No podríamos dejar de dar un
vistazo sobre las gentes y los campos de Castilla y León, dos sustratos inconfundibles
en el devenir de la España histórica de nuestros antepasados. Sí, porque hoy en
día las cosas han cambiado mucho en relación a la ‘unidad nacional’, tan deseada,
procurada y, finalmente, conquistada por los Reyes Católicos tras las
capitulaciones del rey Boabdil, en la toma de Granada (1492). Los
castellanoleoneses estaban allí, en la primera línea de combate, como
auténticos representantes de la corona de Castilla y el único reino con
frontera frente a los musulmanes. La llamada Guerra de Granada (1482/92) fue un conflicto sujeto a numerosas
vicisitudes bélicas y civiles, a comenzar por la decisiva capacidad de
integración de la corona de Castilla, apoyada por la nobleza castellanoleonesa,
el imprescindible impulso del clero (incluso, de las Órdenes militares) y la
autoridad de la emergente monarquía católica. La participación de la corona de
Aragón fue insignificante: aparte la
presencia física de Fernando II, colaboró apenas con un empréstito financiero, una
ayuda naval sin mayores recursos (ni siquiera fue utilizada) y un número
reducido de expertos arqueros ingleses. En la toma de Granada, la verdadera y
auténtica España representada por Castilla y León entró en trance de configurar
no sólo la unidad territorial como la tan buscada y añorada unidad de mentes y
corazones, tras la reconquista del último bastión de Hispania = la tierra patria
defendida por Césaro, Viriato, Táutalo, Ambón, Litenno, Caro de Segeda, Retógenes,
Sertorio y muchos otros, todos ellos defensores
de la ciudad-símbolo Numancia (a 7km
de Soria), como si se tratase de un único
hogar [ibérico] para todos sus moradores. En realidad, Numancia es el eterno
monumento a la unidad hispánica, a la libertad e independencia de sus hijos.
Hace exactos 2.167 años atrás, los primeros ‘españoles’ de Iberia (o como
prefieren otros, Hispania) murieron en defensa de una patria común con el mismo
ímpetu y coraje que mueve mentes y corazones en los días de hoy. Los
castellanoleoneses del momento histórico granadino lucharon por siglos y aún lo
hacen
hasta hoy
por una España unida y próspera, sin egoísmos y rivalidades o regionalismos
bobos que no corresponden a los hechos de nuestra historia. El poeta Ignacio Lópes
de Ayala (1792) reproduce muy bien estos sentimientos patrióticos:
‘¡Oh afortunados
Españoles, si
nadie os conociera!
A Numancia
imitad: catorce años,
Por vivir
libre de los hados triunfa.
La espada elige, y huye a la
cadena.
Tal fue la ‘voz
de Dios’: su ardiente anhelo
Es que España reunida a los tiranos
Invasores resista: será libre
Si en sí sola
confía: a sus soldados
Los pone por
ejemplo, porque España
Rompiendo sus
cadenas, del letargo
En que yace, despierta, muestra a Roma
Cuánto podrán unidos sus conatos,
Pues que Numancia sola triunfa’.
Aprovechando la oportunidad de poder
discurrir sobre nuestros orígenes en tierras de Castilla, sabemos por la
historia de Numancia algunos datos interesantes de las primeras gentes y sus
costumbres. Las ciudades prerromanas, principalmente de los vacceos y arévacos
(posiblemente, nuestros ancestrales más remotos en Castilla y León, de origen
celta), presentan ‘una ordenación en retícula
irregular, sin dejar espacios libres o plazas’, según comentario de Alfredo
Jimeno, profesor de la Universidad Complutense de Madrid. Las primeras ciudades
o pueblos de Castilla eran empedrados con cantos rodados: las calles se
orientaban en dirección este-oeste, excepto las dos calles principales en dirección
norte/sur, para poder cortar el viento norte, muy frío en el invierno. Por lo
demás, poseían una estructura
entrecortada = en cada cruce las calles continuaban en el mismo sentido,
pero un poco más a izquierda o derecha para cortar el viento. Cuando llovía,
los desagües de las casas vertían el agua y el lodo a la misma calle, pues la
presencia del río Duero implicaba zonas encharcadas o pantanosas. Las casas (con
unos 50m²) se agrupaban en manzanas y se alineaban cercanas a las murallas; los
primeros hogares ‘célticos-vacceos’ eran de dos estancias y tres habitaciones.
