El general Espartero siempre
mostró una lealtad total a la reina Isabel II. Incluso, al final del bienio
progresista (1854/56) no quiso encabezar la resistencia al golpe moderado porque
podría poner en peligro a la monarquía isabelina. Él mismo afirmó sin
cortapisas: ‘yo, monárquico y defensor de
esa augusta persona, no quiero ser cómplice de su destronamiento’. Antes de
retirarse a Logroño para reponerse de una enfermedad, permaneció en Madrid a petición expresa de la
reina para sofocar una revuelta urbana. Esta lealtad se mantuvo hasta después de
la Revolución Gloriosa (1868), cuando
Isabel II fue destronada; enseguida pasó a defender los derechos al trono de
Alfonso XII, hijo de Isabel II. Años antes, al ordenar el fusilamiento de los
implicados en el golpe de Estado (1841) -incluía el rapto de la futura reina
Isabel II y de su hermana Mª Luisa Fernanda- , Espartero así se manifestara: ‘yo soy la bandera española y a ella se
unirán todos los españoles’. Tuvo
altos y bajos, evidentemente, y en muchas ocasiones provocó la enemistad de sus
propios partidarios debido a su modo personalista y excesivamente militar de
gobernar, como en el caso del bombardeo a Barcelona. Sin embargo, hasta en este
triste episodio, el carisma y la lealtad a la reina quedó patente cuando dijo:
‘a Barcelona hay que bombardearla al
menos una vez a cada 50 años’. No admitía oposición al trono español:
significativamente, el bombardeo a Barcelona fue el fin de su Regencia, pues
tras la sublevación de Cataluña otras regiones se sublevaron también. La huída
se hizo necesaria, ya que las novas autoridades ordenaron: ‘si hallado en la península sea pasado por las armas’. En Londres
fue agasajado por la corte británica y por la nobleza, visto que su fama no se
limitaba a España: había sido condecorado por varios monarcas, incluso por la
reina Victoria I. El hotel donde se hospedó fue literalmente sitiado por
visitantes de todos los rangos. El gran duque de Wellington hizo una visita a
su ‘Alteza Real’ = el general Espartero y príncipe de Vergara, que nunca perdió de vista la política
nacional. Isabel II, aconsejada por su madre, trató de acercarse nuevamente a
Espartero, sabedora que a cualquier hora habría de contar con un hombre
admirado por su pueblo y de tan importante influencia.
Isabel II y su gobierno estaban tan
interesados en el regreso de Espartero, que expidieron un decreto (1847) por el
cual la reina le nombraba senador e,
poco más tarde, embajador
plenipotenciario en el Reino Unido. El tiempo de la reconciliación entre
Isabel II y Espartero llegó en 1848: fue restituido en sus honores y regresó a
España, refugiándose en Logroño (‘su
pueblo adoptivo’), y abandonando por un cierto tiempo la vida pública. En
una carta a su esposa Jacinta, así se manifestó: ‘cuando conseguir consolidar el trono de Isabel II, la constitución,
jurada la paz [con los
carlistas], la prosperidad e independencia de mi patria, emplearé el resto de mi
vida en plantar árboles en la Fombera y mejorar a Logroño como un simple ciudadano’.
