quarta-feira, 12 de março de 2014

La Ojeda: 'A Barcelona hay que bombardearla... (Espartero)'


 
              El general Espartero siempre mostró una lealtad total a la reina Isabel II. Incluso, al final del bienio progresista (1854/56) no quiso encabezar la resistencia al golpe moderado porque podría poner en peligro a la monarquía isabelina. Él mismo afirmó sin cortapisas: ‘yo, monárquico y defensor de esa augusta persona, no quiero ser cómplice de su destronamiento’. Antes de retirarse a Logroño para reponerse de una enfermedad,  permaneció en Madrid a petición expresa de la reina para sofocar una revuelta urbana. Esta lealtad se mantuvo hasta después de la Revolución Gloriosa (1868), cuando Isabel II fue destronada; enseguida pasó a defender los derechos al trono de Alfonso XII, hijo de Isabel II. Años antes, al ordenar el fusilamiento de los implicados en el golpe de Estado (1841) -incluía el rapto de la futura reina Isabel II y de su hermana Mª Luisa Fernanda- , Espartero así se manifestara: ‘yo soy la bandera española y a ella se unirán todos los españoles’.  Tuvo altos y bajos, evidentemente, y en muchas ocasiones provocó la enemistad de sus propios partidarios debido a su modo personalista y excesivamente militar de gobernar, como en el caso del bombardeo a Barcelona. Sin embargo, hasta en este triste episodio, el carisma y la lealtad a la reina quedó patente cuando dijo: ‘a Barcelona hay que bombardearla al menos una vez a cada 50 años’. No admitía oposición al trono español: significativamente, el bombardeo a Barcelona fue el fin de su Regencia, pues tras la sublevación de Cataluña otras regiones se sublevaron también. La huída se hizo necesaria, ya que las novas autoridades ordenaron: ‘si hallado en la península sea pasado por las armas’. En Londres fue agasajado por la corte británica y por la nobleza, visto que su fama no se limitaba a España: había sido condecorado por varios monarcas, incluso por la reina Victoria I. El hotel donde se hospedó fue literalmente sitiado por visitantes de todos los rangos. El gran duque de Wellington hizo una visita a su ‘Alteza Real’ = el general Espartero y príncipe de Vergara, que nunca perdió de vista la política nacional. Isabel II, aconsejada por su madre, trató de acercarse nuevamente a Espartero, sabedora que a cualquier hora habría de contar con un hombre admirado por su pueblo y de tan importante influencia.     
           Isabel II y su gobierno estaban tan interesados en el regreso de Espartero, que expidieron un decreto (1847) por el cual la reina le nombraba senador e, poco más tarde, embajador plenipotenciario en el Reino Unido. El tiempo de la reconciliación entre Isabel II y Espartero llegó en 1848: fue restituido en sus honores y regresó a España, refugiándose en Logroño (‘su pueblo adoptivo’), y abandonando por un cierto tiempo la vida pública. En una carta a su esposa Jacinta, así se manifestó: ‘cuando conseguir consolidar el trono de Isabel II, la constitución, jurada la paz [con los carlistas], la prosperidad e independencia de mi patria, emplearé el resto de mi vida en plantar árboles en la Fombera  y mejorar a Logroño como un simple ciudadano’. Su popularidad nunca decayó, como lo prueba el editor de su biografía Benito Herculano: ‘encontré su casa rodeada por la multitud, un inmenso pueblo que día y noche se instaló con el objetivo de ver al caudillo del pueblo, si alguna vez salía o se asomaba al balcón. Una mirada de él hubiera sido suficiente para electrizar aquella gente’. Reapareció en el bienio progresista (1854/56) como presidente del Consejo de Ministros de España. Pero antes de volver a la política activa, dejó este recado: ‘Riojanos: me separo de Logroño, mi pueblo adoptivo [naciera en Calatrava/Ciudad Real], porque la patria y su libertad reclaman mi presencia en la invicta Zaragoza. Un solo encargo os dejo: obedeced a la patriótica junta, respetad sus dispositivos y