Con el tiempo se acrecentó una tercera, frente a la casa y con la puerta
cerrada. En la habitación principal sus moradores comían, dormían y amaban. El
segundo cuarto servía de despensa y el tercero como vestíbulo y entrada. Otro
elemento importante era la presencia de un
corral rectangular, anejo a las casas. Los hogares eran de piedra
(también de madera, adobe, barro y paja), con la techumbre constituida por
trenzados de centeno, y el suelo estaba recubierto por tierra apisonada a fin
de caldear el ambiente. Las casas de estas primeras gentes eran cálidas y
acogedoras. Los alimentos más frecuentes y comunes eran: carne que alternaban
con cereales, frutos secos y legumbres. Utilizaban también el vino con miel y
la famosa caelia (cerveza hecha de
trigo fermentado). Entre las costumbres inusitadas de los primeros habitantes de
Hispania estaba el baño de orina, ‘pese a ser cuidadosos y limpios en su manera
de vivir’, nos dice Estrabón. La muralla o murallas estaban reforzadas por
varios torreones con 4 puertas de entrada y otras tantas de salida como defensa
peculiar de los vacceos y arévacos. Podían supervivir de modo permanente unas
2/3.000 personas. Numancia por ejemplo tendría en su periodo álgido unos 3.150
moradores. Todos los asentamientos de nuestros primeros ‘colonizadores’ se
establecieron en Castilla en torno del III milenio aC, cuando la actual
Castilla y sus provincias eran zonas densamente boscosas y contaban con una
rica y diversificada fauna de ciervos, jabalíes, lobos, osos, liebres, conejos
etc. Los pastos eran también ricos y en ellos se criaban caballos, ovejas,
cabras y otros animales domésticos, su principal fuente de riqueza, además del
sector agrícola de cereales y legumbres. Los primeros asentamientos fueron
‘cabañas’ construidas con materiales perecederos y en ellas moraban los pastores
trashumantes. La región era dominada por un clima rígido, con fuertes heladas y
nevadas abundantes donde soplaba el famoso cierzo
(un viento frío del norte) que hasta hoy es temido por nuestros parientes.
Con el tiempo, los asentamientos
utilizaron cerámicas hechas a mano, de formas lisas sin decoración, y los
asentamientos de la época (siglo VII aC) pasaron a ser castros tipo celta = un asentamiento fuertemente fortificado,
cuya base mayoritariamente era ganadera; hasta hoy prevalece en la cultura
castreña de Soria. Sólo en el siglo IV aC aparecen las primeras decoraciones
realizadas a peine o con incrustaciones metálicas ya en la época celtíbera
cuando comienzan a surgir las cerámicas a torno y decoraciones concéntricas y
estampadas. En 350 aC, la ciudad arévaca de Numancia considerada un modelo de
población entre los estudiosos tendría un número importante de habitantes,
fuertemente resistentes a las investidas de los enemigos internos y externos a
semejanza de sus vecinos del este, los celtíberos, asentados en el valle del
Ebro. Se cree, por estudios arqueológicos in
loco, que en los primeros asentamientos prerromanos la principal fuente de
su economía fue el sector ganadero, sobre todo de ovejas y cabras. La carne y
la leche tendrían sido los alimentos básicos de sus dietas, como lo demuestran
las cerámicas donde aparecen representados conejos, cabras, ovejas y bueyes. Al
principio, la agricultura no fue una actividad importante ya que su estilo de
vida era nómada. Para suplir estas deficiencias mantenían un comercio bastante
activo con los pueblos cercanos: los vacceos
de la cuenca del Duero eran más dedicados al cultivo de trigo y otros cereales.
Numancia, por ejemplo, fue aislada del vecindario cuando los romanos
quemaron los campos de cereales
‘castellanos’. En realidad, no todos los pueblos de la antigua Hispania resistieron al imperio
Romano, pero vacceos, arévacos, cántabros, tittos, lusitanos y bellos opusieron
una heroica y feroz resistencia, aunque hubo ciudades (Numancia, Termancia y
Segeda) llegaron a mandar embajadas a Roma para negociar con el senado romano. Segeda
(actual Belmonte de Gracián/Zaragoza, capital del pueblo bello), se negó a
servir al ejército romano, y no pretendía pagar impuestos, además de fortificar
sus castros, cosa que disgustó terriblemente a Roma. Fulvio Nobilior (153 aC) procuró
castigar a los habitantes de Segeda: en consecuencia la destruyó por completo.
Quinto Pompeyo (141 aC) quiso poner fin a la rebelión de Viriato, pero fracasó.