Su popularidad nunca decayó, como lo prueba el editor de su biografía Benito
Herculano: ‘encontré su casa rodeada por
la multitud, un inmenso pueblo que día y noche se instaló con el objetivo de
ver al caudillo del pueblo, si alguna vez salía o se asomaba al balcón. Una
mirada de él hubiera sido suficiente para electrizar aquella gente’. Reapareció
en el bienio progresista (1854/56) como presidente del Consejo de Ministros de
España. Pero antes de volver a la política activa, dejó este recado: ‘Riojanos: me separo de Logroño, mi pueblo
adoptivo [naciera en Calatrava/Ciudad Real], porque la patria y su libertad reclaman mi presencia en la invicta
Zaragoza. Un solo encargo os dejo: obedeced a la patriótica junta, respetad sus
dispositivos y conservad el orden, garantía segura del triunfo’. Y más aún:
después de 5 años de exilio y otros 6 años de retiro en Logroño, su popularidad
se mantenía intacta. Las clases bajas de Madrid, Zaragoza y la mayoría de las
capitales de provincia idolatraban al general Espartero: ‘al igual que Napoleón en Francia, su retrato era universal en las
barracas de los pobres, y era el único’, declaró el embajador británico en
Madrid. Además, el general Espartero fue considerado ‘símbolo de la lucha de los obreros’, incluso en Barcelona que
ordenó bombardear. En el conflicto de las huelgas selfactinas (del inglés, self-acting) = máquinas automáticas
de hilar que ahorraban mano de obra, los obreros catalanes dejaron el recado: ‘y para que no nos engañen, dos pilares
debemos honrar: uno es el general Espartero, y el otro la Societat [de los
hiladores]’. En muchas capitales, las delegaciones obreras gritaban: ‘¡Viva Espartero! ¡Viva la libertad! ¡Viva
la libre asociación, orden, trabajo y pan!’. Al fin del bienio progresista
(1856), cuando Isabel II colocó a O’Donell como ministro de la Guerra, el conde
de Romanones ironizó el convivio de los dos generales: ‘dos gallos en el mismo gallinero, no puede dar cierto’. Él mismo
reconocía que su tiempo había pasado. Mismo así Juan Prim y Pascual Mardoz le
ofrecieron la corona de España, pero no quiso aceptarla. En las canciones
populares, el pueblo era a favor de Espartero: ‘dichosa sería España/ bajo demócrata mando, / altivo, no tolerando/ la
corona en sien extraña… Espartero es popular, / rey lo debemos alzar’. No
tuvo hijos: murió a los 86 años de edad en su casa de Logroño (1879). Durante
la 2ª república, una multitud intento derribar la estatua ecuestre de Espartero
situada frente al Retiro. Alguien gritó: ‘¡vamos
a ejecutar a ese tío!’; a lo que un otro respondió: ¡ese tío era un liberal!’. Mal sabía aquel grosero republicano la
importancia del general Baldomero Fernández Espartero, el ‘pacificador de España’.
Con la caída de Espartero, Isabel
II perdió su mejor y más poderoso aliado constitucional. Durante 25 años, la
reina se inclinó sistemáticamente hacia los moderados, no cumpliendo su papel de
árbitro al llamar para formar un nuevo gobierno siempre al mismo partido,
obligando a los progresistas a recurrir a la fuerza para tener opción de
gobernar. De ahí los numerosos pronunciamientos, mecanismos más comunes de
insurrección militar en España, con frecuencia
combinados con algaradas callejeras, revueltas de todo tipo y rebeliones
de la soldadesca, visando el cambio político. La ignorancia absoluta de la
reina, su ‘candidez’ política y su vida de juerga amorosa se complicaron ante
su insatisfacción sexual (¡?), tal vez fruto del matrimonio infeliz y
desgraciado que le arreglaron con apenas 16 años. La sucesión escandalosa de
sus amantes forjó ciertamente su influencia sobre las decisiones de la corona
real, al mismo tiempo que confesores, consejeros y aprovechadores de primera o
última hora, manipularon sus sentimientos de culpabilidad (¡si es que los
tenía!) y los accesos de religiosidad y actos de beneficencia para con los más
necesitados. Isabel II se rodeó de una camarilla palaciega con influencia
política extra-constitucional, la causa más plausible de su descrédito ante el
pueblo y la opinión liberal. Isabel II inauguró 10 años de gobierno
ininterrumpido - la década moderada
(1844/54), dominado por el general Ramón Mª Narváez, más conocido como el Espadón de Loja, porque sufocó con
eficacia y prontitud los motines callejeros contra la reina y algunos
pronunciamientos militares; fue siete veces presidente del Consejo de
Ministros. Bajo su gobierno se hizo una reforma fiscal (los impuestos se
redujeron a solo cuatro); se reorganizó
la instrucción pública; se cesó con la venta de los bienes eclesiásticos y se
centralizó la administración del Estado, además de otras medidas importantes.
