segunda-feira, 17 de fevereiro de 2014

La Ojeda: Pepe Botella y Macarroni I




        Por el tratado de Fontainebleau (1807), Francia arrancó a través de mentiras y engaños el consentimiento del gobierno español para atravesar la península y atacar Portugal, aliado de los ingleses. Napoleón Bonaparte, extremamente arrogante y todopoderoso en sus decisiones intracontinentales, no se contentó en atravesar simplemente la península en persecución a la familia real portuguesa, también exigió la presencia de Carlos IV y su hijo y sucesor Fernando VII, y les ‘convenció’ a dejar el trono español en manos de José Bonaparte (su hermano mayor, apellidado por los españoles de Pepe Botella) mediante el tratado de Bayona (1809). El ‘secuestro’ de los reyes españoles y la invasión de la península por las tropas francesas provocaron la justa y espontánea indignación de nuestro pueblo, así como el levantamiento popular generalizado contra la presencia extranjera. La ‘guerrilla organizada’, una forma espontánea y popular de resistencia armada ‘inventada’ por los españoles de esta época, se extendió entonces por todo el país, lo que provocó una dura represión francesa contra la población civil, incluso con la presencia del propio Napoleón y un ejército de 250.000 soldados franceses. Pero los vientos mudaron de dirección cuando la Grande Armée tuvo que desplazarse de prisa y corriendo a la campaña de Rusia. A partir de 1812, las tropas anglo-españolas comandadas por el duque de Wellington infligieron sucesivas y fragorosas derrotas a los franceses (sus bajas se calculan en 200.000 soldados) obligando a Napoleón a firmar el tratado de Valençay (1813), lo que suponía la vuelta de Fernando VII al trono de España. En esta contienda ‘escandalosa’ de Napoleón hubo los afrancesados (españoles considerados traidores porque apoyaron la monarquía napoleónica ej.: altos funcionares, alta nobleza, algunos ilustrados), pero la inmensa mayoría de la población española tomó parte en el frente patriótico. Todos se opusieron al invasor francés, desde la mayor parte del clero y la nobleza (deseaban la vuelta de Fernando VII y el absolutismo monárquico) hasta gente ilustrada como Jovellanos y Floridablanca que deseaban impulsar un programa de reformas junto a los sectores más liberales de la nación.    
     Las consecuencias de la Guerra de Independencia fueron ‘infinitas’. Las pérdidas demográficas fueron terribles: España perdió 10% de su población, con más de 1 millón de muertos y heridos - sólo el ‘ejército español’ perdió 250.000 soldados, en un país de 11,5 millones de habitantes (1807); las pérdidas económicas y la destrucción generalizada de caminos/carreteras, puentes, monumentos, iglesias, pueblos y ciudades, además del abandono forzado de tierras y la mano de obra en fuga en cada ‘provincia’ española, así como el expolio y la destrucción del patrimonio histórico-artístico, fueron incalculables. Es imposible olvidar asimismo las consecuencias morales y psicológicas, la crueldad, vergüenza e irresponsabilidad de un ejército extranjero sin ningún control ético y moral, con humillaciones y salvajería bélica desproporcionales por tratarse de un pueblo ‘amigo’ y ‘aliado’ por lazos y Pactos de Familia. Hubo también consecuencias políticas citadas por numerosos historiadores: las revoluciones que se siguieron a la Guerra de la Independencia, la difícil formación de las cortes de Cádiz y su constitución, el enfrentamiento continuo entre liberales y absolutistas, la descomposición del Antiguo Régimen y, principalmente, el estímulo a la emancipación de las colonias americanas, fueron algunas consecuencias que marcaron a la España el siglo XIX. Muchos escritores de la época hacen cuestión de cifrar no sólo las pérdidas humanas (bajas en combate y numerosos heridos de guerra, además de las provocadas por epidemias de tifus, cólera, disentería etc y también por el hambre que asoló extensas regiones por falta de cereales ej.: Castilla y Madrid), sino las pérdidas materiales (ciudades arrasadas como Zaragoza y muchas otras, ocupación y destrucción de importantes edificios y monumentos artísticos, robo y expolio de obras de arte, sólo parcialmente devueltas etc), pues los perjuicios económicos fueron inconmensurables: la industria textil catalana casi paró, numerosas fábricas cerraron o fueron destruidas, el mercado colonial cayó en picado… Sin embargo, fueron los campesinos y hombres del campo quienes suportaron el peso principal de la guerra: alistamientos masivos, requisas de granos, ruinas de cosechas, abandono de zonas de cultivo etc, dejaron un país tremendamente agotado en su principal fuente de riqueza (agropecuaria). La Hacienda española quedó en ruinas por largo tiempo: coste de la resistencia y exacciones del enemigo, aumento de gastos e pocos ingresos, obligaron al gobierno de Fernando VII a reinar con quiebra de la Hacienda…          