Quinto Metelo (79 aC) sometió gran parte de la península Ibérica y ocupó parte
de las ciudades vacceas, arévacas y pelendonas. Durante casi 20 años de luchas,
entre concesiones y dilaciones, Numancia y algunas otras ciudades hispánicas de
la actual Castilla (entre ellas Pallantia y sus aldeas) se tornaron baluartes
hostiles al dominio de Roma. Sólo después de tantos años, Escipión Emiliano
(134 aC) se plantó ante Numancia con una
idea fija y 60.000 legionarios: tomaría a la ciudad no por asalto y sí a través
de un bloqueo total, con 7 campamentos y 9km de murallas y fosos; algunos
cuarteles podían abrigar hasta 5 mil soldados. Cada soldado ‘sólo podía llevar un asador, una marmita de
bronce y una única taza’. Por fin, tras 15 meses de asedio, la ciudad cayó
vencida por el hambre, la peste y el suicidio de parte de sus habitantes. Los
pocos supervivientes incendiaron la ciudad antes de someterse al invasor. La
actitud de los numantinos impresionó tanto a los escritores romanos que casi
todos ellos ensalzan su resistencia y coraje. Fue un mito que unió a pueblos y
ciudades de la antigua Hispania contra el imperio extranjero. En el diccionario
español, el término ‘numantino’ significa ‘aquel
que resiste con tenacidad hasta el límite, a menudo en condiciones precarias’.
Entre tantas ciudades que también resistieron
con tenacidad y coraje al invasor romano está Pallantia, la actual Palencia histórica
de nuestros antepasados y toda su región limítrofe, hasta las primeras
estribaciones cantábricas (foto). Según nos cuenta Apiano, un historiador
romano del siglo II dC, el cónsul Emilio
Lépido acusó falsamente a los vacceos de haber suministrado víveres a los
numantinos en el transcurso de la guerra y, por eso, cercó a una de sus
principales ciudades, Pallantia (‘era la
más importante del pueblo vacceo y en nada había faltado al tratado’).
Embajadores de Roma llegaron a Iberia con un decreto prohibiéndole que atacase
a los vacceos. Sin embargo, este cónsul romano menospreció el tal decreto y, al
contrario, llamó a su cuñado Bruto para continuar la guerra ya que supuestamente
los vacceos habrían proporcionado trigo, dinero y tropas a los numantinos,
además de sospechar que con la retirada de sus soldados sería posible la
pérdida definitiva de Iberia para los indígenas, y entonces él y sus soldados
serían llamados de cobardes, además de sufrir otras consecuencias más graves.
En realidad, todos o casi todos los cónsules destacados para dominar la
península Ibérica buscaban tan sólo gloria y botín, o el honor del triunfo más
bien que el provecho de Roma. En este medio tiempo corrió entre los ejércitos
romanos que Emilio Lépido se había apoderado de Pallantia, y todos entonces
prorrumpieron en alaridos festejando la victoria sobre ‘el bastión invencible de los vacceos’ y así se retiraron creyendo que fuese verdad. Pero
el asedio a Pallantia se prolongó y, por este motivo, comenzaron a faltar
alimentos y víveres a los romanos, y el hambre hizo presa en ellos; todos sus
animales de carga perecieron y muchos hombres también. Los generales romanos
resistieron en cuanto les fue posible, pero vencidos por la mala situación en
que se encontraban decidieron emprender la fuga al amanecer. Como la retirada
se hizo de manera confusa y desordenada, los habitantes de Pallantia aprovecharon
el momento para atacar por todos los lados al invasor extranjero. En medio al tumulto,
heridos y enfermos romanos se abrazaban a sus compañeros y les suplicaban que
no les abandonasen en aquella situación tan precaria. Cuando llegó la noche,
los romanos hambrientos y exhaustos se dejaron caer al suelo agrupados. Los palantinos tuvieron pena de aquellos
hombres estropeados y se retiraron ‘gracias
a una intervención de la divinidad’ (¡?). Apiano menciona nuevamente a
Pallantia en tiempos de Escipión (134/133 aC), cuando se preparaba para asediar
a Numancia: en una cierta llanura de Pallantia llamado Coplanio (actual Tierra de Campos), los palantinos ocultaron el grueso de sus tropas en las
estribaciones boscosas de las montañas y, con otros grupos indígenas, atacaron
abiertamente a los romanos mientras recogían el trigo. Por poco, Escipión
Emiliano no pierde parte de sus mejores soldados en virtud de una emboscada
preparada por los habitantes vacceos. Retornó de noche a causa del calor y la
sed, porque aunque cavaron varios pozos la mayoría resultó ser de agua amarga o
salobre. Logró salvar a sus hombres con extrema dificultad, pero algunos de los
caballos y bestias de carga murieron de sed. La llanura sería la actual Palenzuela
(a 32km de Palencia), en la Tierra de Campos.