El predominio del partido
moderado acabó plasmando la constitución de 1845 en la que el poder de Isabel
II era reforzado frente a los órganos de representación nacional, además de una
serie de leyes que configuraron un nuevo modelo de Estado, en versión más
conservadora. Las relaciones con el Vaticano se restablecieron (1851), e Isabel
II fue reconocida (a pesar de su vida extremamente escandalosa) como legítima
reina de España. Pero el descontentamiento del partido liberal acabaría
provocando una nueva revolución conocida en la historia como el bienio progresista (1854/56), marcado
una vez más por la influencia del general Espartero. Otra sublevación militar
restablecería la situación conservadora, con alternancia entre los moderados de
Narváez y la unión liberal (partido centrista) de O’Donell. Los progresistas,
excluidos entonces del poder, se
inclinaron, a través del llamado pacto de
Ostende (1866), a provocar nuevas insurrecciones. Como se puede comprobar
por tantos pronunciamientos e revueltas, el reinado de Isabel II no tuvo un solo
momento de paz y sosiego. Inconformados, los progresistas junto con los
demócratas firmaron en la ciudad belga de Ostende un acuerdo (por iniciativa
del general Prim), para derribar la monarquía de Isabel II. Este pacto daría
origen a La Gloriosa (1868) = la
revolución que depuso a la reina española. Isabel II, inconformada con el
comportamiento demasiado blando con los insurrectos del Cuartel de San Gil
(mismo así fueron fusilados 66 cabecillas), destituyó al general O’Donell y colocó en su
lugar a Narváez = este general adoptó inmediatamente una política autoritaria
y de represión, negándose rotundamente a pactar con los progresistas, ‘dolido por los acontecimientos del Cuartel
de San Gil, en especial con el general Prim’. El pacto de Ostende definía
en sus primeras líneas ‘destruir las
altas esferas del poder’. A continuación se unieron todos los partidos para
proceder a la ‘búsqueda de una nueva
dinastía’ tras el destronamiento de Isabel II, pues el objetivo principal
del pacto era derrocar a la reina y a su régimen de camarilla, y establecer los
derechos fundamentales del ciudadano español (¡?), entre los cuales se
destacaba el sufragio universal. Una
vez conquistado el poder se formarían las Cortes constituyentes para decidir en
plebiscito si los españoles querían monarquía o república. El pacto de Ostende
fue el paso previo de la Revolución de 1868, determinando el fin de la
monarquía de Isabel II, obligada a exilarse en París. Con la caída de la
monarquía, tuvo inicio el Sexenio
Democrático (¡?) que se prolongó hasta 1874.
Los historiadores españoles dividen este
Sexenio Democrático en tres periodos
un poco distintos:
(1) 1868/70 = empieza la revolución de 1868, alzándose Topete
contra Isabel II. Los generales Prim y Serrano encabezan un gobierno
provisorio, y aprueban la constitución de 1869 con muchas características
liberales y democráticas ej.: el sufragio universal, los principales derechos
del ciudadano español, la división de poderes que será bicameral y progresista
(admite la tolerancia religiosa, aunque el catolicismo es la religión oficial del
Estado) etc;
(2) 1871/72 = comienza el reinado de Amadeo de Saboya, hijo del rey de Italia (Víctor Manuel II), nuestro
Macarroni I, en substitución a Isabel
II. Procedía de una dinastía progresista y católica (¡no obstante, era masón grado 33, del
rito escocés!), y fue elegido por el parlamento, lo que suponía una grave
afrenta a las costumbres dinásticas. Fue rechazado por carlistas y
republicanos, y evidentemente por la aristocracia borbónica. También lo fue por
la iglesia (era a favor de las desamortizaciones) y por todo el pueblo, pues no
tenía cualquier carisma y mal chapurreaba el castellano. Ante las
complicaciones de la política española, el pobre Amadeo tendría dicho: ‘ah, per Bacco, io non capisco niente. Siamo
una gabbia di pazzi’, o sea, ‘no
entiendo nada, esto es una jaula de locos’. Amadeo tenía todas las razones
del mundo, y por eso decidió abdicar; el mensaje de renuncia tuvo que ser leído
por su esposa Mª Victoria. Cuando abandonó España, él mismo tuvo que cargar las
maletas. Poco después comentaba la falta de educación de los españoles;
(3) 1873/74 = se da inicio a la 1ª
república federal que duró 11 meses. Ante el jaleo padre en que vivía
España, un tal Cristino Martos proclamó
en alto y buen grito: ‘aquí no habrá
dinastía ni monarquía posible; aquí no hay otra cosa posible que la república’.