         De satisfacción posible, el reconocimiento de Europa: la derrota incontestable de los franceses en Bailén (1808) causó una enorme sensación de alegría en todos los países europeos, porque España prácticamente sola demostró que Napoleón y sus ejércitos no eran invencibles. Francia perdió 200.000 combatientes e Inglaterra 50.000. En Austria, Prusia e Inglaterra, la victoria española se celebró como si se tratase de una victoria propia y, en consecuencia, los movimientos de resistencia se avivaron por toda Europa contra el caudillo francés ya en declive acentuado. La guerra peninsular contra Napoleón permitió a los ingleses recuperar la iniciativa y romper el Bloqueo Continental, aumentando de esta manera los diversos apoyos europeos necesarios para hacer frente al Corso y derrotarlo definitivamente en Waterloo/actual Bélgica (1815).  Así, causa extrañeza el comportamiento del Congreso de Viena (1815) después del papel importante jugado por España en  las investidas contra el ejército francés. No sólo no obtuvo ninguna ganancia territorial, sino que además no encontró ‘recompensas’ diplomáticas para detener los movimientos independentistas de América, casi abiertamente alimentados y apoyados por la Inglaterra, ansiosa por arrebañar aquellos mercados para sus productos de exportación. Al contrario, los movimientos de independencia llevados a cabo por los criollos ahora ‘empapados de ideas nacionalistas por influencia de los procesos revolucionarios norteamericano y francés, aprovecharon el levantamiento español (1808) para organizar sus propias Juntas de Defensa’. Pero con una gran diferencia: en España, la rebelión era contra invasores extranjeros, en tanto que en América las rebeliones se convirtieron en revoluciones independentistas. Los líderes revolucionarios criollos sustituyeron a las autoridades de la metrópolis y proclamaron la independencia de sus territorios, en un movimiento espontáneo (¡?) y casi siempre desorganizado. Las autoridades españolas intentaron controlar esos movimientos, pero a la larga el propio desgaste de la Guerra de Independencia aceleró el proceso definitivo de emancipación. Todas estas consecuencias dejaron huellas tan profundas que, en comentario de un historiador, ‘fueron intensas, profundas y duraderas. Ha sido junto a la Guerra Civil Española (1936/39) el acontecimiento que más ha marcado nuestra historia contemporánea’.
         Tras la Guerra de la Independencia, España quedó devastada con pérdidas enormes en sus sectores productivos como nunca antes había acontecido. En realidad, la invasión francesa y la respuesta española transformaron radicalmente la historia de España y gestaron ‘un nuevo punto de partida’, tan brusca fue la ruptura en la evolución política y económica del país. En definitivo, España se vio obligada a interrumpir el proceso de modernización económica iniciado con la Ilustración, curiosamente de influencia francesa. El vacío de poder decurrente de los estatutos de Bayona (1808) determinó un antagonismo radical entre los grupos revolucionarios (liberales) y los grupos que apoyaban un modelo constitucional (monárquicos), o sea, los defensores de la monarquía absolutista sin las ambiciones reformistas del siglo XVIII. Los afrancesados (pretendían llevar a cabo un programa de reformas con José I, el Pepe Botella por ser rechoncho), ahora descalificados como traidores de la patria, se vieron obligados a exilarse: unas 12.000 familias. A su vez, la guerrilla movilizó millares de españoles que partidos políticos intentaron sobornar en sus disputas por el poder, instalando definitivamente la guerrilla y el militarismo que marcaron la historia de España en el siglo XIX. En verdad, buena parte de los líderes militares salidos de la insurrección de 1808/14, de origen popular, fueron partidarios del liberalismo, completamente distintos de los comandos del ejército tradicional, de procedencia aristocrática. Pero las secuelas de la guerra se hicieron sentir sobre todo en los procesos de independencia de nuestras colonias en América: en 1814 se restableció el dominio español sobre las colonias americanas, pero por poco tiempo. Una década después todas esas colonias se habían emancipado. Y peor: no se restauraron los lazos o nexos económicos coloniales agravando aún más la calamitosa situación económica de España; fue decretada la bancarrota del Estado español. Las luchas políticas entre liberales y absolutistas se produjeron en una situación de quiebra financiera y marasmo socioeconómico. España estaba abandonada en la cuneta de su destino republicano… Sólo se salvaron la imagen de una España en pie de guerra contra el invasor extranjero y el esfuerzo guerrero ya clásico entre los españoles en defender las tradiciones y libertades de sus antepasados, desde las gentes pueblerinas de los campos de Castilla Y León hasta los grandes aristócratas y empresarios de las capitales como Madrid y Barcelona. Esa España levantada en armas contra los franceses forjó el nacionalismo de nuestro pueblo en los albores del siglo XIX.
