Prádanos de Ojeda, un municipio con
apenas 21,35km², es un pueblo o
localidad de la provincia de Palencia, y uno de sus numerosos y pequeños municipios
(191), de los cuales más de la mitad son villorrios o poblachos con menos de
200 habitantes. Situado en el tramo inicial de la comarca de La Ojeda, a
escasos 5km de Herrera de Pisuerga y a 3km de Alar del Rey, con quienes se
limita al sur/sureste del famoso portón de la Montaña Palentina, el vecindario pradanense ya tuvo sus años de
esplendor y de importancia regional. Según relatos de la época (siglo XVII), se
instituyó en Herrera una cofradía gremial de oficiales para beneficiar lanas y pieles (gado ovino) bajo el patronazgo
de san Juan Bautista, con sede en aquella ciudad y con diversas
representaciones puntuales en los pueblos localizados a su alrededor (Prádanos
de Ojeda, Ventosa, Villameriel, Sotobañado etc). Con el transcurrir de los años,
Prádanos pasó a ejercer la hegemonía textil de la región junto al río Pisuerga
(hasta 1920), de hecho y de derecho, así como de la producción de paños
milenos, burieles, blanquetas y pardillos. En 1746, llegó a contar 10 telares con
30 maestros y 150 aprendices que producían 750 piezas por mes. En 1751 contaba
con un plantel bastante sofisticado para la época y el número de operarios
llegó a casi 500. En 1777, en tiempos del rey ilustrado Carlos III de España
(1759-1788), Prádanos de Ojeda se transformó en un pequeño parque industrial con
30 telares y un número considerable de apartadores, hilanderas, peinadoras,
cardadoras, pisoneros y bataneros que llegaron a fabricar 2000 paños milenos,
1000 paños burieles y 350 paños pardillos (por mes), todos con 34 varas (= equivalente
a 31m de longitud). Algo impensable en aquel momento histórico, lo que se tornó
aún más transcendente y visible con la construcción del Canal de Castilla en
Alar/Nogales, y poco después con la implantación del ferrocarril
Alar-Valladolid. Fue una época de presencia y visibilidad nacionales para
nuestro pueblo que se emulaba con las mayores localidades provinciales debido a
la exportación de paños y tejidos para las diversas regiones de la cornisa
cantábrica (Galicia, Asturias, Cantabria) y, evidentemente, para Castilla y
León, zonas de confluencia lanera en el norte de España. En 1826, Prádanos de
Ojeda se destacaba en el valle de La Ojeda por sus fábricas de paños milenos y
burdos; poseía un batán (molino de harina) de 8 mazos y 2 ruedas. El pueblo,
según nos dice Pascual Madoz (1806-1870), por esta época contaba con 340 casas y
unos 1.141 habitantes, 1 escuela (100 ‘niños’ y 28 ‘niñas’) y una iglesia con 2
tenientes de cura (auxiliares o
vicarios) y 2 beneficiados (con
derecho a rentas), haciendo justicia al dicho segoviano: ‘curas y taberneros son de la misma opinión, cuantos más bautizos hacen
más pesetas al cajón’. Contaba también con 2 canteras de piedra. Sin
embargo, estos números del ‘gran diccionarista’ pamplonés son muy discutibles e
imprecisos… Hay documentos diciendo que Prádanos de Ojeda llegó a contar con
1.242 a principios del siglo XX.
Para hacerse una idea de la
importancia textil de nuestro pueblo, basta decir que, durante los siglos XVII/XVIII,
sólo la pequeña ciudad de Segovia era el centro textil más importante de la
península Ibérica, especializada en paños de calidad, con un sistema de
organización empresarial conocido como ‘verlagssystem’ = el ‘señor del paño’ (a veces reconocido como ‘mercader hacedor de paños’) encargaba las
diferentes fases de producción a
distintos maestros del gremio para que elaborasen el producto en sus
respectivos talleres. Al final, el producto ya acabado volvía a las manos del ‘mercader
hacedor de paños’ que buscaba compradores en los mercados nacionales y
extranjeros. En realidad, no había ‘edificios industriales’ o fábricas: los
telares eran pequeños talleres distribuidos por los arrabales de los pueblos.
