sexta-feira, 7 de março de 2014

La Ojeda: Isabel II 'la frescachona'



 
         Durante la regencia de María Cristina de Bourbon (1833-1840), los  carlistas intentaron extender la guerra civil a nuevos territorios peninsulares. La llamada Expedición Real (encabezada por el propio Carlos María Isidro) llegó a las puertas de Madrid con un ejército de 12.000 hombres. Pero la motivación de los expedicionarios no tenía más un objetivo militar y sin político, o sea, buscaban contactos entre los representantes de María Cristina -‘extremamente inquieta ante la marcha de la revolución liberal, y ansiosa para verse libre de las garras revolucionarias’- y de don Carlos María que deseaba poner fin a aquella guerra civil, inútil y sin cualquier futuro. Hubo un acuerdo entre don Carlos y María Cristina con la llamada reconciliación dinástica a través del casamiento de Carlos Luis de Borbón (hijo de don Carlos) con Isabel II (hija de María Cristina). Pero la situación había cambiado en ese intervalo de tiempo: el general Baldomero Espartero era contrario a tal acuerdo, pues pensaba resolver el conflicto carlista, o por la fuerza militar, o por acuerdo entre generales de ambos bandos. En el momento, el propio Espartero pidió la demisión de Calatrava arguyendo el impago de sueldos y problemas de ascensos en el ejército regular. Además, la capital se vía amenazada no sólo por la Expedición Real de don Carlos María, sino también por las tropas carlistas del general Juan Antonio Zaratiegui (‘uno de los más prestigiosos carlistas’) que tomara y saqueara Segovia, y se dirigía in continenti a Madrid.  En verdad, este general carlista ‘paseó triunfalmente por Burgos, Palencia y Valladolid’. Entre tanto, el gobierno Calatrava cayó no por esas razones, y sí por ‘los apuros financieros, los reveses de la guerra con su secuela de sueldos atrasados a militares y empleados públicos’, entre otros factores no menos importantes - opina Ángel Bahamonde. Sin embargo, la guerra carlista era la piedra en el zapato de la regente María Cristina. El conde de Toreno llegó a proclamar en las cortes: ‘si con transacción y olvido se concluyese la guerra civil, conclúyase’. Por todos estos motivos, comenzaron los contactos entre el general Rafael Maroto (carlista) y el propio Espartero (cristino), que terminó en el famoso abrazo de Vergara/Guipúzcoa. Según el acuerdo, el ejército carlista de unos 26.000 hombres se rendiría y pasaría a formar parte del ejército monárquico. El general Espartero se comprometía a respetar y defender los fueros vasconavarros. El acuerdo firmado por el ‘traidor’ Maroto no fue reconocido ni por don Carlos ni por los combatientes carlistas ‘apostólicos’. Me causa sorpresa esta frase del general Espartero que pocos conocen y viene al caso: ‘España y los españoles somos así, y no voy a descubrirlo ahora: hoy blanco, mañana negro y pasado mañana gris, porque nuestros amores alternan con los odios y las indiferencias como las mareas’.  Un perfil psicológico perfecto atestado por la historia…      
                 De otro lado, el abrazo de Vergara no fue sin sentido político: creó una nueva disposición entre los partidos moderado y progresista, quebrada de inmediato por la ley de Ayuntamientos: además de recortar las competencias municipales, el nombramiento del alcalde correspondería al gobierno que debería escogerlo entre los concejales electos (directamente, en las capitales de provincia) y a través de los jefes políticos provinciales en los demás casos. De esta forma los alcaldes dejaban de ser representantes del pueblo para convertirse en meros delegados del poder central, sobre todo en las grandes ciudades. El partido moderado pretendía con esta ley ‘socavar el poder municipal y, con él, la influencia política de los progresistas’, sobre todo en el mundo urbano (ciudades) donde se encontraban los principales apoyos sociales (clase media, militares, periodistas, artesanos, masas populares etc). Para Jorge Vilches, la oposición radical a la ley de Ayuntamientos llevaba en cuenta la importancia del alcalde tanto en la elaboración del censo electoral como en la organización, dirección y composición de la Milicia Nacional, tornando las elecciones un punto de interrogación (¡?). Para los progresistas, los dos presupuestos eran esenciales a fin de  poder vigilar los derechos del pueblos’ (¡?). Josep Fontana opina sin cualquier discusión: la ley de Ayuntamientos fue concebida ‘para debilitar los apoyos populares con que contaban los progresistas’.  Estos, extremamente exaltados apelaron entonces a la Regente para que no sancionara la ley bajo amenaza de no acatarla, pero cuando sintieron que no serían atendidos recurrieron al general Espartero (‘el pacificador de España’), en aquel momento el personaje más popular tras su triunfo contra el carlismo. Este general ya se mostrara más próximo al progresismo que al moderantismo, sobre todo al entrar triunfalmente en Barcelona (1840), lo que demostró su enorme popularidad. Pero cando Espartero pidió a la Regente para que derogara la ley de Ayuntamientos (‘palabra de rey o reina no vuelve atrás’), el general renunció  a todos sus grados, empleos, títulos y condecoraciones.      
