Al estudiar la economía española
de los siglos XVIII/XIX, se constata algo muy intrigante: la revolución
industrial, iniciada en la Inglaterra (1750), en cuanto se extendía por varias
zonas de Europa, sólo afectó a España en puntos localizados: Cataluña y País
Vasco. Los factores fueron diversos y muy transcendentes: (1) escasez de carbón y materias primas; (2)
atraso tecnológico y dependencia del capital extranjero; (3) falta de
articulación de nuestro mercado interno, caracterizado esencialmente por las
dificultades de comunicación [el tendido ferroviario sería un factor clave
de modernización en datas posteriores] y (4)
el bajo poder adquisitivo de la población, principalmente del campesinado.
Además, las políticas nefastas llevadas a cabo por gobernantes sin
comprometimientos populares (el lema era: ‘todo
para el pueblo, pero sin el pueblo’), así como la pérdida del mercado
colonial español y, sobre todo, la terrible inestabilidad política y los inmensurables
destrozos agropecuarios de la Guerra de la Independencia contra el invasor
francés atrasaron el desarrollo económico del país. Las políticas comerciales
fueron esencialmente proteccionistas
a favor de la industria siderúrgica vasca, del sector textil catalán y de los
terratenientes castellanos, cultivadores de cereales a precios inciertos (trigo,
cebada, avena etc). La deuda pública continuó impagable y apenas se adoptaron
dos decisiones históricas que poco afectaron la vida de los más pobres: el Banco
de España (1856) y la peseta (1868), como nueva unidad del sistema monetario nacional.
Hubo mayor movilidad socioeconómica con una sociedad marcada por las clases
urbanas que supuestamente se apoyaban en el derecho
de la propiedad y en la igualdad ante
la ley (¡?). Se configuró, por tanto, una nueva sociedad española: (1) un
nuevo grupo dominante o alta burguesía
(empresarios textiles, financieros, industriales en general); (2) una oligarquía terrateniente propietaria de
grandes latifundios (por lo general improductivos), sobre todo en Andalucía;
(3) los altos cargos del estado y del
ejército; y (4) una pequeña y nueva clase media urbana (propietarios rurales
y urbanos, oficiales del ejército, funcionarios públicos, médicos etc). Con
todo, (5) la población campesina
continuó siendo la mayoría de la población española (60/70%) -España contaba en
esta época con 11,5 millones de habitantes (1807); llegó a 18,5 millones en 1900)-
por cierto bastante heterogénea (pequeños propietarios arrendatarios y
jornaleros sin tierra), junto a un pequeño grupo de obreros industriales -en torno de 150.000, la mitad catalanes
(1860). Las nuevas libertades provenientes de los movimientos comunistas/marxistas/anarquistas
(origen del PSOE actual) permitieron un importante impulso al movimiento obrero
español.
El siglo XVIII fue conocido en la historia
como el Siglo de las Luces porque los
llamados ‘hombres ilustrados’ ponían en la razón una confianza ilimitada, pues que
guiados por la inteligencia podrían alcanzar el conocimiento y dominar las
ciencias investigativas, base de la felicidad humana (¡?). Era de suma
importancia llevar la educación a las personas y progresar sin descanso en la
mejora de las condiciones de vida de todos los seres humanos. Por estas y otras
ideas dichas ‘iluministas’, el siglo XVIII pasó a ser una divisoria entre el Antiguo Régimen (siglos anteriores a la
Revolución Francesa, de estructuras económicas e sociales atrasadas, casi
medievales) y los nuevos cambios sociales, económicos y políticos (¡no mudaron
mucho en sus actuaciones desastrosas!). En realidad, estos cambios tendrán
lugar a finales del siglo XVIII y a lo largo del siglo XIX: en España coinciden
con la llegada de la dinastía borbónica (de origen francés) al morir Carlos II
sin descendencia. Así, los reyes borbones
implantaron en nuestro país el modelo de gobierno a la francesa, o sea, el
absolutismo monárquico que se materializó de manera especial en Carlos III el Político (1759-1788), como símbolo
del déspota ilustrado según el lema ya citado ‘todo para el pueblo, pero sin el pueblo’. Para decir la verdad, la
expresión despotismo esclarecido no
fue contemporánea a los acontecimientos, siendo forjada mucho más tarde por los