Sin embargo, cabe destacar los famosos ‘tiradores’ = espacios cubiertos utilizados para secar las lanas en las viviendas
dedicadas a la industria textil rural. Fue la gran disponibilidad de materia
prima próxima que propició la existencia de estos centros rurales para la
producción de paños de lana en todas las provincias de Castilla y León. En casi
todos estos lugares se producían tejidos toscos para una clientela cercana y
sin grandes exigencias. En pleno siglo XVII, se contabilizaron 961 telares en
Burgos, 789 telares en Palencia y 665 telares en Segovia, siendo los bajos
costos de la producción junto a precios irrisorios la clave de su difusión.
Prádanos de Ojeda fue uno de esos centros rurales con 30 telares y 500
operarios (as). Y no dejaba nada a deber a otros centros castellanos de renombre ej.: Val de San Lorenzo/León, un centro
textil de primer orden en la elaboración de paños burdos. En 1920, algunos vecinos de
Béjar/Salamanca (después de robar/plagiar el proceso textil de los palentinos) instalaron
la primera fábrica con maquinaria moderna en aquel pueblo, en cuyo centro la
artesanía se consolidó en tejer paños bastos con una urdimbre de 1.400 hilos.
La nueva tecnología de hilar y cardar fue adquirida de la casa belga
Cockrill/Lieja. La suerte de Béjar estuvo en firmar una contrata con las Reales
Guardias Españolas y Walonas (militares extranjeros), consiguiendo penetrar en el ‘misterioso’ mercado
militar. Pascual Madoz (1806-1870), resume el declive de la industria textil
rural: la crisis del sector lanero se instaló en Castilla y León por falta de
inversiones necesarias para modernizar permanentemente nuestro parque lanero, o
también porque no supo vencer la dura competencia con maquinaria y productos
venidos de fuera, además de una infinidad de otros factores recurrentes. Todos ellos
sumados, condenaron al olvido las ‘fábricas
textiles rurales’, en otros tiempos bastante florecientes. Hoy, donde hubo
fábricas textiles, surgen museos y ‘centros de interpretación’, lanzando
definitivamente los telares y máquinas textiles de otros tiempos a las páginas nebulosas
de la historia. En Prádanos de Ojeda, un museo temático no estaría descartado…
Nuestro pueblo, en tiempos pasados (sobre todo entre 1860-1920), fue la
gloria singular de Palencia, y como el resto de la provincia tuvo orígenes
vacceos = según consta, ‘el pueblo más
culto entre las tribus celtíberas, con prácticas agrarias avanzadas y poderosa organización militar’. La actual
provincia de Palencia -este topónimo tendría origen celta con el significado de
‘cerro amesetado’; o como prefieren
otros, ‘río o valle ancho’- y sus 191
municipios están muy bien y heroicamente representados en el escudo oficial de la provincia con
sus dos mayores símbolos históricos: la ‘cruz
de la victoria’ en fondo azul (de esperanza, de gloria, de futuro) otorgada
por Alfonso VIII a don Tello Téllez de Meneses en nombre de todos los
palentinos que lucharon con él en la batalla de Las Navas de Tolosa (1212), y el castillo en fondo rojo (de lucha, de sangre, de persistencia) con
tres almenas, símbolo mayor de nuestro origen, grandeza y valentía intrínsecamente
castellanos. La provincia de Palencia y casi todos sus municipios, incluso
Prádanos de Ojeda, cuenta con un patrimonio histórico-artístico que hace
justicia a la importancia que tuvo en la Historia de España. La ciudad de
Palencia junto con todo su territorio (8.052km²), así como la mayoría de las
ciudades y pueblos de Castilla y León, se originó de asentamientos
celtíberos prerromanos. Los rastros más
evidentes de la romanización del territorio palentino está en una serie de
puentes y castros históricos diseminados por toda la provincia ej.: el puente
que da acceso a la isla del Sotillo, en la capital; fue restaurado y remodelado
diversas veces. En la Hispania visigoda, la diócesis de Palencia era sufragánea
del arzobispado de Toledo, y la ciudad fue sede de la corte de los reyes
visigodos. Desde el siglo IV hasta la invasión árabe, la diócesis de Palencia fue
la ‘más importante de España’ tras la
de Toledo = capital del reino y centro de mantenimiento de la religión
católica.