conservad el orden, garantía segura del triunfo’. Y más aún: después de 5 años de exilio y otros 6 años de retiro en Logroño, su popularidad se mantenía intacta. Las clases bajas de Madrid, Zaragoza y la mayoría de las capitales de provincia idolatraban al general Espartero: ‘al igual que Napoleón en Francia, su retrato era universal en las barracas de los pobres, y era el único’, declaró el embajador británico en Madrid. Además, el general Espartero fue considerado ‘símbolo de la lucha de los obreros’, incluso en Barcelona que ordenó bombardear. En el conflicto de las huelgas selfactinas (del inglés, self-acting) = máquinas automáticas de hilar que ahorraban mano de obra, los obreros catalanes dejaron el recado: ‘y para que no nos engañen, dos pilares debemos honrar: uno es el general Espartero, y el otro la Societat [de los hiladores]’. En muchas capitales, las delegaciones obreras gritaban: ‘¡Viva Espartero! ¡Viva la libertad! ¡Viva la libre asociación, orden, trabajo y pan!’. Al fin del bienio progresista (1856), cuando Isabel II colocó a O’Donell como ministro de la Guerra, el conde de Romanones ironizó el convivio de los dos generales: ‘dos gallos en el mismo gallinero, no puede dar cierto’. Él mismo reconocía que su tiempo había pasado. Mismo así Juan Prim y Pascual Mardoz le ofrecieron la corona de España, pero no quiso aceptarla. En las canciones populares, el pueblo era a favor de Espartero: ‘dichosa sería España/ bajo demócrata mando, / altivo, no tolerando/ la corona en sien extraña… Espartero es popular, / rey lo debemos alzar’. No tuvo hijos: murió a los 86 años de edad en su casa de Logroño (1879). Durante la 2ª república, una multitud intento derribar la estatua ecuestre de Espartero situada frente al Retiro. Alguien gritó: ‘¡vamos a ejecutar a ese tío!’; a lo que un otro respondió: ¡ese tío era un liberal!’. Mal sabía aquel grosero republicano la importancia del general Baldomero Fernández Espartero, el ‘pacificador de España’.        
            Con la caída de Espartero, Isabel II perdió su mejor y más poderoso aliado constitucional. Durante 25 años, la reina se inclinó sistemáticamente hacia los moderados, no cumpliendo su papel de árbitro al llamar para formar un nuevo gobierno siempre al mismo partido, obligando a los progresistas a recurrir a la fuerza para tener opción de gobernar. De ahí los numerosos pronunciamientos, mecanismos más comunes de insurrección militar en España, con frecuencia  combinados con algaradas callejeras, revueltas de todo tipo y rebeliones de la soldadesca, visando el cambio político. La ignorancia absoluta de la reina, su ‘candidez’ política y su vida de juerga amorosa se complicaron ante su insatisfacción sexual (¡?), tal vez fruto del matrimonio infeliz y desgraciado que le arreglaron con apenas 16 años. La sucesión escandalosa de sus amantes forjó ciertamente su influencia sobre las decisiones de la corona real, al mismo tiempo que confesores, consejeros y aprovechadores de primera o última hora, manipularon sus sentimientos de culpabilidad (¡si es que los tenía!) y los accesos de religiosidad y actos de beneficencia para con los más necesitados. Isabel II se rodeó de una camarilla palaciega con influencia política extra-constitucional, la causa más plausible de su descrédito ante el pueblo y la opinión liberal. Isabel II inauguró 10 años de gobierno ininterrumpido - la década moderada (1844/54), dominado por el general Ramón Mª Narváez, más conocido como el Espadón de Loja, porque sufocó con eficacia y prontitud los motines callejeros contra la reina y algunos pronunciamientos militares; fue siete veces presidente del Consejo de Ministros. Bajo su gobierno se hizo una reforma fiscal (los impuestos se redujeron a  solo cuatro); se reorganizó la instrucción pública; se cesó con la venta de los bienes eclesiásticos y se centralizó la administración del Estado, además de otras medidas importantes.    
