En nuestra reseña, es imposible dejar de observar los tres principales acontecimientos que
marcaron la vida y, consecuentemente, el reinado efectivo de Isabel II (1843-1868) -‘la reina de los tristes destinos’, como la apellidó el escritor
Benito Pérez Galdós (1843-1920), en la obra Episodios
Naciones. La vida personal de Isabel II estuvo envuelta por una asombrosa
precocidad sexual (13 años), un matrimonio compulsorio e inadecuado (16 años),
y su destronamiento que vino muy tarde (38 años). Es una historia azarosa y de
‘muchos amantes palaciegos’, cargada de una imagen terriblemente negativa en
todos los aspectos que se puedan imaginar. Como reafirman unánimemente sus
biógrafos, Isabel II ‘pasó de una gran
popularidad y cariño entre el pueblo, de ser la enseña de los liberales frente
al absolutismo y una especie de símbolo de la libertad y del progreso, a ser
condenada y repudiada como la representación personificada de la frivolidad,
lujuria y crueldad, la ‘deshonra de España’, que la revolución de 1868 intentó barrer del país’. Su reinado
quedó tildado por la derogación de la
ley Sálica (excluía la sucesión femenina al trono), y el restablecimiento
del derecho sucesorio tradicional de Castilla, recogido en Las Siete Partidas, de Alfonso X el Sabio (1252-1284). Fernando VII a través de la Pragmática Sanción, aprobada por las
cortes (1789), permitió acceder al trono a las mujeres en caso de morir el
monarca sin descendientes varones. En
relación a la vida privada de Isabel II se habla en la falta de un ambiente
familiar condigno y del afecto materno totalmente ausente, así como de la poca
o ninguna instrucción adecuada y preparo político de una persona destinada a
ocupar el mayor cargo de la nación. Abandonada prematuramente por su madre, más
interesada en la nueva familia formada con el duque de Riánsares, fue
manipulada y controlada sin compasión por todo tipo de gente. Con una educación
escasa, descuidada y sujeta a los vaivenes políticos, Isabel II no tenía
condiciones intelectuales, morales y políticas para ser la reina de España,
sobre todo en uno de los periodos más complejos y convulsos del siglo XIX. A
final se urdían cambios políticos revolucionarios con la consolidación de un
Nuevo Régimen de impronta liberal y parlamentarista junto a transformaciones
socioeconómicas en una sociedad y economía de tenor contemporáneo. Con razón
ella propia confesó al final de sus días la incapacidad innata para reinar: ‘¿qué había de hacer yo, jovencilla, reina a
los 14 años, sin ningún freno a mi voluntad, con todo el dinero a mano para mis
antojos y para darme el gusto de favorecer a los necesitados, no viendo al lado
mío más que personas que se doblaban como cañas, ni oyendo más que voces de
adulación que me aturdían. ¿Qué había de hacer yo? Póngase en mi caso’. Son
palabras tomadas de una entrevista dada a Pérez Galdós en 1902 (por tanto 2
años antes de su muerte): si explican en parte las adulaciones, manipulaciones
y conspiraciones propias de una corte corrupta y lasciva, no consiguen ocultar su
falta de carácter ético-moral, la deficiencia intelectual y, principalmente, la
hediondez de su comportamiento amoral a lo largo de la vida. Antes de su muerte
continuaba ‘relacionándose’ con
varios hombres al mismo tiempo (y estaba con más de 70 años), además de
derrochar el dinero de la realeza en festinas de medianoche…
La minoridad de Isabel II estuvo ocupada por dos regencias: la de su madre,
María Cristina de Bourbon (1833-1840) y la del general Baldomero Espartero
(1840/43). La primera tuvo dos capítulos contrastantes: las guerras carlistas (duraron
siete años) obligaron a la Regente a buscar apoyo en los liberales moderados
frente al pretendiente al trono de España, Carlos María Isidro = un hombre
religioso y de costumbres sencillas, muy bien acepto por las poblaciones
rurales vasco-navarras y de algunas regiones castellanas. Entre tanto, Adolfo
Loning (un oficial alemán a servicio del carlismo) ‘le
consideraba de carácter antipático, sin palabra ni mirada amable para los
soldados; jamás fue visto en los campos de batalla’. Las guerras carlistas
desangraron la Hacienda ya destruida y agotada por la Guerra de la
Independencia. Los embates carlistas, desde el punto de vista español, fueron absolutamente ridículos
y antipáticos, además de destruidores y con prácticas crueles de lado a lado.