La prosperidad económica del siglo XVI con la conquista del Nuevo Mundo
convirtió a Palencia junto a Burgos, Valladolid, León y Salamanca, en el
corazón demográfico y financiero del imperio Español, ‘en donde nunca se ponía el sol’. Si bien esta frase nos tenga
costado ‘sangre, dolor y lágrimas’, además de mucho dinero y vidas humanas. Entretanto,
este esplendor duró poco tiempo, pues el siglo XVII fue una época de sucesivas crisis
económicas, incluso más tempranas y profundas que en la Europa occidental y
países del Mediterráneo. En su primera mitad aparecieron serios problemas
demográficos: cruentas epidemias y pestes (¡se repitían periódicamente!), muchas
veces coincidiendo con épocas de carestía y de hambre ej.: Sevilla perdió a causa de una peste 60.000
de sus habitantes (1647). La expulsión de los moriscos (1609) ya había afectado
terriblemente a varias regiones españolas ej.: Valencia y Aragón, pues supuso
la pérdida entre 3 y 5% de la población española. Las frecuentes guerras exteriores
y el aumento desmesurado del clero y Órdenes religiosas provocaron un grave
descenso en la tasa de natalidad. Estas crisis económicas golpearon con mucha
más fuerza a Castilla y León y, consecuentemente, a Palencia y sus merindades
extremamente dependientes de la agricultura familiar y de los rebaños de ovejas.
Así, a la decadencia de la agricultura, agravada por la expulsión morisca y
muerte de muchos labradores a causa de las repetidas epidemias, carestías y
hambres, se juntó la crisis de la ganadería
lanar (ovina), pues encontraba graves dificultades de exportación. En este
caos generalizado, la industria fue incapaz de competir con los productos
extranjeros, entrando el comercio también en colapso: la competencia francesa
en el Mediterráneo y la inglesa y holandesa en el Atlántico, agravaron una coyuntura
marcada por el creciente autoabastecimiento de las Indias occidentales y
agotamiento de las minas americanas. La crisis comercial contaminó la
circulación monetaria (envilecimiento y devaluación), empeorada por las políticas
incorrectas y desastrosas de los gobiernos de la época. En consecuencia, la
sociedad española de todas las clases estamentales vivió un proceso de
empobrecimiento, principalmente de su campesinado,
la mayor parte de la población activa. Y no sólo del campesinado, también de la
burguesía y clase media española. Para empeorar la situación, aumentó
numéricamente el grupo social improductivo con la nobleza y el clero en uno de
los extremos, y los marginados
(pícaros, mendigos y vagabundos), en el otro. En esa España al borde del
abismo, aún conseguía imperar una mentalidad social increíble: el desprecio al
trabajo por parte del hidalgo ocioso y del pícaro mendicante, convertidos en
arquetipos sociales de la España barroca.
En ese medio tiempo, causó
profunda aprensión en toda Castilla y León el esfuerzo militar ante las
continuas guerras europeas, principalmente en relación a la Guerra de los Treinta Años (1618/48). En
España quedó más conocida como Guerra de
los Ochenta Años, contra los rebeldes de las Provincias Unidas de los
Países Bajos (holandeses), y los sacrificios impuestos a Castilla por la Unión de Armas, proyecto político del
conde-duque de Olivares, valido del rey Felipe IV: ‘todos los reinos, estados y señoríos de la monarquía hispánica
contribuirían en hombres y en dinero a su defensa, en proporción a su población
y a su riqueza’. En este caso, Castilla contribuiría con 46.000 soldados, en cuanto Nápoles, Cataluña
y Portugal aportaban cada uno apenas 16.000 combatientes, además de contribuciones
menos expresivas de las otras regiones, totalizando un ejército de 140.000 alistados.
En realidad, como escribía Francisco Quevedo, la España propiamente dicha ‘se compone de tres coronas: de Castilla, Aragón
y Portugal’. Con el transcurso del siglo, la monarquía hispánica impuesta
por los Reyes Católicos y sucesores fue ‘agregando
diversos reinos, estados y señoríos’ en Europa y América hasta convertirse
en la monarquía más poderosa de su tiempo. Pero esos ‘reinos, estados y señoríos’ se integraban bajo la fórmula aeque principaliter = eran entidades
distintas, y conservaban sus propias leyes, fueros y privilegios. El rey católico no tenía los mismos poderes
en sus estados: en Castilla, por ejemplo,
gozaba de amplia libertad de acción debido a la debilidad de las cortes
castellanas tras la derrota en Villalar (1521), pero en los demás estados
(Aragón y Portugal) estaba considerablemente limitada por las leyes e
instituciones propias. Por este motivo, Castilla se vía obligada a suportar la
mayor carga de los gastos de la monarquía, aunque en compensación la inmensa
mayoría de los cargos eran ocupados por la nobleza castellana. John H. Elliott
comenta esta situación: ‘los castellanos,
al conquistar las Indias y reservarse los beneficios para sí mismos, aumentaron
su propia riqueza y poder en relación a los otros reinos y provincias de la
monarquía hispánica’. Formaban el núcleo central de la monarquía, lo que acabó
avivando la identidad distinta y el sentimiento de superioridad de Castilla,
sobre todo después que Felipe II fijó en Madrid la sede definitiva y permanente
de su corte.