                     El predominio del partido moderado acabó plasmando la constitución de 1845 en la que el poder de Isabel II era reforzado frente a los órganos de representación nacional, además de una serie de leyes que configuraron un nuevo modelo de Estado, en versión más conservadora. Las relaciones con el Vaticano se restablecieron (1851), e Isabel II fue reconocida (a pesar de su vida extremamente escandalosa) como legítima reina de España. Pero el descontentamiento del partido liberal acabaría provocando una nueva revolución conocida en la historia como el bienio progresista (1854/56), marcado una vez más por la influencia del general Espartero. Otra sublevación militar restablecería la situación conservadora, con alternancia entre los moderados de Narváez y la unión liberal (partido centrista) de O’Donell. Los progresistas, excluidos  entonces del poder, se inclinaron, a través del llamado pacto de Ostende (1866), a provocar nuevas insurrecciones. Como se puede comprobar por tantos pronunciamientos e revueltas, el reinado de Isabel II no tuvo un solo momento de paz y sosiego. Inconformados, los progresistas junto con los demócratas firmaron en la ciudad belga de Ostende un acuerdo (por iniciativa del general Prim), para derribar la monarquía de Isabel II. Este pacto daría origen a La Gloriosa (1868) = la revolución que depuso a la reina española. Isabel II, inconformada con el comportamiento demasiado blando con los insurrectos del Cuartel de San Gil (mismo así fueron fusilados 66 cabecillas), destituyó al general O’Donell y colocó en su lugar a Narváez = este general adoptó inmediatamente una política autoritaria y de represión, negándose rotundamente a pactar con los progresistas, ‘dolido por los acontecimientos del Cuartel de San Gil, en especial con el general Prim’. El pacto de Ostende definía en sus primeras líneas ‘destruir las altas esferas del poder’. A continuación se unieron todos los partidos para proceder a la ‘búsqueda de una nueva dinastía’ tras el destronamiento de Isabel II, pues el objetivo principal del pacto era derrocar a la reina y a su régimen de camarilla, y establecer los derechos fundamentales del ciudadano español (¡?), entre los cuales se destacaba el sufragio universal. Una vez conquistado el poder se formarían las Cortes constituyentes para decidir en plebiscito si los españoles querían monarquía o república. El pacto de Ostende fue el paso previo de la Revolución de 1868, determinando el fin de la monarquía de Isabel II, obligada a exilarse en París. Con la caída de la monarquía, tuvo inicio el Sexenio Democrático (¡?) que se prolongó hasta 1874.
  Los historiadores españoles dividen este Sexenio Democrático en tres periodos un poco distintos:
          (1) 1868/70 = empieza la revolución de 1868, alzándose Topete contra Isabel II. Los generales Prim y Serrano encabezan un gobierno provisorio, y aprueban la constitución de 1869 con muchas características liberales y democráticas ej.: el sufragio universal, los principales derechos del ciudadano español, la división de poderes que será bicameral y progresista (admite la tolerancia religiosa, aunque el catolicismo es la religión oficial del Estado) etc;
       (2) 1871/72 = comienza el reinado de Amadeo de Saboya, hijo del rey de Italia (Víctor Manuel II), nuestro Macarroni I, en substitución a Isabel II. Procedía de una dinastía progresista y católica (¡no obstante, era masón grado 33, del rito escocés!), y fue elegido por el parlamento, lo que suponía una grave afrenta a las costumbres dinásticas. Fue rechazado por carlistas y republicanos, y evidentemente por la aristocracia borbónica. También lo fue por la iglesia (era a favor de las desamortizaciones) y por todo el pueblo, pues no tenía cualquier carisma y mal chapurreaba el castellano. Ante las complicaciones de la política española, el pobre Amadeo tendría dicho: ‘ah, per Bacco, io non capisco niente. Siamo una gabbia di pazzi’, o sea, ‘no entiendo nada, esto es una jaula de locos’. Amadeo tenía todas las razones del mundo, y por eso decidió abdicar; el mensaje de renuncia tuvo que ser leído por su esposa Mª Victoria. Cuando abandonó España, él mismo tuvo que cargar las maletas. Poco después comentaba la falta de educación de los españoles;