              Con la renuncia de Espartero (mismo así, aparentó defender a la Regente) las revueltas progresistas se multiplicaron por toda España, siendo las ‘juntas revolucionarias’ las que más desafiaban al gobierno. La primera revuelta ocurrió en Madrid encabezada por el alcalde que exigía la derogación de la ley de Ayuntamientos, la disolución de las cortes y un nuevo gobierno ‘compuesto por hombres decididos’. Como siempre lo hacía, María Cristina pidió ayuda a Espartero que, en principio se negó a hacerlo (‘con buenas palabras’, según se dice). Aunque a disgusto y contrariada, no tuvo otro remedio sino nombrar presidente del gobierno al propio Espartero, ‘en la esperanza de frenar la marea revolucionaria que se había apoderado del país’. Exhausta, María Cristina le comunicó su decisión de abandonar la regencia (1840). Espartero y los notables del partido progresista fingieron lastimar la postura de la Regente. Prueba de tal fingimiento son las palabras del general, dadas a conocer por Jorge Vilches (1967…), historiador español y doctor en Ciencias Políticas y Sociología: ‘hay señora, quien cree que V.M. no puede seguir gobernando la nación, cuya confianza dicen ha perdido, por otras causas que deben serle conocidas mediante la publicidad que se les ha dado’. Espartero hacía alusión al matrimonio morganático > sin estirpe real, de María Cristina con Agustín Fernando Muñoz y Sánchez, después Grande de España y duque de Riánsares. Fue un casamiento secreto, contraído 3 meses después de la muerte de Fernando VII. Con los sentimientos en desaliño, María Cristina renunció a la regencia e, inmediatamente, embarcó para Marsella/Francia. Los historiadores discuten si la renuncia fue ‘voluntaria, ‘forzada’ o simplemente lo hizo ‘para conspirar desde allí con más seguridad’, según las palabras de Josep Fontana, ya que rechazó con firmeza las condiciones que se le exigieron en Valencia antes del embarque. Un comentario de su actuación al frente del gobierno español, en una época de duros enfrentamientos políticos, me parece bastante equilibrado: ‘no fue un tiempo fácil, pero tampoco María Cristina de Bourbon fue capaz de desempeñar adecuadamente las responsabilidades de su cargo, condicionada por su miedo constante a la hidra revolucionaria, a la anarquía, al régimen representativo y a su apego al poder  absoluto tal y como lo habían desempeñado sus antepasados’. Desde el exilio, acompañó la evolución política  española y, especialmente, la conservación del trono borbónico, pero sus opiniones o consejos no fueron llevados en cuenta por su hija, Isabel II de España, que no mandaba absolutamente nada, pues era un juguete en manos de los políticos de aquel tiempo. María Cristiana falleció a los 52 años de edad (1878), en la villa Mon Désir/La Havre/Francia: su fortuna seguía siendo inmensa, pero su poder político y prestigio casi inexistentes.          