Hablar de Castilla y de sus habitantes
no resulta nada fácil por tratarse de una región histórica de límites difusos:
la Castilla oficial resultó de la evolución del primitivo y reducido condado de Castilla (siglos IX/XI),
después reino de Castilla (siglos XI/XIV),
más tarde corona de Castilla
(siglos XIV/XIX), seguida por la división en regiones
y provincias (siglos XIX/XX) y, finalmente, por la creación de las comunidades autónomas en 1983, como
vimos encima. Entretanto, siendo Castilla geográfica, cultural y políticamente sometida
a diversas interpretaciones sobre la ‘realidad castellana’, partimos de un
principio básico: las gentes castellanas crecen y se desarrollan en la meseta
central de Iberia, con añadidos y sustracciones históricas, pero bajo un
sustrato común, el idioma castellano o español de glorias sin fin. Hasta el
nombre Castiella - ‘tierra sembrada de castillos’ para los
árabes, pero cuyo sentido más en consonancia con la realidad histórica
derivaría del término castellum,
diminutivo de castrum =
fortificaciones de la Iberia prerromana. El nombre de Castilla aparece por la
primera vez en un documento notarial (800 dC), incluido en el Becerro
Galicano del Monasterio de San Millán de la Cogolla/La Rioja. En
este caso, Castilla se refiere al territorio comprendido entre la vertiente sur
de la cordillera Cantábrica hasta el valle del Campoo y Brañosera/Palencia,
valle del Mena/Burgos y Puentelarrá/Álava, situado a los pies de los montes
Obarenses, junto con la merindad de Valpuesta/Burgos, en el valle de Valdegovía/Álava,
totalizando un área de aproximadamente 40km². En la Crónica de Alfonso III
(852), Castilla correspondía al territorio denominado hasta aquel momento de
Bardulia (o Várdula), situada al norte de Palencia/Cantabria, Burgos y Álava. Hasta
hoy, también se habla de una Castillia, capital de la cora de Elvira/Sevilla en
pleno al-Andalus, de donde procederían los primeros repobladores y fundadores
de la actual Castilla la Vieja (siglos
VIII/XI). Así, después de más de un
milenio de existencia (852-1983), con diferentes fronteras, extensiones
territoriales y consideraciones histórico-geográficas, Castilla emergió de la
división hecha por Javier de Burgos (1833) -‘según criterios históricos y culturales, pero sin pretensiones de
operatividad administrativa ’- compuesta por dos antiguas regiones
históricas: el reino de Castilla (al norte) y el reino de Toledo (al sur). Esta
‘división histórica’ de nuestros mayores altomedievales comprendía en términos
absolutos las siguientes provincias:
(1) el ‘reino
de Castilla’ abarcaba la Merindad Mayor de Castilla y sus 20 merindades
menores (en 1335, Guipúzcoa se desligó del reino castellano), las villas
castellanas y sus concejos al norte del sistema Central, o sea, Cantabria,
Burgos, Palencia, La Rioja, casi toda Valladolid y partes de León y País Vasco,
así como zonas de Salamanca y Cáceres = todas estas regiones ‘castellanas’
quedaron conocidas con el nombre de Castilla
la Vieja;
(2) el ‘reino de Toledo’ se extendía por el
antiguo arzobispado de Toledo (y obispado de Cuenca), Madrid, Guadalajara,
Cuenca, Ciudad Real y tierras restantes de Cáceres y algunas comarcas
valencianas. Toledo se extendía también por Albacete y comarcas vecinas. A
partir del siglo XVI surgió el nombre de Castila
la Nueva en oposición a Castilla la Vieja.