Y Emilio Castelar pronunció estas frases históricas: ‘señores: con Fernando VII murió la monarquía tradicional; con la fuga de Isabel II la monarquía
parlamentaria; con la renuncia de don
Amadeo de Saboya la monarquía democrática; nadie ha acabado con ella, ha muerto
por sí misma’. Estanislao Figueras, el primer presidente republicano,
también dejó su recado: ‘la república es
como el iris de paz y de concordia de todos los españoles de buena voluntad’
(¡?). Detalle curioso: la 1ª república comenzó en medio a huelgas, marchas,
concentraciones de protesta, ocupación de tierras abandonadas y,
principalmente, con una crisis económica de grandes proporciones. En muchos
pueblos, la palabra república se
identificaba con el reparto de tierras que los campesinos exigieron de los
ayuntamientos: querían parcelar inmediatamente las fincas más productivas de la
localidad. En cuanto al ejército, apenas se aceptaban voluntarios: recibían ‘un sueldo de 50 pesetas al alistarse, y más
2 pesetas y un chusco diarios’. Pero las confusiones republicanas eran
tantas -Pérez Galdós las clasifica como ‘un
espectáculo de indescriptible confusión dado por los padres de la Patria’-
que Estanislao Figueras gritó en catalán: ‘señores,
ya no aguanto más. Voy a serles franco: ¡estoy hasta los cojones de todos vosotros’.
Huyo en el primer tren y no bajo de él hasta llegar a París. Si en tiempos de
Amadeo de Saboya la situación española era ‘una
jaula de locos’, ¿qué decir de la implantación de la 1ª república? Cada individuo
era exactamente eso, un loco barrido.
Por eso, el general Martínez Campos, a través de un nuevo pronunciamiento militar,
derribó la república, proclamando in continenti la restauración de la dinastía
borbónica con Alfonso XII.
En 1874, tras el pronunciamiento de
Martínez Campos (prácticamente no hubo oposición ninguna; no había por qué), se formó el
ministerio-regencia presidido por Cánovas del Castillo a la espera de que
Alfonso XII regresara a España, pues se encontraba en Londres. Ese gobierno
estaba formado por los mismos ‘próceres
de la patria’ (¡?) que habían
desencadenado la revolución de 1868. Alfonso XII el Pacificador (1874-1885) reinó por apenas 11 años: murió de
tuberculosis, a los 27 años de edad. Circuló por todo el país que Alfonso XII no
sería hijo de Francisco de Asís, esposo legítimo de Isabel II, sino de un
capitán de ingenieros de nombre Enrique Puig Moltó (fase de promiscuidad de la
reina entonces con 27 años, y de la aparente homosexualidad del rey consorte
Francisco de Asís. Va ver que los catalanes se basan en estos amores adsúlteros para decir que Cataluña tiene derechos reales). Alfonso XII fue el primer príncipe de Asturias formado en
centros educativos y militares extranjeros ej.: academia militar de
Sandhurst/Inglaterra. En esta época, la situación económica de la familia real
era de relativa estrechez como se desprende de la correspondencia entre madre e
hijo. En 1870, Isabel II abdicó de sus derechos dinásticos a favor de Alfonso XII,
conforme consta en un documento firmado en París por la ex-reina: por tanto,
era legítimo rey de España. En su Manifiesto
de Sandhurst, reafirmaba su condición de príncipe católico, español (nació
en el Palacio Real de Madrid), constitucionalista, liberal y deseoso de servir
a España; fue proclamado rey antes las Cortes españolas (1875). Su reinado se
especializó en ‘consolidar la monarquía y
la estabilidad institucional, reparando los daños que las luchas internas del
Sexenio Democrático habían dejado tras de sí’; de aquí le vino el apellido de El Pacificador. En su reinado se aprobó
la nueva constitución de 1876, y acabó definitivamente la guerra carlista; los fueros
vasconavarros fueron reducidos. Durante una epidemia de cólera, Alfonso XII quiso
consolar a los enfermos y les repartió ayuda. A su vuelta, el pueblo le recibió
con vítores y, retirados los caballos del carruaje, le condujeron hasta el
Palacio Real, donde murió de tuberculosis. Con Alfonso XII se restauró la
monarquía y un sistema de gobierno dominado por el caciquismo de la aristocracia rural y una oligarquía bipartidista:
el partido conservador, liderado por Antonio Cánovas del Castillo (y apoyado
por la aristocracia, iglesia y clases medias moderadas), y el partido liberal,
liderado por Práxedes Mateo Sagasta (apoyado por industriales y comerciantes).