                Isabel II de España (1830-1904) -‘la reina de los tristes destinos’- ascendió al trono tras la muerte de su padre Fernando VII (1833), sin haber cumplido los tres años de edad, por lo que se hizo necesario nombrar a su madre, María Cristina de Bourbon, regente o gobernadora del reino. Su ascensión al trono español no fue fácil, pues provocó un grave y largo conflicto dinástico de siete años. Su tío, el infante Carlos María Isidro (hermano menor de Fernando VII y hasta entonces primero en la sucesión al trono de España) no aceptó que Isabel II fuese entronizada como reina. Su oposición sistemática a la ley Pragmática Sanción -un texto legal aprobado por las cortes (1789)- obligó a Fernando VII a desterrarlo al país vecino, Francia. Ante tal desenlace, se diseñó indefinidamente la división entre carlistas e isabelinos, lo que provocó tres guerras carlistas, delineadas a través del comportamiento nada lisonjero de sus generales: Ramón Cabrera (carlista) fue considerado ‘un bravucón, ambicioso, fiero, sangriento, cruel y desalmado’. Ya el general Baldomero Espartero (cristino/isabelino) no era diferente: aunque ‘tratado como una leyenda desde bien joven’, y ‘único militar a ser tratado de Alteza Real’, su carácter altivo y exigente le llevó a cometer excesos, en ocasiones muy sangrientos. En 1835, ordenó diezmar un batallón entero de chapelgorris (voluntarios liberales a sueldo). En otra ocasión, ordenó ejecutar prisioneros carlistas en represalia por el asesinato de liberales, lo que justificaba diciendo: ‘el empleo de represalias no es más que defensa propia’. O esta sentencia fría y calculista: ‘castigo los crímenes de los rebeldes, para proteger a mis subordinados’. La historia nos relata un hecho de su carácter: el grado de general en jefe hizo que el futuro duque de la Victoria moderase su ‘crueldad’ y limitase sus ‘acciones impetuosas’. Todo esto está configurado en apenas dos generales: la historia nos habla de otros muchos con el mismo temperamento sanguinario. De cualquier manera, Espartero siempre demostró una lealtad total a la reina Isabel II. 
                 Durante los primeros años de su reinado - Isabel fue declarada mayor de edad a los 13 años, y no a los 16 como estaba determinado-, la regencia fue asumida por su madre, María Cristina de Bourbon; esta regencia duró hasta 1840, cuando se la obligó a abandonar el cargo (‘tendría sido expulsa’) y embarcar para o exilio. Isabel contaba con 16 años cuando arreglaron su casamiento: el novio, Francisco de Asís de Bourbon, duque de Cádiz, era su primo carnal por vía doble, pues el padre era hermano de Fernando VII, y la madre era hermana de María Cristina. Con poco tiempo, el matrimonio comenzó a hacer aguas; Isabel II nunca fue feliz. Su casamiento, una cuestión de importancia nacional e internacional para no perjudicar intereses y alianzas europeas, fue un fracaso desde el primer día. El marido era ‘un hombre apocado y de poco carácter’. La propia Isabel II comentó la noche de nupcias: ‘¿qué podía esperar de un hombre que en la noche de bodas llevaba más encajes que yo?’. El anecdotario  de Francisco de Asís é fértil: aunque se le juzga homosexual (usaba vestidos rendados, los tales encajes), sería padre de varios hijos ilegítimos y se conocían varias de sus amantes; oficialmente con Isabel II tuvo 11 hijos, siendo que varios embarazos acabaron en abortos o fallecieron poco después. De cualquier forma, corrían algunos versos en Madrid que decían: ‘Isabelona, tan frescachona; y don Paquita, tan mariquita’. La propia Isabel cuando supo el nombre de su novio, habría respondido: ‘¡no, con Paquita no! Según cuentan las malas lenguas, Isabel II se rodeó de compañeros masculinos, decidida a que de todos los modos posibles conseguiría un heredero varón. Dijimos que el matrimonio de Isabel empezó a hacer aguas. Mucho peor que eso: en realidad, a los pocos días del casamiento, ya se mostraban separados ostensivamente: la reina vivía entre sus favoritos ej.: el joven y bello general Francisco Serrano, nombrado poco después capitán general de Granada, para alejarlo de la corte (embolsó millones del peculio privado de la reina); el atrayente cantor José Mirall; un extravagante músico italiano de nombre Temístocles Solera; el marqués de Bedmar, Manuel Lorenzo de Acuña, enviado como embajador a San Petersburgo; el capitán José Mª Araña. El padre del futuro rey Alfonso XII, según los cronistas, fue un joven militar de nombre Enrique Puig Moltó: en conversación íntima con Alfonso XII la reina le tendría confesado: ‘hijo mío, la única sangre Bourbon que corre por tus venas es la mía’; de Miguel Tenorio de Castilla, un rico y culto andaluz, la reina tuvo 4 hijos. Se dice que Salustiano Olózaga fue el encargado de desflorarla e iniciarla en los principios amorosos, o mejor diciendo, sexuales.   