Esa división fue simplemente clasificatoria,
pues no tenía competencia u órganos administrativos y jurisdiccionales comunes
a las provincias de ‘cada reino’. Había no obstante una cosa en común: sus
tierras habían sido reconquistadas y repobladas por ‘fuerzas castellanas’ o de
allí provenientes a lo largo de la Reconquista y, por eso, conservaban usos y
costumbres castellanos, incluso la tradición histórica (‘unión de fuerzas vivas en defensa del territorio contra el invasor
musulmán’) y el idioma de Castilla. Sin embargo, los regionalismos exacerbados,
casi siempre más por divisionismos políticos del momento e intereses por veces nada lisonjeros, no llevan
en consideración la verdadera y auténtica ‘unidad castellanista’ y, en
consecuencia, ella no está más en el horizonte de nadie. Incluso, tras estudios
sociológicos y estadísticos, existe una identidad más nacionalista de los
habitantes de Castilla con España de que propiamente una identidad ‘castellana’
con Castilla y León. Para muchos o para casi todos los habitantes de los
antiguos reinos de Castilla y Toledo, no existiría Castilla la Vieja o la Nueva, y sí España, única e indivisible para todos los
españoles. Al menos es lo que nos dice la Historia con mayúscula. No sé si me
hice comprender, pero la realidad actual sigue en esa dirección. Las partes o
regiones periféricas no consiguen integrarse al reino central castellano ej.: Cataluña,
País Vasco, Galicia… Los motivos son muchos a comenzar por la orogenia y las
distancias hasta la capital del reino (o monarquía parlamentarista), además de
las motivaciones políticas no siempre saludables = en España, (¡y no soy yo que lo dice!) ‘es notorio el empeoramiento de la imagen de
los políticos ante la opinión pública [española], como personas que buscan objetivos excusos a fin de adquirir, mantener
y gestionar el poder en instituciones o ámbitos públicos con fines propios’.
El regionalismo español (vulgarmente considerado ‘un saco de gatos’) es
resultado de toda esa política nefasta que impera en el país. Prueba de ello
son los numerosos casos de corrupción política, así como las encuestas
generales de opinión sobre la clase política. Si fuese posible a los españoles (así
piensan muchos de mis paisanos) barrerían del mapa a todos los políticos sin
cualquier distinción o gallardete. Tamaño es el desprecio del pueblo por esos
individuos que fueron escogidos y puestos al servicio del bien común, pero al
contrario de lo que debería pensar su hombredad y ciudadanía acceden a la
política para servirse del pueblo como mero trampolín. El pueblo, en verdad, a
semejanza de borregos vota por votar, sin ningún comprometimiento. Pero cabe la
pregunta: ¿votar en quién, me diga? Las reclamaciones son universales. Ahora,
caros amigos, ¿cómo podrá sustentarse una democracia en tales condiciones? Sinceramente,
no tengo soluciones ni pareceres. Y lo peor, mis amigos on-line: esto no ocurre
apenas en España, parece que es algo propio de la democracia actual imperante
en el mundo. Aquí en el Brasil ocurre algo
parecido, si antes bien no podamos decir que ocurra algo mucho peor y con mayor
descalabro. Con una diferencia: el Brasil es un coloso de proporciones inmensas
(en él caben 17 Españas), donde todo se multiplica por diez o por veinte. No sé
si mis argumentos son convincentes, pero pienso captar la opinión pública brasileña.
En un discurso académico, escuché una
frase que me llamó la atención por su alcance sociológico: ‘los españoles somos hijos de Roma más de lo que imaginamos’. Y reflexionando
bien, la frase contiene un fondo de verdad, pues España y los españoles -castellanos, leoneses, gallegos, catalanes,
andaluces etc- se han forjado en las fraguas escaldantes de diferentes pueblos,
civilizaciones y culturas. Por eso, no somos un simple pueblo perdido entre
montañas: somos diferentes pueblos de diversas culturas y fueros internos. ¡Existen
muchos casos así! Pero a los españoles en general nos falta algo importante: la
unidad nacional que otros grupos
humanos defienden con tenacidad y persistencia. El Brasil, por ejemplo: es un
país inmenso, pero si preguntamos a un ciudadano de São Paulo, del Pará o Rio
Grande do Sul (territorios equidistantes unos de otros), responderá de
inmediato: ‘soy brasileño y con mucha
honra’. Esta realidad no se
encuentra en España; solamente los castellanos responderán sin titubear: ‘soy español y con mucho honor’. Es algo
imperativo entre nuestros hermanos castellanos. En verdad, esa identidad
nacionalista en España sólo se encuentra en
Castilla y otras regiones de menor visibilidad. Si preguntas a un
catalán o vasco cuál sea su nacionalidad jamás dirá que es español antes de
todo; dirá que es simplemente catalán o vasco como si fuese habitante de un otro
país. Pero este ciudadano segregacionista parece desconocer que su existencia
territorial (y por ende, histórica, cultural etc) la debe casi exclusivamente a
Castilla y a los castellanos. Por eso, si preguntamos a un castellano,
ciertamente él dirá que es español antes