pesquisidores de la época. En principio, los déspotas esclarecidos defendían o
compartillaban la exaltación del Estado y de su monarca con algunas ideas de
reformas, progreso y filantropía. Es decir, había una ruptura parcial con las
tradiciones medievales, pero no todas las ideas iluministas fueron aceptas por la
multitud. El despotismo esclarecido se desarrolló más en el Este Europeo: Rusia, con Catalina II; Austria con José II; Prusia con Federico II), países de
economías atrasadas y esencialmente agrícolas, donde la burguesía era frágil y,
consecuentemente, detenía poco poder
político. Pero hubo otros países con idéntico destino: Portugal con José I; España con
Carlos III; los estados italianos con Leopoldo
de Habsburgo etc. A través de reformas jurídicas y administrativas,
económicas y educativas, donde el Estado substituyó a la iniciativa privada, el
despotismo esclarecido consiguió acelerar la modernización de algunas naciones
europeas. Para legitimar el poder monárquico se basaban en la teoría del
derecho divino de Thomas Hobbes, y también porque según afianzaban, ‘gobernaban por saber hacerlo mejor que
nadie’ (¡?). En algunos países, los ‘ilustrados’ fueron hostiles a la
religión; en otros ni tanto, como en España, no obstante la expulsión de los
jesuitas por ‘razones de Estado’ mal esclarecidas y peor hilvanadas.
El Antiguo Régimen, anterior a la Revolución Francesa (1789), fue un
sistema socioeconómico en que las personas estaban organizadas en ‘estamentos’
clasistas, y la economía era esencialmente rural y señorial. Esta estructura
social era fija, no se movía nunca (el señor era señor, y el villano era villano,
siempre). Las personas eran desiguales desde el nacimiento siendo el cambio
social impensable. La sociedad del Antiguo Régimen estaba dividida en 3 grandes
grupos:
(1) la nobleza
(5% de la población), por nacimiento o privilegio, controlaba enormes
propiedades de tierras y bienes sobre los cuales tenía derechos
jurisdiccionales, vivía de rentas e ingresos de sus tierras arrendadas y otros
tributos y tasas. La nobleza no pagaba impuestos y ocupaba la mayoría de los
cargos públicos mejor remunerados;
(2) el clero (2% de la población) controlaba 40% de las propiedades agropecuarias;
también no pagaba impuestos, y juntamente con la nobleza eran ‘privilegiados’ y
con derechos jurisdiccionales de mitra ej.: recibían el diezmo, anatas,
emolumentos etc;
(3) el llamado tercer estado estaba compuesto por
campesinos, burguesía, clases populares de pueblos y ciudades etc. Apenas
sobrevivían porque los impuestos y obligaciones debidos a las clases anteriores
y a la corona no les permitían mejorar su situación socioeconómica. En las
decisiones políticas no decidían nada ni ocupan cualquier cargo en la
Administración, aunque algunos burgueses vivían bien y se enriquecieron con el
comercio de corto y largo alcance.
La sociedad española del siglo XVIII dependía esencialmente de la agricultura y de
la ganadería, siendo Castilla y León y sus numerosas y pequeñas poblaciones los
mayores exponentes de la riqueza del país. Pero no había cambios significativos
ni evolución de ningún tipo; en Europa, sólo en el Reino Unido se produjo una
revolución agrícola con mejores técnicas y nuevas maneras de cultivo. Las
principales características de la agropecuaria en España, apuntadas por algunos
expertos, serían estas:
(1ª) la mayor parte de las propiedades
rurales estaban ‘amortizadas’ => no
se podían comprar ni vender. Se encontraban en poder de las llamadas manos muertas (el clero y la nobleza,
incluido el monarca). Las propiedades se mantenían siempre de la misma manera
en virtud del mayorazgo => el hijo mayor
heredaba todas las tierras y propiedades, en tanto que los ‘segundones’ (los demás hijos) se veían obligados a buscar
trabajo en el ejército, en los conventos (masculinos/femeninos) o cuando era
posible en la administración pública. Los grandes señoríos o cortijos (80% de
las tierras productivas) se encontraban en las manos del rey, de la iglesia y
de la nobleza: a esas tierras nadie tenía acceso, pues los que las trabajaba
simplemente estaban condenados a ser ‘criados’ eternamente;
(2ª) la gran parte de los campesinos