Tras la restauración borbónica, el
sistema bipartidista se alternó en el gobierno durante un tramo del siglo XIX y
parte del siglo XX. Y con la muerte prematura de Alfonso XII los dos partidos
decidieron apoyar la regencia de María Cristina de Habsburgo-Lorena (embarazada
del rey), también conocida popularmente como Doña Virtudes, y así garantizar la continuidad de la monarquía. A
través del pacto de El Prado (1885)
se sancionó el turnismo entre ambas
formaciones. Cánovas se comprometió a ceder el poder a los liberales de Sagasta
a cambio de que éstos acataran la constitución de 1876. El pacto de El Prado se prolongó hasta 1909. Causa sensación saber que
la alternancia del poder partidario se debe a las redes caciquiles con que
ambos partidos contaban por toda España. El pacto impedía el acceso al poder de
ideologías radicales que más tarde se difundieron por la península: anarquismo,
socialismo, republicanismo etc. que podrían poner en peligro el régimen
monárquico. La nueva regente, inexperta en los negocios políticos, se dejó
asesorar por Sagasta, aunque en sus 17 años de regencia se guió más por la
sensatez y el equilibrio en el cumplimiento de sus obligaciones
constitucionales. El papel de María Cristina fue más representativo que otra
cosa, pues no participó de los enfrentamientos entre los partidos dinásticos,
respetando religiosamente el turnismo de los candidatos. En su regencia se
aprobaron las leyes del sufragio universal y de asociaciones. En los últimos
años de la regencia se agravaron los conflictos en Marruecos y algunos
problemas sociales ej.: el catalanismo político. Además, se perdieron las tres
últimas colonias hispanoamericanas (1898), y tuvo inicio la descomposición de
los partidos al morir sus líderes (Cánovas y Sagasta). Con eso, el país sumió
en una grave crisis que evidenció la inoperancia del régimen monárquico (¡?). El
mayor deseo de esta regente fue traspasar la corona a su hijo Alfonso XIII,
proclamado rey de España en 1902. Después se consagró a las obras de caridad y
a su vida familiar. En el casamiento de Alfonso XIII con Victoria Eugenia de
Battenberg usó el nombre de ‘reina madre’. María Cristina de Habsburgo murió de
ataque cardiaco (1929), después de asistir por la última vez al Teatro de
Zarzuela con la reina Victoria y sus hijas.
Dijimos arriba que el caciquismo de la
aristocracia rural dominó el gobierno bipartidista durante el corto reinado de
Alfonso XII. Un hecho nos habla del ‘buen
funcionamiento del fraude electoral’ (¡?): el decantado sufragio universal
era totalmente controlado y manipulado por el partido en el poder. Admitamos que el caciquismo fue tan sólo una
de las múltiples formas de manifestación por parte de personas de gran
influencia en territorios rurales, en una sociedad de clientelas sobornables (influencia de los caciques). El caciquismo
propiamente dicho surgió con las desamortizaciones de los bienes eclesiásticos
a mediados del siglo XIX. En esta época, el clientelismo rural adquirió una
dimensión nueva al afirmarse sobre todo en una economía de mercado. El
caciquismo tuvo su principal fortaleza en el mundo agrario, aunque también
actuó en los medios urbanos. Evidentemente, dentro de una España dominada por
las tierras de la meseta castellana y sur de la península, fue ahí que creció
con mayor comodidad y desparpajo el caciquismo asqueroso que tanto mal causó en
nuestros pueblos, de Prádanos de Ojeda, de La Ojeda entera, de la provincia de
Palencia, de España… A finales del siglo XIX, ocurrieron las críticas más
violentas a los hombres que decían reformar la política nacional. El caciquismo
se consolidó entre 1874 y 1923, cuando el régimen liberal español estuvo
dominado, salvo breves y dudosos periodos, por procesos electorales
fraudulentos y de abstencionismo generalizado. El caciquismo rural fue además
el sistema de estructuración de una sociedad nada igualitaria, con la intención
de relacionar el hombre del campo con los hombres de las ciudades.