de todo; sólo él lo afirma con convicción. Aquí está la mayor identidad
sociológica de nuestra gente castellana. Los argumentos irrefutables de tal
perspectiva nacionalista están precisamente fundamentados en la Historia de
España, pues fueron los hombres y mujeres de Castilla que lucharon por siglos
para Reconquistar la península Ibérica, y no los catalanes o los vascos como
pueblos indefinidos en sí mismos. Quienes se lanzaron en busca de aventuras, y
fueron hacer la América o conquistar el
mundo desconocido de entonces, fueron precisamente los castellanos y con dinero
castellano. No fueron los catalanes ni los vascos que aportaron mentes y
corazones en esa empresa y dirección. En realidad, siempre fueron o meros
espectadores o simples coadyuvantes, cuando no enemigos Este mi pensamiento puede ser evidentemente
contestado, pero la enjundia histórica no puede ser distorsionada o
desfigurada. En las grandes batallas de la Reconquista, el predominio absoluto
fue de gente castellana, de caballeros castellanos, de armas y estrategias
castellanas: su mayor y emblemático representante fue El Cid Campeador, nuestro héroe castellano Con esto no deseo, en cualquier hipótesis, ofender a nadie; el
pensamiento y las interpretaciones son libres. Apenas coloco en el papel lo que
me contó la verdadera y transparente Historia de España que yo aprendí a amar y respetar. Fueron mis
antepasados que derramaron la sangre y perdieron la vida en defensa de un
ideal: formar un país moderno y único, iniciado con los Reyes Católicos, pero con un
sustrato moral castellano. El dominio absoluto del propio idioma me da la
respuesta: castellano y español son palabras sinónimas en el
Diccionario Esencial de la Lengua Española.
Después de esta digresión, retomo el
espíritu de aquella frase: ‘los españoles
somos hijos de Roma más de lo que imaginamos’. Claro, somos el resultado
histórico y cultural de ‘muchos vaivenes del péndulo civilizatorio’, desde los
pueblos iberos y celtas (vacceos, arévacos y cántabros etc), pasando por los
fenicios y cartagineses, romanos, visigodos y árabes, y otros pueblos de menor
expresión como bereberes, germanos (suevos, alanos, vándalos et.) y eslavos,
gentes de todas las razas que circunvalaron Asia, Europa y África en torno del
mar Mediterráneo. Todos ellos contribuyeron con sus usos y costumbres,
tradiciones y gastronomías, sus leyes y normas de vida, historias colectivas de
luchas, derrotas y victorias durante tiempos muchas veces indefinidos…
Entretanto, somos especialmente hijos del imperio Romano que nos impuso su
cultura y derecho de gentes, su organización política, regional y
administrativa, la legua de nuestros antepasados y tradiciones diarias como el
beso en el rostro o el estrechar de manos en señal de amistad. En las tierras
de Castilla y León y a través de sus gentes, todas esas huellas se tornaron
indelebles, pues la submeseta norte fue el corredor geográfico entre las
montañas cantábricas/pirenaicas al norte y las grandes ciudades construidas por
cartagineses, romanos, visigodos y árabes al sur y sureste. Castilla fue un
lugar de paso y ‘canal’ conductor en las rutas y calzadas romanas ej.: la vía
de la Plata ligaba Sevilla a las minas de oro de Las Médulas/León (considerada
la mayor mina de oro a cielo abierto del imperio Romano). En el camino de esta y otras calzadas importantes,
confluirán más tarde las gentes a León/Oviedo/Santiago de Compostela, desde
Tarragona a través de Zaragoza, Logroño, Burgos, Palencia etc. Ciudades como
León, Zamora, Salamanca, Ávila, Segovia etc, nacieron de viejos cuarteles romanos a lo
largo de las vías legionarias, como ocurrió con la calzada entre Pisoraca (Herrera
de Pisuerga/Palencia) y Portus Blendium/Cantabria durante las Guerras Cántabras (29-19 aC), cercana a
Prádanos de Ojeda. Existen numerosas villas romanas descubiertas en diferentes
lugares de Castilla, edificaciones que conservan salas de banquete, recepción,
molinos, tinajas, mosaicos y almacenes, y con sus calles orientadas con
precisión norte/sur para evitar el viento frío del cierzo. Aún se puede
contemplar foros, redes de alcantarillados, así como termas, anfiteatros,
mercados, viviendas, basílicas, templos y curias. Son villas o pueblos romanos con fincas de patricios o adinerados
propietarios que abandonaron las ciudades para
vivir en el campo = este proceso ocasionó el fin del imperio Romano y
el comienzo de la feudalización del medio rural (o ruralización). Ejemplos de
estas villas romanas los encontramos
en La Olmeda/Saldaña (Palencia) donde
las habitaciones aparecen pavimentadas con mosaicos geométricos y escenas
clásicas. O la villa tardorromana de La Tejada, también en Palencia, uno de
los fundi de los siglos II/III
construidos en la época de mayor esplendor romano en Hispania. Son famosos los
sistemas de calefacción (precursores de las glorietas
castellanas), restos de cimentación y arranques de diversas salas, cerámicas
finas de mesa, monedas acuñadas, bustos y nudos, columnas y otros materiales
depositados en el Museo de Palencia.