       (3) 1873/74 = se da inicio a la 1ª república federal que duró 11 meses. Ante el jaleo padre en que vivía España, un tal Cristino Martos  proclamó en alto y buen grito: ‘aquí no habrá dinastía ni monarquía posible; aquí no hay otra cosa posible que la república’. Y Emilio Castelar pronunció estas frases históricas: ‘señores: con Fernando VII murió la monarquía tradicional;  con la fuga de Isabel II la monarquía parlamentaria; con  la renuncia de don Amadeo de Saboya la monarquía democrática; nadie ha acabado con ella, ha muerto por sí misma’. Estanislao Figueras, el primer presidente republicano, también dejó su recado: ‘la república es como el iris de paz y de concordia de todos los españoles de buena voluntad’ (¡?). Detalle curioso: la 1ª república comenzó en medio a huelgas, marchas, concentraciones de protesta, ocupación de tierras abandonadas y, principalmente, con una crisis económica de grandes proporciones. En muchos pueblos, la palabra república se identificaba con el reparto de tierras que los campesinos exigieron de los ayuntamientos: querían parcelar inmediatamente las fincas más productivas de la localidad. En cuanto al ejército, apenas se aceptaban voluntarios: recibían ‘un sueldo de 50 pesetas al alistarse, y más 2 pesetas y un chusco diarios’. Pero las confusiones republicanas eran tantas -Pérez Galdós las clasifica como ‘un espectáculo de indescriptible confusión dado por los padres de la Patria’- que Estanislao Figueras gritó en catalán: ‘señores, ya no aguanto más. Voy a serles franco: ¡estoy hasta los cojones de todos vosotros’. Huyo en el primer tren y no bajo de él hasta llegar a París. Si en tiempos de Amadeo de Saboya la situación española era ‘una jaula de locos’, ¿qué decir de la implantación de la 1ª república? Cada individuo era exactamente eso, un loco barrido. Por eso, el general Martínez Campos, a través de un nuevo pronunciamiento militar, derribó la república, proclamando in continenti la restauración de la dinastía borbónica con Alfonso XII.
         En 1874, tras el pronunciamiento de Martínez Campos (prácticamente no hubo oposición ninguna; no había por qué), se formó el ministerio-regencia presidido por Cánovas del Castillo a la espera de que Alfonso XII regresara a España, pues se encontraba en Londres. Ese gobierno estaba formado por los mismos ‘próceres de la patria’ (¡?)  que habían desencadenado la revolución de 1868. Alfonso XII el Pacificador (1874-1885) reinó por apenas 11 años: murió de tuberculosis, a los 27 años de edad. Circuló por todo el país que Alfonso XII no sería hijo de Francisco de Asís, esposo legítimo de Isabel II, sino de un capitán de ingenieros de nombre Enrique Puig Moltó (fase de promiscuidad de la reina entonces con 27 años, y de la aparente homosexualidad del rey consorte Francisco de Asís. Va ver que los catalanes se basan en estos amores adsúlteros para decir que Cataluña tiene derechos reales). Alfonso XII fue el primer príncipe de Asturias formado en centros educativos y militares extranjeros ej.: academia militar de Sandhurst/Inglaterra. En esta época, la situación económica de la familia real era de relativa estrechez como se desprende de la correspondencia entre madre e hijo. En 1870, Isabel II abdicó de sus derechos dinásticos a favor de Alfonso XII, conforme consta en un documento firmado en París por la ex-reina: por tanto, era legítimo rey de España. En su Manifiesto de Sandhurst, reafirmaba su condición de príncipe católico, español (nació en el Palacio Real de Madrid), constitucionalista, liberal y deseoso de servir a España; fue proclamado rey antes las Cortes españolas (1875). Su reinado se especializó en ‘consolidar la monarquía y la estabilidad institucional, reparando los daños que las luchas internas del Sexenio Democrático habían dejado tras de sí’; de aquí le vino el apellido de El Pacificador. En su reinado se aprobó la nueva constitución de 1876, y acabó definitivamente la guerra carlista; los fueros vasconavarros fueron reducidos. Durante una epidemia de cólera, Alfonso XII quiso consolar a los enfermos y les repartió ayuda. A su vuelta, el pueblo le recibió con vítores y, retirados los caballos del carruaje, le condujeron hasta el Palacio Real, donde murió de tuberculosis. Con Alfonso XII se restauró la monarquía y un sistema de gobierno dominado por el caciquismo de la aristocracia rural y una oligarquía bipartidista: el partido conservador, liderado por Antonio Cánovas del Castillo (y apoyado por la aristocracia, iglesia y clases medias moderadas), y el partido liberal, liderado por Práxedes Mateo Sagasta (apoyado por industriales y comerciantes).        