Infelizmente, las clientelas caciquiles llegaban hasta los lugares más
recónditos de la geografía española: el descuaje
de este sistema con tan vilipendiados mecanismos de poder sólo terminó (¡?) con
la Guerra Civil (1936/39). El problema del caciquismo siempre fue de carácter
esencialmente político y electoral. El cacique era el jefe local de uno de los
partidos en el gobierno, cuya misión consistía en manipular los resultados más
o menos ficticios, muchas veces ilegales, pero siempre favorables al jefe del turno. La
base de su poder residía en la posición económica y en el control de los
mecanismos administrativos. El cacique tanto liberal como conservador ejercía
su influencia con el objetivo de imponer a cualquier administración actos
antijurídicos. El hecho de él ser jefe local del partido creaba un patronazgo
odioso, gracias a la distribución de favores a sus ‘fieles correligionarios’,
pues controlaba los diferentes cargos importantes de ayuntamientos, juzgados
etc. Actuaban de acuerdo a su influencia. Normalmente, los consistorios
municipales y los jueces demitían a favor de los oficialistas. Cuando el
mecanismo de falsificaciones se tornó difícil, algunos caciques inscribían a
los muertos del cementerio local o a desconocidos.
En el reinado efectivo de Alfonso XIII
(1902-1931), el caciquismo fue un motivo de escándalo, pero ante la
desmovilización popular y una oposición que no conseguía articular auténticos
movimientos de masas en España, el caciquismo continuó funcionando a todo
vapor. Sólo con la implantación de un régimen duradero y verdaderamente
representativo se conseguiría romper el círculo político oligárquico, sin
embargo todas las esperanzas quedaban fraudadas. Por eso, cuando vino el golpe
de Primo de Rivera -en su programa de gobierno figuraba el fin de la vieja
política y la regeneración del país- el pueblo pensó que en adelante las cosas
mudarían. No mudaron, y aún la situación
se complicaría al punto de estallar una Guerra Civil de grandes y siniestras
proporciones. Las medidas tomadas contra el caciquismo tuvieron una corta
duración: se suspendieron los ayuntamientos y las diputaciones, y se les
sometió a una fiscalización militar. De nada adelantó: los delegados en muchos
casos substituyeron a los caciques. En otros, surgieron nuevas fuerzas
políticas de talante conservador como los agrarios: instancias tradicionales de
poder se organizaron en defensa de los propios intereses. Hasta hoy el caciquismo
rural se disfraza como el lobo malvado del cuento infantil y hace de las suyas
en ‘los bosques sin dueño’. Esto es
tan verdadero que, en Ourense (2013), salió estampado en un diario: ‘es inadmisible que un socialista sucumba al
caciquismo’. Y completa: ‘una trama de corrupción salpica al PP y al
PSOE en la política gallega, en pleno siglo XXI’. O sea, hasta nuestros
días, cada región, cada provincia, cada pueblo, se halla dominado por un
particular irresponsable, diputado o no, vulgarmente apodado de cacique, sin
cuya voluntad o beneplácito no se mueve una hoja de papel, no se despacha un
expediente, ni se pronuncia un fallo, ni se declara una exención, ni se nombre
un juez, ni se traslada un empleado, ni se acomete una obra… Sin él no hay
leyes de aguas, de caza, de quistas, ni ley municipal o de contabilidad, ni ley
electoral o instrucción de consumo, ni leyes fiscales etc. En la época del
caciquismo monárquico era declarado exento del servicio militar quien él quería
que lo fuese, por precio o sin él; se extraviaban los expedientes y cartas que
él quería que se extraviasen; se hacía justicia cuando él tenía interés en que
se hiciese. En fin, conforme a su conveniencia, y a la de su clientela, todo
dependía de su desprecio o de su entereza. ¿Quién nunca ha oído hablar de
carreteras que no iban por donde las trazaban los ingenieros, sino por donde
caían sus fincas, sus pueblos o sus caseríos, los montes del estado o municipio
que había que comprarlos o roturarlos de sus manos o de sus protegidos? Me