En el contexto de la guerra civil, y buscando el apoyo necesario de los
liberales moderados frente al carlismo, aparece la primera gran concesión de la
reina, el Estatuto Real (1834) = una
carta otorgada en que la corona se reserva amplios poderes en la vida política
de la nación. Enseguida acontece el triunfo del liberalismo con el golpe de
Estado en la Granja de San Ildefonso (1836), por un grupo de sargentos, la
desamortización de los ‘bienes eclesiásticos’ hecha por Mendizábal y la
promulgación de una nueva constitución (1837), de carácter progresista. Con
estas reformas se dio un impulso decisivo (¡?) hacia el desarrollo capitalista
y el liberalismo político. Sin embargo, la hostilidad de la Regente hacia los
liberales progresistas y su preferencia por los moderados dieron margen a un
creciente malestar social; todo acabó en
el pronunciamiento militar de 1840, motivado por la ley de Ayuntamientos que
desagradó a griegos y troyanos. Un año antes terminara la guerra carlista a
través del abrazo de Vergara (1939)
entre Maroto y Espartero. Ante las circunstancias inconciliables, María
Cristina se vio forzada a exilarse en París, dejando a sus dos hijas a los
cuidados de Argüelles y de la condesa de Espoz y Mina.
El general Espartero, ‘héroe de la guerra carlista y jefe del
partido progresista’, asumió entonces la regencia que sólo duró 3 años,
debido a un movimiento militar, encabezado por otros tres generales, Serrano, Narváez
y O’Donell = uno de los amantes festivos de Isabel II. Estos acontecimientos
obligaron al propio Espartero a exilarse en Londres. El golpe de Estado (1840) tuvo
como motivación la ley de Ayuntamientos = por el nuevo proyecto el gobierno
nombraría a los alcaldes, con el pensamiento fijo en las elecciones que casi
siempre fueron manipuladas y fraudadas: en los censos electorales aparecían
enfermos, difuntos y personas desconocidas. Los progresistas que se consideraron
perjudicados (¡hicieron lo mismo durante el turnismo!)
recurrieron a la presión popular, al retraimiento y abandono de la Cámara, y
exigieron de María Cristina la no sanción de una ley anticonstitucional y
retrógrada (¡?). María Cristina no les hizo el menor caso. Con eso las
revueltas progresistas estallaron por todo el país, orquestadas por las juntas
revolucionarias en desafío ostensivo a la Regente. Na aguantando más la presión
política, María Cristina entregó la regencia y buscó el exilio en París. En las
cortes se discutió el tipo de regencia, si sería una o trina = ‘para
mantener un equilibrio mayor entre los civiles y militares, y un control más
preciso sobre la regencia’. Espartero ganó por pequeña margen: 179 votos
contra 110 dados a Agustín Argüelles, tutor de Isabel II. Pero las divergencias
en ambos partidos aumentaron sus gritos con los nombramientos de una camarilla
militar en torno de Espartero, denominada de ‘ayacuchos’ = habían combatido y desarrollado su carrera militar
en las guerras hispanoamericanas, sobre todo en la batalla de Ayacucho, de
donde venía el nombre con el cual eran reconocidos. Al favoritismo de todos
esos oficiales, jefes y generales, se sumó el malestar por retrasos en las
pagas y ascenso militar. Las guerras continuas habían inflado las plantillas
militares, a tal punto que el republicano Fernando Garrido afirmó convicto: el
ejército de España ‘es el más caro del
mundo’. El Estado era incapaz de hacer frente al coste económico de un
ejército cada vez mayor y más caro. Por eso, las pagas eran esporádicas
haciendo de los cuarteles un semillero de protestas e insatisfacción. Se creó
un círculo vicioso: los militares querían el sueldo, subir en la carrera y
tener un destino de acuerdo con la graduación. A su vez los gobernantes
(civiles o militares) no gozaban de prestigio político para mudar tal situación y reducir drásticamente el
escalafón del ejército. Así, al mantener ese estado de cosas perpetuaban el
descontentamiento de los militares y fomentaban su participación en levantes,
rebeliones y pronunciamientos por cualquier motivo. Sus discursos corporativistas
ensalzaban las palabras de orden: ‘el Estado
somos nosotros. La patria, o si más os place, la parte más pura de la patria,
somos nosotros’.