En esta aula de Geografía e Historia de
España, hago cuestión de resaltar un asunto relevante: a principios del siglo
XVII, Castilla y León -de aquí salieron los hombres y los impuestos que Carlos
I y Felipe II necesitaron para construir su hegemonía política en Europa- ya no
eran los mismos del siglo anterior. En verdad, Castilla y León ‘estaban exhaustos, arruinados, agobiados
después de un siglo de guerras casi continuas. Su población había mermado en
proporción alarmante; su economía se venía abajo; las flotas de Indias que llevaban la plata a España llegaban
muchas veces tarde, cuando llegaban, y las remesas tampoco eran las de antes.
En comparación con Castilla y León, las coronas de Aragón y Portugal habían
conservado su autonomía interna, protegida por sus fueros y leyes, limitando el
poder del rey’, según nos cuenta Joseph Pérez (1931…), un historiador y
hispanista francés. A este respecto, Francisco Quevedo nos dejó estos versos de
fina ironía: ‘en Navarra y Aragón/ no hay
quien tribute un real. / Cataluña y Portugal / son de la misma opinión. / Sólo
Castilla y León/ y el noble pueblo andaluz/ llevan a cuestas la cruz’. La
situación económica de Castilla y León estaba tan confusa que los tercios españoles (unidad militar) en
lucha contra los holandeses se amotinaron en diversas ocasiones por no recibir
sus pagas. En realidad, el aforismo multa
regna, sed una lex (‘muchos reinos, pero apenas una ley’) exigía el
cumplimiento de las leyes de Castilla. El conde de Olivares aconsejaba a Felipe IV (1624):
‘trabaje y piense por reducir estos
reinos de que se compone España al estilo y leyes de Castilla, sin ninguna
diferencia, que si V.M. lo alcanza será el príncipe más poderoso del mundo’.
Y en determinada ocasión el Consejo de Castilla así se manifestara: ‘no es justo que todo el peso y carga caya
sobre un sujeto tan flaco y tan desuntanciado’, como Castilla y León. Y
esto era tan verdadero que no se entiende el comportamiento de los castellanos,
pues increíblemente ‘creían que
estaban más poblados y eran más ricos de lo que eran en realidad’, idea
compartillada también por el conde de Olivares, aunque según comentarios de John
H. Elliott, ‘si existía en España un
hombre preparado para luchar contra los enormes problemas del momento, ese era
el conde de Olivares’. Apenas castellanos y leoneses vivían en un mundo
irreal.
El proyecto Unión de Armas
buscaba aliviar la carga fiscal que recaía sobre Castilla y León, aunque en las
entrelíneas se buscaba sobre todo preparar el terreno para unir (¡?) todas las provincias a través de la cooperación militar.
El confesor del rey, fray Antonio de Sotomayor, calificó el proyecto del conde
de Olivares como ‘único medio para la
sustentación y restauración de la monarquía’. Pero la idea no cuajó entre
los estados no castellanos, conscientes de que deberían contribuir regularmente
con tropas y dinero. En la opinión de Joseph Pérez ya citado, el proyecto en cuestión ‘era demasiado fuerte para ser acepto sin resistencia por reinos y
señoríos que habían disfrutado desde siglo y medio de una autonomía casi total’.
Sin duda, el propósito de criar una nación unida y solidaria era extraordinario,
pero venía demasiado tarde, y resultaba difícil para las provincias no
castellanas participar de una política que estaba hundiendo económicamente a
Castilla y León y, principalmente, porque aquellas mismas provincias a quienes
se pedía socorro militar y financiero no habían tomado parte ni en los
provechos ni el prestigio que aquella política claudicante reportó a las gentes
de Castilla y León, si es que los hubo efectivamente, lo que con certeza nunca aconteció.