                  Tras la restauración borbónica, el sistema bipartidista se alternó en el gobierno durante un tramo del siglo XIX y parte del siglo XX. Y con la muerte prematura de Alfonso XII los dos partidos decidieron apoyar la regencia de María Cristina de Habsburgo-Lorena (embarazada del rey), también conocida popularmente como Doña Virtudes, y así garantizar la continuidad de la monarquía. A través del pacto de El Prado (1885) se sancionó el turnismo entre ambas formaciones. Cánovas se comprometió a ceder el poder a los liberales de Sagasta a cambio de que éstos acataran la constitución de 1876. El pacto de El Prado se prolongó hasta 1909. Causa sensación saber que la alternancia del poder partidario se debe a las redes caciquiles con que ambos partidos contaban por toda España. El pacto impedía el acceso al poder de ideologías radicales que más tarde se difundieron por la península: anarquismo, socialismo, republicanismo etc. que podrían poner en peligro el régimen monárquico. La nueva regente, inexperta en los negocios políticos, se dejó asesorar por Sagasta, aunque en sus 17 años de regencia se guió más por la sensatez y el equilibrio en el cumplimiento de sus obligaciones constitucionales. El papel de María Cristina fue más representativo que otra cosa, pues no participó de los enfrentamientos entre los partidos dinásticos, respetando religiosamente el turnismo de los candidatos. En su regencia se aprobaron las leyes del sufragio universal y de asociaciones. En los últimos años de la regencia se agravaron los conflictos en Marruecos y algunos problemas sociales ej.: el catalanismo político. Además, se perdieron las tres últimas colonias hispanoamericanas (1898), y tuvo inicio la descomposición de los partidos al morir sus líderes (Cánovas y Sagasta). Con eso, el país sumió en una grave crisis que evidenció la inoperancia del régimen monárquico (¡?). El mayor deseo de esta regente fue traspasar la corona a su hijo Alfonso XIII, proclamado rey de España en 1902. Después se consagró a las obras de caridad y a su vida familiar. En el casamiento de Alfonso XIII con Victoria Eugenia de Battenberg usó el nombre de ‘reina madre’. María Cristina de Habsburgo murió de ataque cardiaco (1929), después de asistir por la última vez al Teatro de Zarzuela con la reina Victoria y sus hijas.     
            Dijimos arriba que el caciquismo de la aristocracia rural dominó el gobierno bipartidista durante el corto reinado de Alfonso XII. Un hecho nos habla del ‘buen funcionamiento del fraude electoral’ (¡?): el decantado sufragio universal era totalmente controlado y manipulado por el partido en el poder. Admitamos que el caciquismo fue tan sólo una de las múltiples formas de manifestación por parte de personas de gran influencia en territorios rurales, en una sociedad de clientelas sobornables (influencia de los caciques). El caciquismo propiamente dicho surgió con las desamortizaciones de los bienes eclesiásticos a mediados del siglo XIX. En esta época, el clientelismo rural adquirió una dimensión nueva al afirmarse sobre todo en una economía de mercado. El caciquismo tuvo su principal fortaleza en el mundo agrario, aunque también actuó en los medios urbanos. Evidentemente, dentro de una España dominada por las tierras de la meseta castellana y sur de la península, fue ahí que creció con mayor comodidad y desparpajo el caciquismo asqueroso que tanto mal causó en nuestros pueblos, de Prádanos de Ojeda, de La Ojeda entera, de la provincia de Palencia, de España… A finales del siglo XIX, ocurrieron las críticas más violentas a los hombres que decían  reformar la política nacional. El caciquismo se consolidó entre 1874 y 1923, cuando el régimen liberal español estuvo dominado, salvo breves y dudosos periodos, por procesos electorales fraudulentos y de abstencionismo generalizado. El caciquismo rural fue además el sistema de estructuración de una sociedad nada igualitaria, con la intención de relacionar el hombre del campo con los hombres de