La regencia de Espartero (1840/43) tuvo
como pantalla de fondo el proceso legal de desvinculación del mayorazgo y
bienes nobiliarios, y la ampliación y arrobamiento de los bienes eclesiásticos
ahora del clero secular, nuevamente relacionados por Mendizábal. Esta ley junto
con la abolición definitiva del diezmo, además de otros proyectos
anticlericales ej.: jurar fidelidad al gobierno, dictar reglas al clero etc. originó
un nuevo protesto del papa Gregorio XVI ante la injerencia del gobierno español
en materia eclesiástica. Jaime Balmes -‘una
de las mayores personalidades pensantes e más destacadas de España en la
primera mitad del siglo XIX’- acusó al gobierno español de espíritu cismático, pues quería hacer de
la iglesia española algo parecido a la iglesia protestante anglicana. Cabe
destacar también las leyes reguladoras de los fueros vasco-navarros. En este
medio tiempo, María Cristina conspiraba desde París, y lo hizo sirviéndose de
los generales Prim, O’Donell y Narváez,
en nuevo pronunciamiento militar moderado (1841), con un hecho aún más
significativo: asalto al palacio real y secuestro de Isabel II y su hermana.
Serían llevadas al País Vasco, y allí se nombraría otro tutor.
Se comenzaría una nueva regencia con María Cristina y un nuevo gobierno
presidido por Francisco Javier de Istúriz
(1790-1871), gran político y diplomático en varias cortes de Europa. La justificativa del nuevo pronunciamiento fue
que Isabel II estaba siendo secuestrada por los progresistas visando controlar
la ‘educación de la reina’ (¡?), para instruirla en las prácticas liberales. Pero
el objetivo del pronunciamiento era, sin duda, la vuelta de María Cristina, ‘deseosa de recuperar la Regencia y la tutela
regia de la que había sido formalmente apartada’ por Espartero. El
pronunciamiento de 1841 no sólo visaba Espartero, sino también el liberalismo y
sus partidarios. María Cristina y su marido gastaron 8 millones de reales en el
fracasado complot del cual participaron carlistas descontentos y diputaciones
forales vasco-navarras.
La respuesta de Espartero fue violenta y cruel (como siempre lo hacía),
incluso rompió con una de las reglas no escritas pero respetadas entre los
militares: ordenó el fusilamiento de los implicados, lo que causó gran impacto
en el ejército y en la opinión pública. Este hecho ensandecido de Espartero
quedó en la memoria popular como ‘un
crimen imperdonable del Regente’. Como consecuencia se produjeron numerosos
levantamientos desafiando su autoridad: el más notorio ocurrió en Barcelona. Los
sublevados destruyeron la odiada fortaleza de la Ciudadela, considerada por los
catalanes un instrumento de opresión. Espartero en represalia disolvió el ayuntamiento y la diputación, y
obligó a la ciudad a pagar la reconstrucción de los muros derribados. La cabeza
de Espartero estaba por un hilo: en las elecciones municipales (diciembre/1841)
hubo un ascenso considerable de las ideas republicanas con reivindicaciones
populares (supresión de los consumos, abolición de las quintas, supresión de la
monarquía, reducción de los gastos militares, reparto de tierras etc). A partir
de todos estos acontecimientos, la izquierda radical se unió toda ella para
luchar por una democracia plena, más identificada con la república y el
federalismo, y una sociedad más igualitaria, justa y honesta. Uno de los
movimientos en pro de estas ideas fue el de los tejedores catalanes (‘un hito en la historia del movimiento obrero
español’). Las sociedades obreras se consolidaron en varias regiones del
país y mantenían un duro pulso con los patrones en busca de mejores condiciones
de trabajo y derechos laborales. Las cortes y Espartero ya no se entendían más:
era un enfrentamiento absurdo (cortes X partido progresista), y como muchos
pensaban era decidamente ‘el suicidio del
progresismo’. Al nombrar un miembro de su camarilla para presidir el
gobierno, Espartero ‘se desviaba de su
papel de árbitro, replegándose a un círculo íntimo compuesto por militares
vinculados a su persona’. Y aún ordenó el bombardeo a Barcelona, ‘uno de los episodios que más contribuyó al
deterioro de la figura del Regente’. Barcelona se levantó en armas cuando
el gobierno de Espartero firmó un acuerdo comercial librecambista con
Inglaterra: rebajaba los aranceles a los productos textiles ingleses, lo que
ocasionaría la ruina naciente de la industria algodonera catalana.