(por no decir su totalidad), cuando mucho
como se acostumbra decir, eran jornaleros
o arrendatarios. En Cataluña, las propiedades eran ‘medianas o pequeñas’: los
enfiteutas o arrendatarios tenían contratos fijos y de larga duración. En
Galicia, Asturias y Cantabria, existían los llamados foros => prestaciones señoriales a cambio del arrendamiento a
tres generaciones, aunque debido al tamaño de las parcelas (muy subdivididas)
sólo podían mantener a las familias que las trabajaban; y malamente. En
Castilla, Extremadura y Andalucía existían grandes latifundios en condiciones
muy duras para los campesinos que los cultivaban, además de sufrir con los
derechos de la Mesta (asociación de ganaderos de ovejas) que primaban antes los
monarcas y validos del rey sobre los agricultores de tierras. Los enormes y
numerosos rebaños ovinos a veces arrasaban los cultivos y nada acontecía, pues
los dueños de las ‘cañadas’ eran de ordinario señores feudales y amigos del
rey;
(3ª) los otros sectores de la economía
española se relacionaban y prácticamente dependían de la agricultura y
ganadería. De modo particular, los talleres artesanos (tanto en su creación
como en la producción) estaban controlados por los gremios laborales (más tarde sindicatos) > asociaciones
económicas de origen europeo que agrupaban a los artesanos de un mismo oficio,
estructurados en tres niveles (aprendices, oficiales y maestros). Prádanos de
Ojeda durante casi 170 años estuvo dependiente de los llamados ‘contratos de aprendizaje’,
un documento de naturaleza jurídica donde intervenían un maestro que se
comprometía a enseñar y jóvenes que
querían aprender un oficio. En los telares de nuestro pueblo, el gremio lanar
fue un mercado libre marcado por el precio y la calidad: el precio se fijaba
por el volumen de la producción y el número de telares y empleados (aprendices
a partir de los 14 años, oficiales y maestros); la calidad dependía de la
formación de la mano de obra, selección del material y de los auditores o veedores que velaban por la bondad del
producto. También se llevaba en cuenta la tecnología (procedimiento de
fabricación), la pericia del artesano y los costes de producción.
Los talleres artesanales, así como su
creación y producción, estaban controlados por los gremios laborales -> asociaciones de cada especialidad artesanal
ej.: en Prádanos de Ojeda, la especialidad era dupla: lanas y pieles de oveja.
Los telares de lana no podían crecer ni ofrecer demasiados productos porque no
había compradores fijos debido a la falta de excedentes (materia prima y dinero
sobrante), derivados de la agricultura y la ganadería. En realidad, se trataba
de un sistema proteccionista de producción ya que el comercio era esencialmente
local o comarcal, además de poco desarrollado y con dificultades de transportes.
Es difícil explicar por qué la producción de tejidos y paños burdos en Prádanos
de Ojeda consiguió vencer todas estas dificultades y ultrapasó los límites
regionales. A pesar de exportar lana castellana para Flandes/Holanda, el
comercio exterior de Castilla y León estaba monopolizado por empresas
extranjeras ej.: tejidos y paños finos, ya que la falta de excedentes no
permitía ‘vender’ ni comprar. Era una economía agraria casi de autoconsumo en
lo que se refiere a la vestimenta, pues los gremios tenían como objetivo
conseguir un equilibrio entre la demanda de productos y el número de telares
(talleres) activos, garantizando el trabajo a sus asociados y familiares de
ellos dependientes, así como su bienestar económico y los sistemas de
aprendizaje. Los oficiales constituían una categoría no muy bien definida en la
que se debía madurar en la profesión y adquirir mayor perfección en el oficio.
Ya la maestría posibilitaba la abertura de talleres propios, contratar obras y
establecer normas de comercialización. Curiosamente, los gremios españoles
‘mantenían’ la vida espiritual de sus asociados con culto al santo patrón
gremial (en Herrera y pueblos adyacentes, san Juan Bautista) y, como
consecuencia, realizaban fundaciones de caridad (cuidaban de huérfanos y viudas
mediante dotes y ayudas económicas). Prádanos de Ojeda llegó a tener un hospital, proyecto del gremio lanero.