           Según cuentan las crónicas,  Isabel II tenía un carácter o temperamento (¡en ella no se hacía cualquier distinción!) apasionado, al mismo tiempo que mostraba una ardiente y descontrolada sexualidad, probablemente heredada de su madre de quien las gentes decían: ‘la regente es una dama casada en secreto y embarazada en público’. El conde de Romanones describe así a Isabel II: ‘a los 10 años ella resultaba atrasada, apenas si sabía leer con rapidez, la forma de su letra era la propia de las mujeres del pueblo, de la aritmética apenas sabía sumar siempre que los sumandos fueran sencillos, su ortografía era pésima. Odiaba la lectura, sus únicos entretenimientos era los juguetes y los perritos. Por haber estado exclusivamente en las manos de los camaristas ignoraba las reglas del buen comer, su comportamiento en la mesa era deplorable, y todas esas características, de algún modo, la acompañaron durante toda su vida’. Sobre su relación con el marido - una monja oscura, sor Patrocinio, la tendría presionado para que casara con él-, Isabel II tendría respondido a su madre: ‘yo cedo como reina, pero no como mujer. Yo no he buscado a ese hombre para que fuese mi marido; me lo han impuesto y yo no lo quería’. En verdad, la vida privada de Isabel II se basa en una ‘fiesta de orgías’ continua. Sus amantes se cuentan a las decenas, nadie sabe. José Luis Comellas hace un retrato perfecto de esta desventurada e infeliz reina española: ‘desenvuelta, castiza, plena de espontaneidad y majeza, en la que el humor y el rasgo amable se mezclan con la chabacanería y con la ordinariez, apasionada por la España cuya secular corona ceñía y también por sus numerosos amantes’. Ya el famoso escritor español Valle Inclán así la describe en su obra La corte de los milagros (18 ): ‘la Católica Majestad, vestida con una bata de ringorrangos, flamencota, herpética, rubiales, encendidos los ojos del sueño, pintados los labios como las boqueras del chocolate, tenía esa expresión, un poco manflota, de las peponas de ocho cuartos’. Con razón el pueblo gritaba a los cuatro vientos el himno compuesto por Rafael Riego y los slogans de aquella época: ‘¡mueran los borbones! Y otros respondían: ‘mueran los bribones!’. Desde que partió para el exilio en París, no dejó de conspirar junto con su madre, e hizo todo lo posible para que su hijo Alfonso XII recuperara el trono (1874), aunque por poco tiempo. Un último comentario propuesto por un bloguero es el siguiente: ‘fue una mujer sin gran personalidad y con total falta de libertad. Siempre fue juguete de intereses económicos, políticos, religiosos, personales… Su única expansión fueron sus amantes quienes la usaron para conseguir sus propios fines’. Y para cúmulo de su rotunda infelicidad, fue atacada por el cura Martín Merino con un puñal (1852), de cuyo atentado salió levemente herida porque el cuchillo se chocó con las ballenas del corset.
          La vida privada de Isabel II es un romance picaresco de principio a fin, ‘sin intervalos para descanso’, donde aparece la figura caricaturesca de un marido de quien el pueblo también ironizaba: ‘¡cuando acude al excusado, ¿mea de pie o mea sentado? Un ‘amigo íntimo’, de toda la vida, Antonio Ramón Meneses, ante los continuos amantes de Isabel II, decía de Francisco de Asís: ‘asume con la mayor naturalidad y sin ningún constreñimiento la paternidad ‘ajena’. Por el reconocimiento de esa paternidad recibía a cambio un millón de reales; sin pensar dos veces hacía la presentación de cada uno de ellos en público. Y fueron muchos: uno atrás de otro. Pero dejemos de lado esta pareja con la siguiente anécdota: Leopoldo O’Donell, presidente del concejo de ministros y  uno de los amantes más festivos de Isabel II, fue despedirse de la reina antes de iniciar la campaña de Marruecos. Ella le dijo cariñosamente: ‘si fuera hombre iría contigo’. A lo que Francisco de Asís que estaba presente, añadió: ‘lo mismo te digo O’Donell, lo mismo te digo’. Entre tanto jaleo o juerga deslavada aún había lugar para intrigas y conspiraciones por parte de la infanta Luisa Fernanda de Borbón (hermana de Isabel), duquesa de Montpensier y casada con