diga, caro lector on-line, ¿todos estos mecanismos no sobreviven hasta nuestros
días? Un historiador español, de hoy y no de tiempos lejanos, confesaba: ‘yo tengo para mí que a lo que llamamos y
seguimos llamando de ‘partidos’, no
son sino facciones, banderías o parcialidades de carácter meramente personal,
caricaturas de
partidos
formadas mecánicamente, a semejanza de aquellas otras que se constituían en la
Edad Media y las cortes de los reyes absolutos, sin más fin que la conquista
del mando, y en las cuales las reformas políticas y sociales no entran de
hecho’. Concuerdo plenamente: los caciques
modernos están ‘encasillados’ en partidos políticos. Con certeza absoluta…
Fruto del caciquismo político son
asimismo los ‘regionalismos’ y el ‘nacionalismo’ imperante en varios rincones
de nuestro país. Así, a finales del siglo XIX, nacían en Cataluña y País Vasco
(¡?) movimientos que cuestionaban la existencia de una única nación española en
la península Ibérica. En España, el punto de partida de la argumentación
nacionalista consiste en afirmar que Cataluña y el País Vasco son ‘naciones’ en
el sentido más castizo de esta palabra: según el diccionario español, ‘conjunto de personas que viven en un mismo
territorio, tienen una serie de vínculos históricos y poseen una misma
estructura política’. Por presentar
esas características (¡?), Cataluña y el País Vasco tendrían derecho al
autogobierno. Y reafirman su autodeterminación como ‘naciones’ porque poseen
realidades diferenciadas (lengua, fueros o derechos históricos, cultura y
costumbres propias). Estos movimientos se plantean vivencias más o menos
radicales, desde el autonomismo mitigado hasta el separatismo o independencia
total. No es fácil responder a estas
cuestiones, pero tanto catalanes
como vasconavarros extrapolan sus reivindicaciones ante la historia y las
diversas constituciones imperantes en España a lo largo de los siglos. No es porque yo quiero aislarme o separarme del resto de mis
ciudadanos por los motivos que sean, puedo disponer del territorio, dispensar
las leyes (porque me son contrarias)
y arrojar a la cuneta elementos constitutivos de una prolongada historia de
reconquista que ultrapasa mi propio deseo de independencia. De modo
especial, Cataluña y los demás reinos de
la corona de Aragón perdieron sus leyes o fueros con los Decretos de la Nueva
Planta, tras la guerra de Sucesión Española. Por otro lado, el siglo XIX pasó a
la historia como el ‘siglo del nacionalismo europeo’: un sentimiento
personalista reavivado por la burguesía que estaba protagonizando la revolución
industrial por puro egoísmo y ganancia. El nacionalismo catalán se construyó a
partir de ese sentimiento personalista, a través de diversas etapas: (1ª) comenzó
en la década de 1830, cuando la Renaixença = un movimiento intelectual, literario y apolítico,
dio su apoyo a la recuperación e incentivo de la lengua catalana; (2ª) en 1882
se creó en Barcelona el Centre Catalá = una organización política que reivindicaba más autonomía, y denunciaba el
caciquismo (¡?) -las elecciones nunca
contemplaban a Cataluña- que imperaba en
la España de la Restauración borbónica; (3ª) en 1891 se fundó la Unió Catalanista, de ideología
conservadora y católica, con fundamento en las Bases de Manresa = un programa
que reclamaba el autogobierno para Cataluña y una división de competencias
entre el Estado español y la autonomía catalana, pero sin planteamientos
separatistas. Más tarde, en esa misma dirección se creó la Lliga Regionalista (1901) = partido católico, conservador y
burgués que exigía una autonomía política
sin pujos de independencia. Incluso, su principal dirigente Francesc Cambó participó
del gobierno en Madrid: defendía los intereses económicos de la industria
textil catalana, mayoritariamente proteccionista; (4) el nacionalismo catalán
se extendió más entre la burguesía y el campesinado; la clase operaria abrazó con
mucho más fuerza el anarquismo y la república.