Atendían también a las exequias de los muertos y sufragios por la eterna
salvación de sus almas. Un cura del pueblo hacía de guía espiritual para todos
los miembros del gremio. Por lo general, los gremios laborales regulaban todos
los aspectos, materiales y espirituales, de la vida de los artesanos, y se inspiraban en principios de mutualidad y
religiosos, gestionando las prácticas de beneficencia como hospitales, asilos,
orfanatos etc.
Pero es necesario recordar que los
talleres artesanales agrupados en gremios sufrieron duras críticas porque
dificultaban la introducción de innovaciones tecnológicas que aumentaban la
productividad. Al contrario, mantenían el monopolio del sector y sus
privilegios. Jovellanos fue un ‘implacable detractor’ de los gremios
castellanos debido a su anquilosamiento con una producción escasa, cara y de
mala calidad. Se criticaba la falta de agilidad y movilidad de las
corporaciones extremamente fosilizadas. Los gremios estaban ajenos a los nuevos
conceptos triunfantes de la moda y eran obstáculos para la libertad de
fabricación. Entre tanto, los gremios tenían también sus defensores como Francisco
Romá y Rosell y Antonio Capmany. Estos dos catalanes reconocían que los gremios
eran poco competitivos, pero esas corporaciones habían sabido prevenir la
decadencia de las artes y del futuro social de los artesanos. Sin embargo, las
fábricas mecanizadas apuntaban hacia la proletarización y desintegración de las
corporaciones gremiales. En Barcelona-Mataró (1807) ya funcionaba a todo vapor una
fábrica con 18 máquinas inglesas movidas por fuerza hidráulica. Enrique Giménez
comenta esta situación: ‘el caso catalán
era una excepción en una realidad manufacturera dominada por un mercado
raquítico, con un escaso nivel de consumo. Por falta de alicientes, seguía
atraída por la tierra, y por lo general carecía de innovaciones tecnológicas’.
Además, el reducido comercio interior estaba totalmente desarticulado debido a
la escasa capacidad de compra del campesinado, con limitadas rentas después de
pagar a los señores, a la corona y a la iglesia. El propio campesino producía
parte de su propia vestimenta y la mayoría de los utensilios de trabajo o del
hogar. Y lo poco que no era de elaboración propia, lo compraba a los artesanos
locales. En la España del siglo XVIII, según comentarios de algunos visitantes
extranjeros, ‘no se ve otro comercio que
el de los vinos y los aceites, cargados en odres sobre mulas o jumentos, que
pasan de una provincia a otra. El de los granos [cereales] se vale igualmente de la ayuda exclusiva de
las bestias de carga […]. Y sobre todo el de las lanas que, desde las majadas y
lavaderos esparcidos por las dos Castillas, toman la ruta de Bilbao, Santander
y demás puertos de la costa septentrional’… El ‘mercado nacional’ sufría
infelizmente de dos males terribles: las aduanas entre los antiguos reinos que
seguían prácticamente inalteradas al estar en manos de la nobleza, y la tasa
del grano que impedía el libre tráfico de cereales, un de los motivos del motín
de Esquilache. El abate Miguel Antonio de Gándara (escritor y economista
santanderino) decía: ‘la
libertad
es el alma del comercio; es el crecimiento de todas las prosperidades del
Estado; es el rocío que riega los campos; es el sol benéfico que fertiliza las
monarquías. El comercio es el riego universal de todo’.