Enseguida, comenzó una guerra de
barricadas siendo protagonizada por la junta de vigilancia de la ciudad. Las
tropas gubernamentales se vieron obligadas a abandonar la ciudad, hecho que fue
considerado un verdadero triunfo por los sublevados que gritaban: ‘abajo Espartero y su gobierno. Justicia y
protección a la industria nacional’ (¡?). Por orden de Espartero la ciudad
fue bombardeada desde el castillo de Montjuic (1842). La represión fue muy
dura: se desarmó a la milicia y unos 100 fueron fusilados, además de otras
acciones todas ellas violentas. Incluso, el nuevo capitán general (un ‘ayacucho’) se manifestó diciendo que
gobernaría ‘fusilando y tirando metralla’. Espartero como siempre lo hacía
acabó con la revuelta, pero el bombardeo y la dura represión contra los
catalanes le hicieron perder ‘al inmenso
apoyo social y político que había tenido tradicionalmente en Barcelona’.
Por eso, nadie extrañó el levantamiento unánime contra Espartero en Cataluña
(1843). La frialdad con que fue recibido en Madrid contrastaba con el alborozo
y pomposidad cuando fue elevado a la categoría de nuevo Regente (1840). En
realidad, Espartero perdió la popularidad que había ganado en las guerras
carlistas y, ciertamente debido a esto, se formó una coalición anti-Espartero a
los cuales se sumaron todos los sectores y grupos que rechazaban su política de
camarilla. En 1843, las cortes casi unánimemente se volvieron contra Espartero,
sobre todo cuando nuevamente afrontó al congreso, nombrando al general Linaje
como su secretario personal. Gritos de ‘Fuera,
fuera’ y ¡Dios salve al país! ¡Dios
salve a la reina!’, se oían por todas las partes. Los gritos en
Reus/Tarragona fueron más directos: ¡Abajo
Espartero! ¡Mayoría de la reina!
La insurrección contra el Regente se extendió no sólo por toda la franja
mediterránea y Andalucía (la ‘típica
geografía juntera’), sino también por ciudades del interior castellano ej.:
Burgos, Palencia, Valladolid etc. Hubo una batalla en Torrejón de Ardoz/Madrid
entre tropas del gobierno, comandadas por Antonio Seoane, y tropas sublevadas,
dirigidas por Narváez, que acabaron confraternizándose en un solo grito: ‘todos somos unos’. Al saber del
desenlace (las tropas gubernamentales se pasaron al bando rebelde), Espartero y
su camarilla de ‘ayacuchos’ embarcaron en el Puerto de Santa María/Cádiz, en un
buque británico rumbo a Londres. Terminaba así la regencia confusa y plena de
variantes nada lisonjeras del general Espartero, ‘el pacificador de España’ (¡?). Se dice que los madrileños ‘no sólo eran grandes entusiastas del
general, sino también fanáticos admiradores. Era su salvador, su ídolo. No
contemporizaban con [el partido de]
los moderados, porque habían condenado al ostracismo al mesías del pueblo [español]’. Con su caída se decidió proclamar la
mayoría de edad de Isabel II, entonces con 13 años.
La historia personal de Baldomero
Espartero (1793-1879) está blasonada por la cantidad de títulos y honrarías que
recibió a lo largo de su vida, ‘en
recompensa por su labor en el campo de batalla’, en especial contra el
carlismo. Destalle curioso: su padre quería que fuese religioso, pero la guerra
de la independencia le arrastró desde muy joven a los campos de batalla que no
abandonó hasta 25 años después. Fue el único militar español ha ser tratado de Alteza Real. Rechazó la corona de España
y fue tratado como una leyenda viva en
todo el país; llegó a ejercer el cargo de virrey en Navarra (1836). En uno de
sus discursos antes las cortes (1854), llegó a decir: ‘la patria cuenta con vuestros esfuerzos, con vuestras virtudes, con
vuestra sabiduría, para que hagáis leyes que afiancen sus derechos y destruyan
los abusos que se han introducido en el gobierno del Estado. Hacedlas: la reina
tendrá una gran satisfacción en aceptadlas y la nación en obedecerlas. En
cuanto a mí, señores, yo las obedeceré siempre, porque siempre he querido que
se cumpla la voluntad nacional’. Sin embargo, como opina el historiador
Adrian Schubert, profesor en la Universidad de Zurich, Espartero ‘ha sido borrado de la memoria histórica
española. Al tiempo que otras figuras cuyo papel en la historia del país fue
mucho menos significativo permanecen
vivas en el recuerdo; su nombre ha pasado de la idolatría al olvido’.