El nacionalismo del País Vasco (o Euskadi), aunque muchos piensen que se
trata de una reivindicación antigua, está ligado a la causa carlista en defensa
de la corona española por supuestos derechos dinásticos de Carlos María Isidro
(1788-1855) -el hermano menor de Fernando VII- y de los fueros vasconavarros
durante esa campaña en el siglo XIX. Las sucesivas derrotas de los absolutistas
vasconavarros llevaron a la abolición de los fueros (1876). A semejanza de los
catalanes, la burguesía vizcaína, enriquecida por la naciente revolución
industrial y el proteccionismo dado a la siderurgia local, favoreció el
‘nacionalismo’ vasco, pero sin los arrobos catalanes. El Partido Nacionalista
Vasco fundado por Arana Goiri (1865-1903) = hombre ‘carlista’ y
ultra-católico (sus detractores le acusan de racista y xenófobo), es considerado
el fundador del nacionalismo vasco moderno; murió muy joven, a los 38 años de
edad. Entre sus objetivos estaban: la independencia de los siete territorios ‘vascos’ (4 españoles y 3 franceses),
insuflada por un radicalismo antiespañol, y la exaltación de la ‘raza vasca’ (estaba en la moda hablar de
‘razas’ o ‘etnias’, en la época). Esta actitud racista implicaba el rechazo y
desprecio a los migrantes (obreros industriales) procedentes de otras regiones
de España. Entre otros fundamentos ideológicos estaban también: el integrismo religioso católico con
subordinación de lo político a lo religioso conforme el lema Dios y Leyes Viejas, con tendencia a
preservar el carlismo vasco-navarro; la promoción del idioma vascuence, las
tradiciones y cultura vascas. Rechazaba la cultura española por ser ‘extranjera
y perniciosa’, e idealizaba el mundo rural vasco en contraposición a la
industria ‘españolizada’. Su conservadurismo radical tanto en la política como
en las cuestiones sociales se dirigía contra el PSOE vizcaíno para desmoralizarlo.
Hoy, podemos decir que la influencia social y geográfica del nacionalismo vasco
es muy desigual desde el punto de vista sociopolítico: se extendió más entre la
pequeña y media burguesía. Los grandes industriales y empresarios se
mantuvieron lejos de la euskaldunización o nacionalismo Euskadi, así como el
proletariado procedente en su mayor parte de otras regiones, principalmente de
Castilla la Vieja. Yo tengo en la familia primos y sobrinos que emigraron a
Bilbao, Baracaldo y Sestao: estas gentes abrazaron el socialismo obrero. El
nacionalismo vasco es más ‘fuerte’ en Vizcaya y Guipúzcoa; en Álava y Navarra
es mucho menor. En realidad, el nacionalismo de estas provincias españolas se
confunde más con regionalismo, y no extrapola la historia y las leyes
constitucionales como lo hace el nacionalismo catalán. Las ‘provincias vascongadas’,
a no ser en momentos de mayor tensión, motivados por absurdos de la historia reciente ej.:
bombardeo a Guernica, nunca crearon problemas al poder central. EL terrorismo
de ETA = grupo indeseado y radical,
tal vez queriendo acordar o forzar a sus compatriotas a pensar sobre el tema
nacionalista (¡la indiferencia y asco que sienten por sus atentados criminosos
es proverbial!) es algo que nunca cuajó entre los vascos; al contrario, sienten
repulsa e indignación por ese grupeto extremamente chiflado e insensato. Los
vascos desde la época romana fueron un pueblo que vivía a su talante, entre las
montañas y el mar, y poco o nada ‘construía de diferente’ para integrarse al
resto de la península. Por eso no procede el mito del País Vasco ‘independiente’
atribuido a la época romana y al cual aluden ‘algunos pescadores de aguas turbias’, simplemente porque el País
Vasco de aquel entonces no correspondía al territorio actual. Durante el
imperio Romano, los actuales departamentos
vascofranceses se integraban al reino de los francos; Vizcaya y Álava
pertenecían al reino asturleonés junto con las Encartaciones y sus señoríos
siempre fueron castellanoleoneses; el reino de Pamplona y el sur de Navarra formaban
parte del al-Andalus; Guipúzcoa y el Pirineo navarro permanecían
‘independientes’ apenas en parte (estuvieron filiados a la Merindad de Castilla
hasta 1335), y divididos en pequeñas
unidades autosuficientes, por lo demás sin cualquier visibilidad histórica.
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