Realmente la arquitectura de la Antigua
Roma es probablemente el mejor testimonio de la civilización romana en España:
estas grandiosas edificaciones y la solidez y belleza de su construcción han
permitido que muchas de ellas perduren hasta los días actuales. El periodo del
arte romano (pasión por las bellas artes y sus escuelas inigualables) abarca
los primeros siglos del imperio Romano. Durante siglos, el dominio romano sobre
las provincias de Hispania se impuso absolutamente, así como sus costumbres, la
religión, las leyes y el modus vivendi de
Roma, que imperó soberanamente sobre las poblaciones indígenas, hecho provocador
de nuestra cultura hispano-romana - una civilización avanzada y más refinada
que las demás culturas anteriores. Los medios de esta implantación se resumen
orgánicamente a tres: una infraestructura
de comunicaciones y capacidad de absorber las poblaciones existentes; una urbanización extremamente avanzada para
la época, impulsada por servicios públicos (utilitarios y de ocio) refinados y
desconocidos en la península - acueductos, alcantarillados, termas, teatros,
circos, anfiteatros, mansiones etc; y la famosas colonias de repoblación para tropas licenciadas, bien como los latifundios
de producción agrícola extensiva cuyos propietarios eran familias ricas de Roma
o familias indígenas que se adaptaban con rapidez a los costumbres romanos. La
influencia romana se dejó sentir principalmente en las ciudades ya existentes
en la península ej.: Tarraco/Tarragona, Augusta Emérita/Mérida, Pallantia/
Palencia etc. Las colonias de repoblación (origen de nuestros municipios romanizados)
se constituyeron en imágines de la
capital (Roma) en miniatura. La
ejecución de edificios públicos estuvo a cargo de los curatores operatum - por lo general, los supremos magistrados municipales
que dependían de la autorización del emperador romano. Estos urbanistas
decidían el espacio necesario para las casas, plazas y templos, estudiando el
volumen de agua y el número y anchura de las calles, por ejemplo. En la
construcción de las nuevas ciudades romanas colaboraban soldados, campesinos,
prisioneros de guerra y esclavos (propiedad del estado o de grandes hombres de
negocios).
Sin embargo, la civilización romana
en Hispania quedó más conocida por la construcción de grandes infraestructuras:
fue sin duda la primera civilización que dio impulso a obras civiles como base
para los asentamientos de las poblaciones indígenas y la conservación de su
dominio militar y económico. Las construcciones más destacadas fueron las calzadas, los puentes y los acueductos,
pues fueron elementos vitales para el funcionamiento de la ciudad romana y su economía
sustentable, permitiendo el abastecimiento de lo más esencial ej.: el agua, a través de los acueductos, o los
suministros de alimentos y bienes diversos, apoyados en una red eficiente de
vías o calzadas, de 6 a 12m de anchura; normalmente medían 4m = estas
‘carreteras romanas’ (llegaron a tener 100.000km) vertebraron todo el
territorio peninsular, desde Cádiz hasta los Pirineos, y desde Asturias hasta
Murcia etc. La Vía Augusta (la
calzada más larga de España) tenía más de 1.500km, además de otros tramos en
varias direcciones o calzadas secundarias: unía Cádiz a Junquera/Pirineos, contornando
todo el Mediterráneo. La Vía de la Plata
(520km) - unía Mérida a
Braga/Portugal y Astorga/León. Pero importante sobre manera para nuestros
pueblos palentinos fue la Vía Asturica
Augusta (850km): unía Tarraco a Astorga/León, pasando por Zaragoza,
Numancia, Clunia, Sasamón y Pisoraca (Herrera de Pisuerga). Esta vía romana
acabó tornándose uno de los entroncamientos romanos más eficientes de la
submeseta norte de Hispania debido a las minas auríferas de aquella región
castellanoleonesa ej.: Las Médulas/León. Enseguida, tomaba tres direcciones: Gijón/Asturias, La Coruña/Galicia y Braga/Portugal.