Retomando el tema del absolutismo francés, después de una pequeña
digresión a cerca de los estamentos clasistas y gremios laborales tan
importantes en España (Castilla y León), podemos referirnos ‘al triunfo de la España vertical borbónica e
ilustrada sobre la España horizontal austriaca y federal, como agregado
territorial con un nexo común a partir de una supuesta identidad española
plural y extensiva. Ya la España
vertical borbónica, al contrario, estaba
centralizada y articulada en torno de un eje central que ha sido siempre
Castilla y León, vertebrada desde una espina dorsal, con el concepto de una
identidad española homogeneizada e intensiva’, según nos lo dice Ricardo
García Cárcel (1948…), ensayista e catedrático de Historia Moderna de la
Universidad Autónoma de Barcelona. La Nueva
Planta borbónica > abolición, por vía militar, de las instituciones y
leyes propias de la corona de Aragón, produjo dos consecuencias
importantísimas:
(1ª) se estableció el absolutismo
monárquico a la moda francesa y se instauró una administración militarizada, de
inspiración castellanofrancesa, para controlar los ‘reinos, estados y señoríos’
que habían sido ‘rebeldes’ en la entronización de la nueva dinastía. En opinión
de Joaquín Albareda Salvadó, este hecho determinó ‘la conclusión política de la decadencia española’, pues se proclamó
un estado absolutista, centralista y uniformista, inspirado en el modelo de
Luis XIV, y en la imposición de las leyes vigentes en Castilla y León a todo el
país; y
(2ª) también decisiva fue la
aceleración del proceso de castellanización de los españoles al declarar el
castellano como la única lengua oficial. Miguel Antonio de Gándara resumía esta
cuestión en breves palabras (1759): ‘a la
unidad de un rey son consiguientemente necesarias otras seis unidades: una
moneda, una ley, una medida, una lengua y una religión’. Este tipo de
monarquía absoluta ya la había escrito José de Campillo, ministro de Felipe V:
‘no es menester en una monarquía que
todos discurran ni tengan grandes talentos. Basta que sepa trabajar el mayor
número, siendo pocos los que deben mandar, los que necesitan de luces muy
superiores. La muchedumbre no ha de necesitar más que fuerzas corporales y
docilidad para dejarse gobernar’. En España, entre tanto, había
limitaciones al poder del rey absoluto: a mediados del siglo XVIII, había en
España unos 30.000 señoríos que abarcaban más de la mitad de la población
campesina y limitaban los poderes del rey frente al poder inmediato del señorío.
Floridablanca reclamaba: ‘no es mi ánima
que a los señores de vasallos se les perjudique ni quebranten sus privilegios,
pero debe encargarse mucho a los tribunales y fiscales para que enajenen todas
sus jurisdicciones conforme a las leyes de la corona’.
Los consejeros franceses consideraban
la monarquía austríaca obsoleta e ineficaz, exactamente porque las decisiones
de Estado tardaban en tomarse y limitaban la autoridad absoluta del rey, sobre
todo porque los varios consejos especializados en asuntos diferentes eran
controlados por la nobleza (los Grandes
de España). De ahí la necesidad de acabar complemente con el sistema de
consejos; sólo el Consejo de Castilla y León, órgano supremo de asesoría,
mantuvo sus extensas atribuciones gubernativas y judiciales, pues las secretarías de Estado y del despacho
(Gracia y Justicia, Hacienda, Guerra, Marina e Indias) despachaban por separado
con el monarca, y por cima una misma persona acumulaba varias secretarías. Sólo
con Floridablanca en tiempos de Carlos III (1787) se constituyó la Junta Suprema del Estado, suprimida 5
años después por Carlos IV. Se creó la figura de los intendentes en cada una de las provincias del reino en detrimento
de los corregidores, alcaldes mayores y regidores de los ayuntamientos,
limitándose la actividad de las autoridades locales a la gestión del patrimonio
municipal ej.: se regularon los servicios públicos esenciales, como los
relacionados con el abastecimiento alimentario. Se suprimieron asimismo los ‘puertos secos’ > aduanas entre las
coronas de Castilla y Aragón para que el comercio circulase entre todas las
provincias, ‘libre y sin impedimento
alguno’. Sin embargo, cuando Floridablanca intentó aplicar el sistema de ‘única contribución’ nadie le obedeció.
Sólo el marqués de la Ensenada consiguió aumentar los arrendamientos de
impuestos a cargo de los intendentes. Y esto sólo fue posible porque las crisis
de subsistencias y las hambrunas retrocedieron un poco, aunque la mortalidad
infantil afectaba a 25% de los nacidos en el primer año de vida. No da para
creerlo, pero la esperanza de vida de los españoles en la época pasó de 25 para
27 años. Hubo cuatro crisis demográficas a cortos intervalos: en 1706/10, en
plena Guerra de Sucesión Española, coincidieron los efectos de la guerra, de la
epidemia y del hambre; en 1762/65, en el reinado de Carlos III, hambrunas
violentas afectaron al interior de la España (Castilla. Extremadura y
Andalucía); en 1780/83, las ‘fiebres tercianas’ (viruela y paludismo) afectaron
a más de 1 millón de personas con 100.000 muertes; en 1798/99, una epidemia de
‘tercianas y fiebres pútridas’ afecto a las dos Castillas, Aragón y Cataluña. A
pesar de todo, la población de España, a lo largo del siglo XVIII, pasó de 8
millones de habitantes (1700) a 11,5 millones (1797), según el censo de Godoy.