Los campesinos poco o nada lucraron con las políticas de los últimos gobiernos
monárquicos. Por eso, las reacciones surgieron de todas las partes. Hubo quien
dijese: ‘¿ese Olivares pretende que todas
las coronas y reinos de Aragón se conformen a la de Castilla, a pesar de los
fueros y privilegios de aquellos reinos?’. O como decía otro: ‘¿quiere que Castilla y Aragón sean una
misma corona, leyes y moneda?’. La declaración de guerra de Luis XIII de
Francia a Felipe IV llevó los combates a Cataluña: diversos conflictos
(auténticos o inventados) entre el ejército real (compuesto por mercenarios de
diversas ‘naciones’, incluso castellanos) y la población local, a propósito de
alojamiento y manutención de las tropas, irritó profundamente al conde de
Olivares ya harto de los catalanes en citar sus propias leyes: ‘si las constituciones embarazan, que lleve
el diablo las constituciones’. Peor que eso: hasta hoy los españoles están
hartos de los catalanes, pues Cataluña siempre fue una piedra en el zapato
castellano y español. En el día de Corpus Christi
(1640), rebeldes mezclados a segadores entraron en Barcelona dando inicio al Corpus de Sangre de triste memoria, pues
los insurrectos ‘se ensañaron contra los
funcionarios reales y los castellanos’. Poco después, se sublevaba el reino
de Portugal y la propia Andalucía. El rey Felipe IV (1643) autorizaba al conde
de Olivares a dejar el gobierno, después de constatar el fracaso de ‘una política audaz de integración hispánica
que acabó en un desastre casi total’. Algunos historiadores dicen que esa
política ‘estuvo a punto de hundir la
monarquía de Felipe IV’ (Joseph Pérez).
Así, después de tantas guerras externas
y conflictos internos, la sociedad española (mejor dicho, castellanoleonesa) del
siglo XVII quedó marcada por los valores aristocráticos y religiosos del siglo
anterior. Eran valores típicamente nobiliarios como ‘honor’, ‘dignidad’ etc,
reivindicados por todos los estamentos sociales, desde el rey hasta el último
lacayo. Los duelos, por ejemplo, llevaban a dirimir cuestiones pueriles
mediante la espada. El rechazo a los trabajos manuales considerados por la
sociedad como ‘viles’ marcó la sociedad de la época, porque según se decía
manchaban el ‘honor’ y la ‘dignidad’ de las personas. Esta mentalidad se
apoyaba en los privilegios de la nobleza y del clero. Los privilegios llegaban,
incluso hasta el cadalso: los nobles no podían ser ahorcados, no pagaban
impuestos, no podían ser encarcelados por deudas… La llamada burguesía española (empresarios y
mercaderes), con excepción de algunos hombres de negocios en Cádiz/Sevilla y
Barcelona, no poseían mentalidad empresarial para promover el desarrollo
económico de la nación. Los dueños del dinero en vez de hacer inversiones
productivas en una agricultura modernizada, en un comercio próspero y
permanente, en una artesanía de valor de escala internacional etc, apenas buscaban medios
de ennoblecerse, adquirir tierras o latifundios improductivos, y vivir a la
manera de los nobles - el trabajo para esa gente era ‘deshonroso’, propio de
villanos. Evidentemente, esta mentalidad era una triste señal del pesimismo, de la
decadencia y descalabro de un país a deriva… Contra esta situación, la cultura
española vivió contrastantemente un periodo de auge y brillo sin precedente: es
el siglo de oro de la literatura,
pintura y artes en general; es sobre todo el apogeo del arte barroco español.
Como se decía en las calles de Madrid, ‘la
pintura española del barroco es
uno de los momentos claves de la pintura mundial’ ej.: Murillo, Zurbarán, Velázquez, Alonso Cano, Ribera. En
las letras, brillaron figuras insuperables como Cervantes, Lope de Vega,
Calderón de la Barca, Fray Luis de León, santa Teresa de Ávila, san Juan de la
Cruz etc. Este texto resume perfectamente el siglo de oro español: ‘durante
los siglos XVI/XVII tuvo lugar un importante desarrollo del arte y la cultura
en España. Los reyes se convirtieron en mecenas (protectores) de arquitectos,
pintores y escultores. Surgen en este momento los más importantes literatos y
autores de obras de arte en todos los campos. Por todo ello se ha dado a esta
época el nombre de siglo de oro’.