Durante las Guerras Cántabras
entroncaba con la calzada de los Blendios
(vía secundaria, conocida como Vía
legione VII Gamina ad Portum Blendium), uniendo Pisoraca (Herrera/Tierra de
Campos/Pallantia) a Portus Blendium
(Cantabria). Sículos Flacus (siglo I) clasificó estas calzadas romanas en: ‘viae publicae’ o vías militares (6 a
12m) construidas por el erario público, obligando a los propietarios por donde
pasaban a mantenerlas en buen estado; ‘viae
vicinales’ (4 a 6m) que partían de las vías principales, uniendo las
diferentes ciudades o pueblos a lo largo de su trazado; eran financiadas por
los municipios; y las ‘viae privatae’
(2,50 a 4m) reservadas al uso exclusivo del propietario de las ‘villae’ que las financiaba en su
totalidad. El imperio Romana poseía 372 vías principales de las cuales 34
estaban en Hispania. A cada 25 millas (37km) los romanos construían una mansio = especie de hospedería con
todo tipo de servicios, más tarde convertidas en ciudad ej.: Cáceres,
Salamanca, Zamora etc, nacieron de este sustrato romano.
La calzada
de los Blendios (cántabros) unía Cantabria y toda su extensa montaña al
resto del imperio Romano en Hispania: corría a lo largo del río Pisuerga, desde
Pisoraca (Herrera de Pisuerga), pasaba por el puerto de Piedrasluengas y se
unía a la Vía Atlántica, importante
calzada romana construida sobre la cornisa cántabra = unía Lugo y Gijón a
Santander, Vizcaya en dirección a Bordeaus/Francia etc. En Portus Blendium (actual Suances) se entroncaba con la calzada de
que venimos hablando, o sea, la Vía
legione VII Gemina y posiblemente Legione
IV Macedónica, pues de ambas salieron sus verdaderos constructores. El Itinerario de Barro = alusión a 4
tablillas de barro cocido, hechas para ser expuestas al público con carácter
informativo, se hace mención a esta importante calzada romana sobre todo en el
desarrollo de las Guerras Cántabras.
Fue construida a finales del siglo I aC, siendo emperador romano César Augusto.
Como acabamos de decir, fue trazada y construida por las dos legiones romanas
IV Macedónica y VII Gemina, sin duda con la ayuda de esclavos arrebañados en
las batallas romanas contra los cántabros. Su objetivo: facilitar el rápido
movimiento de tropas en el proceso de pacificación y romanización de los pueblos
del norte, incorporados definitivamente en 19 aC al imperio Romano.
Posteriormente a todos los acontecimientos militares de la región, pasó a ser
una vía de comunicación comercial bastante intensa entre la meseta castellana
(representada por la Tierra de Campos
- cerealista) y los diversos puertos de la costa atlántica ej.: Portus Blendium/Suances y Portus Victoriae/Santander. Y así se
mantuvo durante siglos hasta la abertura del Canal de Castilla (siglo XVIII): desde
Valladolid y Medina de Rioseco llegaba hasta Alar del Rey = el Camino Real entre Palencia y Santander (futuras
N-611 y A-67), vía castellana que propició el despliegue económico del puerto de Santander, como
exportador de lanas y harinas procedentes de Castilla la Vieja hacia las
colonias de América, e importador de destaque de muchos productos coloniales
del Nuevo Mundo. En esta época así como en los tiempos romanos, Prádanos de
Ojeda ocupó un lugar de preferencia tanto por sus famosos prados (alimento
indispensable para la caballería romana - ‘institución militar más efectiva y duradera conocida en la historia’. Cada
legión contaba con 512 caballos, o sea, un soldado de caballería por cada tres de
infantería) como por sus numerosos rebaños de ovejas -en mi tiempo de niño, aún
había por lo menos unos 12 rebaños- de los cuales se extraía la ‘mejor lana del mundo’, según cuentan
algunos alfarrabios de aquel tiempo = época útil del Canal de Castilla
(1850/60). De la antigua calzada romana, hoy apenas superviven algunos tramos
empedrados, puentes reformados y pequeños miliarios = mojones de piedra a indicar la distancia en millas romanas. La mayor parte
del trazado ha sido sepultado para siempre por caminos vecinales, carreteras y otras obras
de ocasión, pero continúa siendo la principal vía de acceso a Cantabria desde
la meseta castellana.
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