Este aumento demográfico se debió principalmente a una leve caída de la
mortalidad a causa de los progresos de la medicina y de la higiene, aunque fueron
muy limitados.
En todo este tiempo, la agricultura
continuó siendo la principal actividad
económica de una población rural, toda ella integrada por labradores y otros
cultivadores de la tierra que totalizaba cerca del 80/90% de la masa activa
trabajadora. En el siglo XVIII, la agricultura experimentó un cierto
crecimiento, gracias ‘a la extensión de
la superficie cultivada, la mejora en los cultivos, la aclimatación de otros
nuevos [maíz y patata por ejemplo] que
pasaron a integrar la dieta diaria allí donde se dan, la importación de grano,
la mejora de las comunicaciones y la construcción y perfeccionamiento de silos
donde poder almacenar el cereal en previsión de malas cosechas’, según nos opina
Rosa Capel Martínez. Ciertamente, los atrasos del sector agrario fueron
denunciados por muchos ilustrados, pero todos ellos no se atrevieron a poner en
práctica las medidas necesarias. Gaspar M. Jovellanos (1744-1811), escritor,
jurista y político ilustrado, decía: ‘¿qué
nación hay que no tenga mucho que mejorar en los instrumentos [agrícolas], mucho que adelantar en los métodos, mucho
que corregir en las labores y operaciones rústicas de su cultivo? En una
palabra: ¿qué nación hay que en la primera de las artes no sea las más atrasada
de todas? En verdad, España sufría de un ‘bloqueo agrario’: (1) las tierras
cultivadas estaban vinculadas por los mayorazgos de la nobleza o amortizados
por las ‘manos muertas’ de la iglesia y ayuntamientos; y las tierras ‘libres’
tenían un precio muy alto; (2) las rentas provenientes del sector agrario no
revertían para el campo; servían apenas para sufragar los enormes gastos de la
nobleza y del clero. Estos dos estamentos privilegiados detentaban la propiedad
de cerca de 60% de las tierras a través de los diezmos (iglesia) o derechos
jurisdiccionales (nobleza); (3) los excedentes agrarios en manos de los
labradores eran tan escasos que mal daban para el sustento. Sólo los
arrendamientos a largo plazo incentivaban a los labradores, pero la renta que
se debía pagar al propietario impedía cualquier mejora en los cultivos. La
ganadería en general y la trashumancia de ovejas en particular comenzaron a deteriorase
en 1770, debido a diversos factores económicos (precio de los pastos y de la
lana, además de los salarios); hubo un recorte de la Mesta en beneficio de los
agricultores cuando se permitió la roturación de pastos, dehesas y cañadas.
En esta vista de pájaro sobre la sociedad
y mentalidad españolas en tiempos de la llamada Restauración borbónica percibimos una sociedad dual en la cual conviven dos mundos muy diferenciados y
que persisten hasta los días actuales (con pocas alteraciones relevantes): (1)
un inmenso interior agrario con
formas de vida y subsistencia bastante atrasadas en relación a los países más
desarrollados; y (2) algunas zonas
industrializadas donde abría paso una sociedad moderna y bastante progresista.
Si bien que estas zonas siempre fueron periféricas, con excepción de Madrid, la
capital. Entre ambas sociedades existía una relación de convivencia muy frágil,
casi inexistente. Tratábase de una sociedad pobre con bajísimas rentas que
impedían el consumo y el ahorro, dificultando el desarrollo industrial y la
modernización de la sociedad española como un todo. Prueba de esta realidad es
el desempleo sistémico del país. Como leí en un libro de economía, ‘el bloque de poder’ sistemáticamente estuvo
formado por el triángulo dominante bastante alienado a lo que sucedía en el
resto del país: ‘los siderúrgicos vascos,
los empresarios textiles catalanes y los grandes cerealistas castellanos’.