Antonio de Orleans, hijo del rey francés Luis Felipe (era la segunda hija de María Cristina y Fernando VII). En realidad, las relaciones entre las dos hermanas fueron siempre difíciles y tensas debido a la sinvergüencería y promiscuidad sexual de la hermana. Además, era sabido por todos que ambos, Luisa Fernanda y Antonio de Orleans, codiciaban el trono español. Cuando la revolución conocida como La Gloriosa destronó a Isabel II, el duque Antonio de Orleans hizo todo lo posible para ser nombrado rey. Ansiosos para hacerse con el trono español, animaron a su hija Maria de las Mercedes  cuando ésta se enamoró y luego casó con Alfonso XII. La unión duró poco, pues la joven murió meses después de la boda. Pocos saben de este hecho: Luisa Fernanda era dueña de la mitad del Museo del Prado, entonces conocido como Museo Real por ser propiedad exclusiva de los reyes. No se desmembró gracias a que su hermana, la nueva reina Isabel II, la indemnizó con dinero. Es también sabido de todos que los militares de la revolución de 1868 llegaron a pensar en Luisa Fernanda, pero desistieron ante la inestabilidad del reino y los recuerdos de una reina incapaz de restaurar la gloria nacional. La vida nada decente de Isabel II había sido un desastre; hasta algunos miembros de la familia real la habían combatido abiertamente. El reinado isabelino fue conturbado por indecencias amorosas (sexuales), intrigas, rumores de escándalos, revueltas de todo género y gran inestabilidad política. Isabel II renunció al trono a favor de su hijo Alfonso XII (1870): durante 7 largos años, España había intentado encontrar un sucesor, pero pocos príncipes europeos se arriscaron para ocupar aquel trono tambaleante. Isabel II no podía conseguir la restauración, pero sí su hijo Alfonso XII. Esta reina fue uno de los soberanos más impopulares de la Historia de España. Acabó sus días, viviendo en París con su favorito Carlos Marfori, antiguo ministro de la Marina, dando espléndidas fiestas y recibiendo discretamente al marido a quien daba una honrosa pensión. Aún tuvo tiempo de juntarse a un sevillano casado, José Ramiro de la Puente, capitán de artillería y funcionario de la embajada española en la Ciudad de las Luces; quien ‘gobernaba’ el Palacio de Castilla donde residía (un antiguo hotel particular) fue un judío húngaro, José Haltmann.
       Algunos historiadores intentan comprender el comportamiento lascivo y promiscuo de Isabel II y la falta de ‘profesionalidad’ en su oficio de reina de España. Casi todos los historiadores la critican abiertamente por haber descuidado los asuntos del reino y haber centrado su vida en amantes y asuntos amatorios. Peor que eso: sin ningún constreñimiento. De ahí las obras repetidas de acuarelas satíricas y pornográficas denominadas ‘los borbones en pelotas’, describiendo burlescamente su azarosa historia nada edificante. Se dice, intentando desvendar el reinado confuso y atrabiliario de Isabel II, que el periodo de gobierno coincidió con el establecimiento del capitalismo e implantación en España de una sociedad clasista. Los gobiernos liberales llevaron a cabo una lenta y difícil reconstrucción de la economía, de la política y de la propia sociedad española que vivía en andrajos. El país se codeaba entre dos mundos: de un lado, el Antiguo Régimen, dominado por la nobleza, señoríos y campos en deterioro; de otro, el Nuevo Régimen de próspera burguesía, ferrocarril e industria moderna. El liberalismo español presentaba dos vertientes: una moderada y otra progresista. La primera era conservadora, terrateniente rural, militarista, centralista y clerical, de voto restringido a pocos. La segunda, al contrario, era liberal, burguesa, de clase media proveniente de los centros urbanos, en su mayoría anticlericales rabiosos y partidarios de la igualdad ciudadana (¡?). El gobierno dominado por el ‘régimen de los espadones’  (altas patentes militares) alternaba entre ambos partidos (moderados y liberales > algunos ‘exaltados’). España entró de cabeza en la época del caciquismo desbragado y de numerosos políticos corruptos e incompetentes que más de una vez asustaron al país con sus determinaciones y leyes.