      Otra consecuencia  de la Guerra de Independencia (1808-1814) -pocos autores dan el suficiente realce a este triste y patético episodio de nuestra Historia- fue el llamado sexenio democrático (1868-1874) = la época más agitada del siglo XIX español como resultado inmediato de la crisis demográfica y económica ocasionada por aquella guerra (campos arrasados, ciudades y pueblos destruidos, comunicaciones inutilizadas et). De pronto, merece destaque el gran desorden en el medio rural, donde irán a pervivir antiguas partidas de guerrilleros ahora convertidos en asaltantes y bandoleros, sin olvidar igualmente el catastrófico intervencionismo militar en la política española del siglo XIX y buena parte del siglo XX. Este intervencionismo se caracterizó por una serie de pronunciamientos militares cuyo objetivo principal era derribar la monarquía de Isabel II. Comenzó con el Pacto de Ostende (1866) que postulaba: ‘destruir las altas esferas del poder y nombrar un gobierno provisorio que decida la suerte del país a través de un sufragio universal directo’. Comenzó por la búsqueda de una nueva dinastía: aquí se confunden la desfachatez y las acciones burlescas sin precedente en nuestra historia. Militares más exaltados y sin compromiso con el pueblo salieron a la caza de un futuro rey, sabiendo que, como se decía abiertamente, ‘encontrar a un rey democrático en Europa era tan difícil como encontrar un ateo en el cielo’. Se pensó en un alemán de nombre difícil, amigo de Otto von Bismarck, que el pueblo le apellidó de ‘Olé-olé-si me eligen’. Después de búsquedas alocadas y de peor juicio escogieron a un italiano, Amadeo de Saboya, que el pueblo ironizó llamándole de ‘Macarroni I’: los generales españoles decían que ‘buscaban un monarca adecuado para liderar el país’. La revolución de 1868 y su ‘sexenio democrático’ (¡?), organizado por una decena de generales (‘uno peor que el otro’, dígase de pasaje) intentaron crear en España un nuevo sistema de gobierno. Después de muchas cabezadas acabaron escogiendo a Alfonso XII, hijo de Isabel II, por maestría de Cánovas del Castillo (moderado) y de su oponente Mateo-Sagasta y Escolar (liberal)
       Diversos historiadores, algunos de renombre nacional, aducen motivos políticos para explicar la revolución de 1868 y derrumbada del reinado de  Isabel II. La causa más linear sería esta: hubo un enfrentamiento entre dos ideologías. Una, casi absolutista, reaccionaria, clerical y oscurantista, representada por el partido moderado y por la camarilla en torno de la corona; y otra, liberal, reformista, anticlerical (no anticatólica, advierten algunos comentaristas) y progresista. La revolución de 1868 llamada de La Gloriosa o Septembrina significó el triunfo de la segunda posición por parte de algunos generales, aunque no de todos, pues los había a favor de la reina Isabel II. Esta revolución es clasificada como un levantamiento revolucionario para destronar a la reina, iniciado con el llamado Sexenio Democrático (1868). La escritora López-Cordón individualiza la revolución como ‘una brusca sacudida en la historia del siglo XIX español, cuyos efectos se dejaron sentir ampliamente en toda la geografía del país’. Incluso en los pueblos de La Ojeda, en mi Prádanos de Ojeda, en toda la provincia de Palencia… Supuso el primer intento en establecer un régimen político democrático, primero en forma de monarquía parlamentaria con Macarroni I (1871/73); después con la 1ª república (con minúscula, por favor) con duración de menos de un año (1873/74): ambas formas fracasaron de forma burlesca, con generales de nombres tipo Torre, Prim, Topete, Zorrilla, Bravo, Dulce y Concha, entre muchos otros. La reina Isabel II, extremamente acosada por todos los lados, aún pudo escuchar las palabras sensatas del padre Claret: ‘si S.M. fuera una muñeca, me la pondría en el bolsillo y echaría a correr a Madrid para salvar a España de su revolución’. Era tarde: de San Sebastián donde veraneaba se vio obligada a huir ‘en medio a la indiferencia general’. El tren llevaba al exilio a la reina y a su familia, y ‘a toda su corte de los milagros’, ironiza Josep Fontana.