las ciudades. Infelizmente, las clientelas caciquiles llegaban hasta los lugares más recónditos de la geografía española: el descuaje de este sistema con tan vilipendiados mecanismos de poder sólo terminó (¡?) con la Guerra Civil (1936/39). El problema del caciquismo siempre fue de carácter esencialmente político y electoral. El cacique era el jefe local de uno de los partidos en el gobierno, cuya misión consistía en manipular los resultados más o menos ficticios, muchas veces ilegales,  pero siempre favorables al jefe del turno. La base de su poder residía en la posición económica y en el control de los mecanismos administrativos. El cacique tanto liberal como conservador ejercía su influencia con el objetivo de imponer a cualquier administración actos antijurídicos. El hecho de él ser jefe local del partido creaba un patronazgo odioso, gracias a la distribución de favores a sus ‘fieles correligionarios’, pues controlaba los diferentes cargos importantes de ayuntamientos, juzgados etc. Actuaban de acuerdo a su influencia. Normalmente, los consistorios municipales y los jueces demitían a favor de los oficialistas. Cuando el mecanismo de falsificaciones se tornó difícil, algunos caciques inscribían a los muertos del cementerio local o a desconocidos.       
                En el reinado efectivo de Alfonso XIII (1902-1931), el caciquismo fue un motivo de escándalo, pero ante la desmovilización popular y una oposición que no conseguía articular auténticos movimientos de masas en España, el caciquismo continuó funcionando a todo vapor. Sólo con la implantación de un régimen duradero y verdaderamente representativo se conseguiría romper el círculo político oligárquico, sin embargo todas las esperanzas quedaban fraudadas. Por eso, cuando vino el golpe de Primo de Rivera -en su programa de gobierno figuraba el fin de la vieja política y la regeneración del país- el pueblo pensó que en adelante las cosas mudarían. No mudaron,  y aún la situación se complicaría al punto de estallar una Guerra Civil de grandes y siniestras proporciones. Las medidas tomadas contra el caciquismo tuvieron una corta duración: se suspendieron los ayuntamientos y las diputaciones, y se les sometió a una fiscalización militar. De nada adelantó: los delegados en muchos casos substituyeron a los caciques. En otros, surgieron nuevas fuerzas políticas de talante conservador como los agrarios: instancias tradicionales de poder se organizaron en defensa de los propios intereses. Hasta hoy el caciquismo rural se disfraza como el lobo malvado del cuento infantil y hace de las suyas en ‘los bosques sin dueño’. Esto es tan verdadero que, en Ourense (2013), salió estampado en un diario: ‘es inadmisible que un socialista sucumba al caciquismo’.  Y completa: ‘una trama de corrupción salpica al PP y al PSOE en la política gallega, en pleno siglo XXI’. O sea, hasta nuestros días, cada región, cada provincia, cada pueblo, se halla dominado por un particular irresponsable, diputado o no, vulgarmente apodado de cacique, sin cuya voluntad o beneplácito no se mueve una hoja de papel, no se despacha un expediente, ni se pronuncia un fallo, ni se declara una exención, ni se nombre un juez, ni se traslada un empleado, ni se acomete una obra… Sin él no hay leyes de aguas, de caza, de quistas, ni ley municipal o de contabilidad, ni ley electoral o instrucción de consumo, ni leyes fiscales etc. En la época del caciquismo monárquico era declarado exento del servicio militar quien él quería que lo fuese, por precio o sin él; se extraviaban los expedientes y cartas que él quería que se extraviasen; se hacía justicia cuando él tenía interés en que se hiciese. En fin, conforme a su conveniencia, y a la de su clientela, todo dependía de su desprecio o de su entereza. ¿Quién nunca ha oído hablar de carreteras que no iban por donde las trazaban los ingenieros, sino por donde caían sus fincas, sus pueblos o sus caseríos, los montes del estado o municipio que había que comprarlos o roturarlos de