Por fuera, como se dice en el Brasil, corría la oligarquía agraria, predominante en las dos Castillas y regiones
menos expresivas. En el medio agrario
prevalecieron las clases medias bajas (pequeños propietarios, arrendatarios,
aparceros, campesinos sin tierra, jornaleros o braceros que sufrían una
situación de paro intermitente y bajos salarios) > una amplia masa de
población caracterizada por una alimentación deficiente, carencias sanitarias e
higiénicas y falta de cultura elementar (analfabetismo casi total). Nuestro
pueblo y la mayor parte de los municipios palentinos están perfectamente
retratados en este perfil socioeconómico. Ya en el medio urbano prevaleció una sociedad más modernizada, pero sólo en
determinadas zonas del país (industria siderúrgica vasca e industria textil
catalana con relativo empuje y dinamismo empresarial). La burguesía catalana se
orgulla de su progreso (y con justa razón, dígase de pasaje), pero es necesario
entender que su éxito económico se debe principalmente al proteccionismo del gobierno monárquico (esencialmente
castellanoleonés) que le permitió prosperar sin tener que hacer frente a la
competencia extranjera, además de ser un foco de inestabilidad económica y
financiera para todo el país como ocurrió en la crisis de 1866. Las
consecuencias de todos esos descalabros se extendían por todas las regiones
peninsulares: los catalanes (aunque no lo aceptan fácilmente), en la historia
de España y en los ‘filmes de nuestra economía’ aparecen más como villanos que como
héroes… Y peor: este perfil continúa hasta los días actuales…
De otro lado, la llamada Restauración
borbónica, o simplemente Restauración, corresponde a un momento político
muy confuso de nuestra historia: se extendió desde el pronunciamiento del
general Arsenio Martínez Campos (1874) que dio fin a la 1ª República hasta la
proclamación de la 2ª República (1931). El propio nombre hace alusión a la
recuperación del trono por parte de Alfonso XII (1875/85), hijo de Isabel II (Casa
de Borbón), después del llamado Sexenio
Democrático, esto es, un corto
periodo de nuestra historia transcurrido entre el triunfo revolucionario (1868)
y la etapa conocida como Restauración
borbónica (1874). En este sexenio, cuatro bloques políticos luchaban, o
mejor se enroscaban como podían en busca del poder por el poder exactamente
como en nuestros días (unionistas, progresistas, demócratas monárquicos y
republicanos federales/alfonsinos, además de los carlistas y grupos
independentistas americanos). Esto sí fue un verdadero saco de gatos, cosa muy frecuente en la historia negra de España. La
crisis financiera de 1866 en el reinado de Isabel II (precedida por la crisis
de la industria textil catalana, debido a la escasez del algodón norteamericano
y provocada por la Guerra de Secesión) tuvo como detonante principal el
descalabro de las compañías ferroviarias que arrastraron con ellas a bancos y
sociedades de crédito catalanas. La crisis de Cataluña desató una oleada de
pánico por todo el país. En consecuencia, sobrevino otra crisis mucho peor, la crisis de subsistencias motivada por
malas cosechas en Castilla y León, principales exportadores de cereales.
Infelizmente, estas crisis no afectaban a los políticos y hombres de negocios,
sino a las clases populares a causa de la escasez y carestía de productos
básicos como el pan de cada día. Hubo motines populares en muchas ciudades y
pueblos donde el trigo llegó a costar seis veces más. Hubo paro desencadenado
por la crisis financiera afectando a los dos sectores que más trabajo
proporcionaban: las obras públicas (incluso, ferrocarriles) y la construcción
civil. Las crisis financiera y de subsistencias crearon condiciones sociales
explosivas en los sectores populares en la lucha contra el régimen isabelino.
Francisco Fuentes interpreta así este momento: ‘existe una relación causa-efecto entre la crisis económica y la revolución
de 1868’. Y no se puede ignorar el hecho concreto de que el gobierno
isabelino se quedara reducido a una camarilla político-clerical totalmente
aislada de la realidad del país. La grave crisis de subsistencias (1867/68)
generalizó la sensación de catástrofe nacional que se apoderó de España.
Delante de tal situación, Isabel II tuvo que enfrentar varios grupos hostiles:
los inversores que querían salvar su patrimonio; los industriales que precisaban
de mayor proteccionismo; los campesinos y obreros que no aceptaban pasar
hambre…
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