          El reinado de Isabel II propiamente dicho fue un tiempo de transición en que la monarquía cedió el poder político al parlamento. En realidad, la ‘’reina no reinaba’: era una pieza meramente decorativa, y lo hacía muy mal, pues deshonraba  públicamente la corona española. Además, según la leyenda negra, mal sabía escribir y hacer cuentas, y sus modales eran ordinarios y groseros.  Afuera estos percances particulares de la reina, los gobiernos partidarios ponían trabas a la participación de los ciudadanos en los asuntos que interesaban al país. En las luchas democráticas tanto del campo cuanto de la ciudad, el reinado de Isabel II fue un rotundo fracaso, incluso se falseaban las instituciones y se propagó la corrupción electoral. Ningún partido político perdía las elecciones cuando las ‘organizaba’ (¡?). Si hubo algunos cambios fue por interferencia de los militares: a través de pronunciamientos o golpes de estado ‘cambiaban’ los gobiernos a su talante. Isabel II era manipulada y ‘usada’ literalmente por ministros y una camarilla (religiosa o anticlerical, sin distinción) que vivía en las alcobas del palacio. Una vez quiso ser presidenta del gobierno e interferir en la política de la nación, granjeándose la furia de políticos sin escrúpulos y la impopularidad entre la gente que apenas se ‘interesaba’ por sus nuevas aventuras amorosas. Fueron tantos los desaciertos que acabó causando la revolución de 1868. Entre ellos se cuenta la Noche de San Daniel (1865): en un momento de profunda crisis económica, la reina que estaba agobiada en deudas dispuso que se enajenasen las joyas y bienes del real patrimonio. Emilio Castelar (profesor de la Universidad Central) la acusó de quedarse con 25% de la venta, siendo que aquellos bienes no eran de la reina, sino de la nación. El gobierno demitió a Castelar y al rector de la universidad: los estudiantes entonces salieron a la calle y enfrentaron a la guardia civil. Resultado: 11 muertos y 193 heridos, donde se incluían mujeres, ancianos y niños transeúntes. Isabel II -la ‘reina de los tristes destinos’, como era conocida- tuvo que enfrentar la revolución de 1868 que la obligó a exilarse en Francia al amparo de Napoleón III y Eugenia de Montijo. Abdicó a favor de su hijo Alfonso XII (1870) gracias al apoyo de varios grupos políticos descontentos con la política de reyezuelos sin consistencia como Amadeo de Saboya, emparentado con Carlos III de España. Isabel II vivió el resto de sus días en Francia: desde allí acompañó la proclamación de la 1ª república, el reinado y muerte de Alfonso XII (1885), la regencia de María Cristina de Habsburgo y primeros años del reinado de Alfonso XIII. Murió en 1904: en España, nadie lloró por la ‘reina de los tristes destinos’.     
             No obstante la vida pregresa (idoneidad moral) de Isabel II y la corona estar siempre tambaleante -¡es difícil de entender o aceptar cómo una reina semi-analfabeta que mal sabía leer, escribir y sumar consiguió permanecer en el trono por 25 años!-, durante su reinado España se ‘modernizó’ gracias a la creación y construcción de diversas líneas férreas, aunque sirvieron más a la clase dominante que al pueblo propiamente dicho, con aquiescencia de la corona y del parlamento. Hubo también importantes obras hidráulicas ej.: el canal Isabel II/Madrid con 14 embalses (actualmente almacena 946 millones/m³).  También en reinado de Isabel II se reabrieron algunas universidades cerradas por su padre, Fernando VII. Sin embargo, el panorama educativo continuó desolador: en 1855 había 6 mil pueblos sin escuela (la inmensa mayoría). Apenas existían en todo el país 53 institutos secundarios con 10 mil estudiantes, y 10 universidades con 6.104 alumnos (la mitad estudiaban derecho) en una población de 15.464.340 habitantes (1857). Los elementos culturales eran mínimos: 56 bibliotecas púbicas > único acceso al libro ej.: Bilbao contaba con 854 volúmenes impresos; Segovia disponía de 194 libros… La encíclica Syllabus del papa Pio IX (1867) puso trabas a la libertad de cátedra: muchos universitarios perdieron el empleo. La industrialización en un país desarticulado surtió efectos apenas en la periferia, por obra y gracia de los dirigentes, pues  no sólo no los apoyaban, sino que los veían con desconfianza’. La Armada Española, en otros tiempos reina de los mares, estaba una desgracia con tres navíos inútiles (1834). El ministro de la Marina (1855) promulgó un Plan de Escuadra que no se cumplió totalmente, pero contribuyó a mejorar los arsenales de España. La Ley de Incremento de las Fuerza Navales (1860) creó una pequeña pero moderna Escuadra Blindada. En la política externa, dos acontecimientos importantes colocaron a España en destaque internacional: la ejecución de algunos misioneros españoles en la Conchinchina (actual Vietnam) motivó una respuesta franco-española y la conquista de Saigón. España quedó apenas con los derechos comerciales y una indemnización económica; Francia se apoderó de tres provincias, origen de su permanencia en la Indochina. En la Guerra de África, en defensa de  de las ciudades de Ceuta y Melilla, España salió malparada con 8.000 muertos, de los cuales más de la mitad murieron de cólera. Asimismo, la victoria fue de los españoles bajo el comando del general Leopoldo O’Donell, un amante festivo de la reina.
      

           

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