sus manos o de sus protegidos? Me diga, caro lector on-line, ¿todos estos mecanismos no sobreviven hasta nuestros días? Un historiador español, de hoy y no de tiempos lejanos, confesaba: ‘yo tengo para mí que a lo que llamamos y seguimos llamando de ‘partidos’, no son sino facciones, banderías o parcialidades de carácter meramente personal, caricaturas de partidos formadas mecánicamente, a semejanza de aquellas otras que se constituían en la Edad Media y las cortes de los reyes absolutos, sin más fin que la conquista del mando, y en las cuales las reformas políticas y sociales no entran de hecho’. Concuerdo plenamente: los caciques modernos están ‘encasillados’ en partidos políticos. Con certeza absoluta…
        Fruto del caciquismo político son asimismo los ‘regionalismos’ y el ‘nacionalismo’ imperante en varios rincones de nuestro país. Así, a finales del siglo XIX, nacían en Cataluña y País Vasco (¡?) movimientos que cuestionaban la existencia de una única nación española en la península Ibérica. En España, el punto de partida de la argumentación nacionalista consiste en afirmar que Cataluña y el País Vasco son ‘naciones’ en el sentido más castizo de esta palabra: según el diccionario español, ‘conjunto de personas que viven en un mismo territorio, tienen una serie de vínculos históricos y poseen una misma estructura  política’. Por presentar esas características (¡?), Cataluña y el País Vasco tendrían derecho al autogobierno. Y reafirman su autodeterminación como ‘naciones’ porque poseen realidades diferenciadas (lengua, fueros o derechos históricos, cultura y costumbres propias). Estos movimientos se plantean vivencias más o menos radicales, desde el autonomismo mitigado hasta el separatismo o independencia total. No es fácil responder a estas cuestiones, pero tanto catalanes como vasconavarros extrapolan sus reivindicaciones ante la historia y las diversas constituciones imperantes en España a lo largo de los siglos. No es porque yo quiero aislarme o separarme del resto de mis ciudadanos por los motivos que sean, puedo disponer del territorio, dispensar las leyes (porque me son contrarias) y arrojar a la cuneta elementos constitutivos de una prolongada historia de reconquista que ultrapasa mi propio deseo de independencia. De modo especial, Cataluña y  los demás reinos de la corona de Aragón perdieron sus leyes o fueros con los Decretos de la Nueva Planta, tras la guerra de Sucesión Española. Por otro lado, el siglo XIX pasó a la historia como el ‘siglo del nacionalismo europeo’: un sentimiento personalista reavivado por la burguesía que estaba protagonizando la revolución industrial por puro egoísmo y ganancia. El nacionalismo catalán se construyó a partir de ese sentimiento personalista, a través de diversas etapas: (1ª) comenzó en la década de 1830, cuando la Renaixença = un movimiento intelectual, literario y apolítico, dio su apoyo a la recuperación e incentivo de la lengua catalana; (2ª) en 1882 se creó en Barcelona el Centre Catalá = una organización política que reivindicaba más autonomía, y denunciaba el caciquismo (¡?) -las elecciones  nunca contemplaban a Cataluña- que  imperaba en la España de la Restauración borbónica; (3ª) en 1891 se fundó la Unió Catalanista, de ideología conservadora y católica, con fundamento en las Bases de Manresa = un programa que reclamaba el autogobierno para Cataluña y una división de competencias entre el Estado español y la autonomía catalana, pero sin planteamientos separatistas. Más tarde, en esa misma dirección se creó la Lliga Regionalista (1901) = partido católico, conservador y burgués que exigía una autonomía política sin pujos de independencia. Incluso, su principal dirigente Francesc Cambó participó del gobierno en Madrid: defendía los intereses económicos de la industria textil catalana, mayoritariamente proteccionista; (4) el nacionalismo catalán se extendió más entre la burguesía y el campesinado; la clase operaria abrazó con mucho más fuerza el anarquismo y la república.