El siglo XVIII en España fue marcado por cambios dinásticos y reformas
internas: el rey Felipe V (1700/46) era nieto de Luis XIV de Francia. Su
reinado fue uno de los más largos de la historia española, y se caracterizó por
el mantenimiento de la paz y la neutralidad frente a Francia e Inglaterra,
mientras ambas intentaban la alianza con España. El marqués de la Ensenada (de
este primer ministro ya hablamos en otro lugar) aprovechó la coyuntura para
reconstruir el país internamente. Sin duda, la llegada de los borbones propició
importantes cambios en la estructura administrativa: inspirados en el estado
absolutista francés se adoptaron diversas medidas centralizadoras para hacer de
España un estado más eficaz y dinámico. Prevaleció un nuevo modelo de
administración territorial: la división del país en provincias, sustitución de
los virreyes por gobernadores generales como gobernadores de las provincias. Se
mantuvieron las Audiencias Reales para las cuestiones judiciales y se creó la
figura de los intendentes
(funcionares encargados de las cuestiones económicas). En los ayuntamientos, se
mantuvieron los cargos de alcalde mayor, corregidor y síndicos personeros (elegidos por el pueblo). La
administración central consolidó la monarquía absoluta, aboliendo fueros e
instituciones propias de la corona de Aragón, aunque se mantuvieron los fueros
de Navarra y del País Vasco que apoyaron a Felipe V en la Guerra de Sucesión. Se suprimieron también los Consejos regionales,
excepto el de Castilla y León que se convirtió en el gran órgano asesor del
rey. La nueva dinastía borbónica intensificó la política regalista, buscando la
supremacía y el poder civil sobre la iglesia (control de la inquisición y
expulsión de los jesuitas). Hubo intentos de reformar la Hacienda, unificando y
racionalizando los impuestos a través del Catastro
de Ensenada (1749) en la corona de Castilla: fue un censo de todas las
propiedades del reino. También se unificó la moneda - el real.
La población española se incrementó a
lo largo del periodo: el descenso de la mortalidad infantil y una alta
natalidad explican esa tendencia. Pero la mayor parte de la población siguió
siendo rural: 80% de las personas vivían en el campo. Hubo una profunda reforma
en la agricultura basada en la abolición del régimen señorial, la supresión de
los mayorazgos y las polémicas
desamortizaciones de Mendizábal y Madoz. Estas medidas liberaron la
agricultura, lo que permitió que la tierra circulase libremente y se eliminasen
los frenos que impedían una agricultura capitalista dirigida y orientada al
mercado exportador. Infelizmente, la mayor parte de la tierra pasó a manos
privadas individuales. La propalada desamortización de los bienes y tierras
eclesiásticas (1835/36), junto con su nacionalización y posterior venta en pública
subasta al mejor postor fue un fracaso total, además de tremendamente injusta.
No pagó la deuda pública, no amplió la base social cuestionada por los
liberales o ‘progresistas’, y no crió una clase media agraria de campesinos
propietarios. Además, creó atritos desnecesarios con la iglesia católica
(entonces todopoderosa), y los bienes desamortizados fueron parar en las manos
de nobles y burgueses urbanos adinerados con carácter especulativo. Los
campesinos no pudieron pujar en las subastas y todos aquellos bienes (dígase de pasaje, de poco valor)
tanto los muebles como los inmuebles,
fueron destruidos o pararon en muchos basureros, o simplemente fueron quemados
por inservibles. La desigualdad social continuó alta en España porque muchos
campesinos pobres vieron como los nuevos propietarios burgueses subieron los
alquileres. Los resultados de la desamortización explican por qué la nobleza
apoyó al liberalismo irresponsable, y por qué los campesinos se tornaron
antiliberales (carlistas), al verse engañados y perjudicados por las supuestas
reformas. La iglesia quedó desmantelada económicamente de sus bienes; ante
tamaña injusticia, el estado se comprometió a subvencionar al clero con un salario
irrisorio y miserable. La otra
desamortización de Pascual Madoz afectó a las tierras de los municipios,
liquidando de vez con la propiedad amortizada de España. Rotundo fracaso: arruinó
a los ayuntamientos que mantenían la instrucción pública, no pagó la eterna
deuda del estado, y como era corriente en las actuaciones de los gobiernos
liberales acabó perjudicando a los vecinos más pobres porque se vieron privados
del aprovechamiento de las tierras comunales y de la iglesia, alquiladas a
precios irrisorios. Conclusión: debido al atraso técnico y al desigual reparto
de las propiedades de tierra, los graves problemas latifundiarios y la economía
española continuaron patinando a lo largo del siglo. Nuestro pueblo, así como
la provincia entera de Palencia, acompañó las vicisitudes y desmandes de una
época nada lisonjera para las familias palentinas.
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