Álvaro Figueroa, el renombrado conde de Romanones (1863-1950), nos dejó su
perfil físico: ‘era un hombre de estatura
mediana, por el conjunto y proporciones de su cuerpo no daba la impresión de
pequeñez. Tenía ojos claros, mirada fría… Sus músculos faciales no se contraían
en momento alguno’. Ya el general Jerónimo Valdés, después que Espartero
liquidó a la Legión Peruana (1823), nos
dejó su perfil psicológico: ‘tiene mucho
valor, talento, aplicación y conocida adhesión al rey nuestro señor: es muy a
propósito para el mando de un cuerpo [militar], y más aún para servir en clase de oficial de Estado Mayor por sus
conocimientos. Éste será algún día un buen general’. De hecho, Espartero
unía a su valentía gran sangre fría y capacidad de engaño al enemigo,
infiltrándose entre los sublevados para más tarde arrestarlos y, en juicio
sumarísimo, condenarlos a muerte y ejecutarlos. Este modo de proceder sería una
constante en su carrera militar. En la campaña sudamericana demostró toda su capacidad
de estrateguista: ‘su actividad fue
febril y destacada por sus conocimientos en topografía y construcción de
instalaciones militares, su capacidad de actuar rápido y con pocos efectivos,
la virtud de movilizar con prontitud tropas y la autoridad que le reconocían
sus soldados. Los méritos de guerra fueron numerosos, aunque hizo poco mención
de ellos’. Así fue la vida y obra de este gran general español, sobre todo
tras su victoria en Luchana/junto al río Nervión (Bilbao), contra los carlistas.
En esta batalla, Espartero dio muestras de sus cualidades militares, entre las
cuales su valentía, lo que contribuyó a convertirlo en héroe nacional.
Espartero fue ante todo un general ‘isabelino’: en algunas batallas
contra los carlistas -en el sitio de Bilbao fue herido en el brazo- su valentía
y arrojo fueron incuestionables, aunque ‘su
ímpetu alocado y sus reiterados actos de desobediencia a los superiores’ lo
consideraban incapaz de dirigir el grueso del ejército monárquico (cristino e isabelino).
Entre tanto, la batalla de Luchana/Bilbao puso el nombre de Espartero ‘en labios de todo el mundo, al menos en la
España liberal, y lo convirtió en objeto de pinturas, innumerables artículos en
periódicos, de discursos parlamentarios y también, sin duda, de conversaciones
de café’. Tras Luchana, nos dice su biógrafo Antonio Espina, Espartero
adquirió proporciones épicas. Después
de aquella victoria, las fuerzas leales a Isabel II no sólo fueron superiores
en número y capacidad bélica, como consiguieron el apoyo naval británico en
varias ocasiones. El último intento carlista con la Expedición Real que llegó a
las puertas de Madrid fue un triunfo estruendoso de Espartero en la batalla de
Aranzueque (1837). Este éxito ‘isabelino’ le colocó en una posición dominante
entre los liberales, pero sobre todo ‘entre
todos los ciudadanos agradecidos por haberles salvado de la incursión carlista
y haber provocado el desmoronamiento del ejército enemigo’. Los
agradecimientos públicos y privados convencieron a Espartero de que la popularidad
obtenida era un equipaje muy valioso para alcanzar el poder político.
Estratégicamente, fomentó la división entre los carlistas y firmó la paz con el
general Rafael Maroto (un ‘traidor’ para
algunos de sus correligionarios), aunque dicho sin mucha fuerza, pues el abrazo de paz fue
dado ante las tropas de ambos ejércitos, reunidas en los campos de Vergara/Oñate
(Guipúzcoa). El abrazo de Vergara,
como fue conocido el acuerdo entre las partes beligerantes y promovido por el
representante inglés, lord John Hay, formalizó el acto final de la guerra. Los
batallones de Vizcaya, Guipúzcoa y Castilla, y el propio Maroto estaban presentes.
El general carlista así describe el momento: ‘pusieron sus armas en pabellones, se mezclaron libre y alegremente las
tropas y quedó sellada la paz con el mayor contento y armonía’. Por su
labor y finalización de la guerra, Espartero recibió el título de príncipe de Vergara. Y con plena
satisfacción del pueblo español, exhausto y agotado de tantas guerras…
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