           El nacionalismo del País Vasco (o Euskadi), aunque muchos piensen que se trata de una reivindicación antigua, está ligado a la causa carlista en defensa de la corona española por supuestos derechos dinásticos de Carlos María Isidro (1788-1855) -el hermano menor de Fernando VII- y de los fueros vasconavarros durante esa campaña en el siglo XIX. Las sucesivas derrotas de los absolutistas vasconavarros llevaron a la abolición de los fueros (1876). A semejanza de los catalanes, la burguesía vizcaína, enriquecida por la naciente revolución industrial y el proteccionismo dado a la siderurgia local, favoreció el ‘nacionalismo’ vasco, pero sin los arrobos catalanes. El Partido Nacionalista Vasco fundado por Arana Goiri (1865-1903) = hombre ‘carlista’ y ultra-católico (sus detractores le acusan de racista y xenófobo), es considerado el fundador del nacionalismo vasco moderno; murió muy joven, a los 38 años de edad. Entre sus objetivos estaban: la independencia de los siete territorios  ‘vascos’ (4 españoles y 3 franceses), insuflada por un radicalismo antiespañol, y la exaltación de la ‘raza vasca’ (estaba en la moda hablar de ‘razas’ o ‘etnias’, en la época). Esta actitud racista implicaba el rechazo y desprecio a los migrantes (obreros industriales) procedentes de otras regiones de España. Entre otros fundamentos ideológicos estaban también: el integrismo religioso católico con subordinación de lo político a lo religioso conforme el lema Dios y Leyes Viejas, con tendencia a preservar el carlismo vasco-navarro; la promoción del idioma vascuence, las tradiciones y cultura vascas. Rechazaba la cultura española por ser ‘extranjera y perniciosa’, e idealizaba el mundo rural vasco en contraposición a la industria ‘españolizada’. Su conservadurismo radical tanto en la política como en las cuestiones sociales se dirigía contra el PSOE vizcaíno para desmoralizarlo. Hoy, podemos decir que la influencia social y geográfica del nacionalismo vasco es muy desigual desde el punto de vista sociopolítico: se extendió más entre la pequeña y media burguesía. Los grandes industriales y empresarios se mantuvieron lejos de la euskaldunización o  nacionalismo Euskadi, así como el proletariado procedente en su mayor parte de otras regiones, principalmente de Castilla la Vieja. Yo tengo en la familia primos y sobrinos que emigraron a Bilbao, Baracaldo y Sestao: estas gentes abrazaron el socialismo obrero. El nacionalismo vasco es más ‘fuerte’ en Vizcaya y Guipúzcoa; en Álava y Navarra es mucho menor. En realidad, el nacionalismo de estas provincias españolas se confunde más con regionalismo, y no extrapola la historia y las leyes constitucionales como lo hace el nacionalismo catalán. Las ‘provincias vascongadas’, a no ser en momentos de mayor tensión, motivados  por absurdos de la historia reciente ej.: bombardeo a Guernica, nunca crearon problemas al poder central. EL terrorismo de ETA  = grupo indeseado y radical, tal vez queriendo acordar o forzar a sus compatriotas a pensar sobre el tema nacionalista (¡la indiferencia y asco que sienten por sus atentados criminosos es proverbial!) es algo que nunca cuajó entre los vascos; al contrario, sienten repulsa e indignación por ese grupeto extremamente chiflado e insensato.  Los vascos desde la época romana fueron un pueblo que vivía a su talante, entre las montañas y el mar, y poco o nada ‘construía de diferente’ para integrarse al resto de la península. Por eso no procede el mito del País Vasco ‘independiente’ atribuido a la época romana y al cual aluden ‘algunos pescadores de aguas turbias’, simplemente porque el País Vasco de aquel entonces no correspondía al territorio actual. Durante el imperio Romano,  los actuales departamentos vascofranceses se integraban al reino de los francos; Vizcaya y Álava pertenecían al reino asturleonés junto con las Encartaciones y sus señoríos siempre fueron castellanoleoneses; el reino de Pamplona y el sur de Navarra formaban parte del al-Andalus; Guipúzcoa y el Pirineo navarro permanecían ‘independientes’ apenas en parte (estuvieron filiados a la Merindad de Castilla hasta 1335), y  divididos en pequeñas unidades autosuficientes, por lo demás sin cualquier visibilidad histórica.
         

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