue declarado mayor de edad a los 16 años (1902) - el
pueblo le apellidó de El Piernecitas,
porque las tenía muy delgadas. Desde entonces asumió las funciones de jefe de
estado, siendo que su reinado comenzó con un atentado a bomba, escondida en un
ramo de flores. Tras su casamiento con Victoria Eugenia de Battenberg (sobrina
del rey inglés Eduardo VII y nieta de la todopoderosa Victoria I), un anarquista
de nombre Morral (sólo un idiota para
hacerlo, configurando literalmente su apellido castellano) lanzó el artefacto
contra la carroza real, matando 3 oficiales, 5 soldados, 3 personas que
asistían al cortejo real en sus balcones, e hirió a 14 espectadores. Los reyes
salieron ilesos, pero fue la señal de un reinado que se considera turbulento,
de numerosas revueltas sociales de triste memoria, como la Semana Trágica en Barcelona (1909) y la Guerra Marroquí de operaciones bélicas desastrosas. En ese contexto
de crisis política y social, Miguel Primo de Rivera dio un golpe de Estado
(1923), respaldado por el rey que le encargó de formar un nuevo gobierno. De
cualquier forma ‘bajo Alfonso XIII España
llegó a ser una nación industrial,
alcanzó el mayor nivel de población [+20 millones de habitantes) desde la época romana, retornó a adornar el
mundo de la cultura, que casi había abandonado desde que con tanto esplendor
brilló en el siglo XVI, volvió a plena participación en la política internacional
[…), y reconquistó espiritualmente la América que había descubierto, poblado,
civilizado y perdido. Y, por último, vio graves problemas sociales y nacionales
surgir en su vida interior y estimular su pensamiento político’ (cf España.
Ensayo de historia contemporánea). En su reinado, España sufrió infelizmente con
4 problemas graves que afectaron la vida de todos los españoles: (1) la falta
de una verdadera representatividad política de amplios grupos sociales; (2) la
pésima situación de las clases populares, en especial las campesinas [de
Prádanos de Ojeda, de Palencia, de toda Castilla y León]; (3) los problemas
derivados de la guerra marroquí y del Rif, y (4), como siempre y a lo largo de
la historia, el nacionalismo exagerado y reaccionario catalán, espoleado por la
poderosa burguesía barcelonesa. Esta turbulencia política y social, iniciada
con el desastre colonial ultramarino (1898), impidió una verdadera democracia
liberal y condujo a la dictadura de Primo de Ribera, a la 2ª república (con
minúscula, por favor) y a la terrible Guerra Civil Española, de insospechadas y
fratricidas desgracias en todo el territorio ibérico. Alfonso XIII abandonó
España voluntariamente tras las elecciones municipales (1931), cuando se colocó
en plebiscito ‘Monarquía o República’. Lo hizo para evitar una guerra civil,
según su Manifiesto (1931): ‘hallaría medios sobrados para mantener mis
regias prerrogativas en eficaz forcejeo con quienes las combaten. Pero,
resueltamente, quiero apartarme de cuanto sea lanzar un compatriota contra otro
en fratricida guerra civil’. Ya las
Cortes Constituyentes le acusaron de alta traición y le declararon, solemnemente, un fuera de la ley. Un exagero de los
republicanos sin cualquier control emocional y sin un mínimo de justicia.
Hablar de Alfonso XIII es algo interesante, porque fue un rey de ‘buenas
y saludables intenciones’, como podemos constatar en su Diario (1902): ‘encuentro el
país quebrantado por nuestras pasadas guerras, que anhela por un alguien que lo
saque de esa situación. La reforma social a favor de las clases necesitadas, el
ejército con una organización atrasada a los adelantos modernos, la marina sin
barcos, la bandera ultrajada, los gobernadores y alcaldes que no cumplen las
leyes, etc. En fin, todos los servicios desorganizados y mal atendidos […]. Yo
espero reinar en España como un rey justo’. Al estallar la guerra civil se
declaró ‘un falangista de primera hora’: las relaciones entre Alfonso XIII y el
general Francisco Franco están bien documentadas. Al final el rey declaró: ‘elegí a Franco cuando no era nadie. Él me ha
traicionado y engañado a cada paso’. La semblanza de su imagen pública, en
privado, es claramente de un hombre de talante leal, carente de cualquier tipo
de puritanismo -‘era aficionado al
erotismo en general y al cine pornográfico en particular’- y un sabedor de
la importancia de la educación y la investigación, apasionado por motores y por
la ingeniaría. Los terrenos de la Ciudad Universitaria, en la Moncloa/Madrid,
eran suyos. Alfonso XIII fundó la Oficina
pro-cautivos, primera acción humanitaria gubernamental registrada en la
Historia Universal. Objetivo: conseguir respuestas y ayuda humanitaria a los
familiares que no sabían nada de sus parientes militares o civiles en zona de
guerra. Falleció, en Roma, a causa de una angina de pecho (1941), renunciando a
los derechos reales a favor de su hijo Juan, conde de Barcelona, quien a su vez
lo hizo en la persona de Juan Calos I
(1977), actual rey de España. En esta data se recuperó la legitimidad dinástica
de la monarquía histórica española (cf Art. 57 de la Constitución/1978).
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