      El mismo Fontana minimiza asimismo  las causas frecuentemente aducidas para explicar la revolución de 1868: ni la crisis financiera (la mayoría de los hombres de negocios -banqueros, grandes comerciantes y empresarios no colaboraron ni se sumaron al pronunciamiento militar- ni la crisis de subsistencia, dado que la movilización popular se produjo después de la revolución. Por tanto habría que encontrar una otra explicación bien más prosaica: ‘la revolución de 1868 sería un movimiento organizado desde arriba por políticos y militares que tenían objetivos limitados [y propios]: acabar con el bloqueo del sistema parlamentario que impedía el acceso al poder de los progresistas e implantar unas medidas de urgencia para resolver la mala situación económica, en particular de las empresas ferroviarias’, cuyo presidente era, ¡adivinen!,  el propio general Prim. Así podemos decir que la revolución no pasó de un resentimiento de algunos generales-políticos por su alejamiento del poder, y la justificación de este resentimiento estaba cristalizado en principios puramente teóricos, tales como el propio pronunciamiento en sí mismo, las proclamas emocionales y vibrantes de algunos generales, el falso llamamiento al pueblo etc. El pronunciamiento revolucionario se dirigía no sólo contra el gobierno corrompido sino también contra Isabel II ‘a quien se juzgaba incompatible con la  honradez y la libertad que los pronunciamientos proclamaban’ (¡?). Sin embargo esa ‘revolución gloriosa’ (con minúscula, por favor), según nos dice López-Cordón, triunfó no por sus características democráticas (¡?), sino debido ‘al entusiástico apoyo de la burguesía, de las ‘clases ciudadanas’ y de algunos campesinos más exaltados. Sin duda, fueron estas participaciones, unidas al deseo de cambio que experimentaba la mayoría del país y al rápido desmoronamiento de la España oficial, lo que en realidad produjo el fácil espejismo de convertir el pronunciamiento de Cádiz en la revolución de 1868’. Si bien la revolución democrática movilizó algunos sectores populares que organizaron barricadas y sostuvieron con su actitud las Juntas Revolucionarias que más tarde el Gobierno Provisorio se encargó de desarticular con vehemencia y presteza. Contrariamente, el pronunciamiento militar de Topete (1868) que siempre acababa con el grito ‘¡Viva España con honra!’ -según Fontana, ‘un auténtico prodigio de ambigüedad política’-, así finalizaba en redacción del escritor unionista López de Ayala: ‘Españoles: acudid todos a las armas, único medio de economizar la efusión de sangre […], no con el impulso del encono, siempre funesto, no con la furia de la ira, sino con la solemne y poderosa serenidad con que la justicia empuña su espada. ¡Viva España con honra!’. Este manifiesto sería uno de los emblemas básicos de la España liberal, democrática y republicana. ¡Haya paciencia cívica!
       En España, tras la revolución de 1868, se proclamó una monarquía constitucional con Amadeo de Saboya, vulgarmente conocido como Macarroni I. Este ingenuo reyezuelo encontró serias dificultades de gobierno a causa de la inestabilidad de los políticos-militares o militares-políticos (da lo mismo, ‘tanto monta, monta tanto’), las conspiraciones republicanas, los alzamientos carlistas, el separatismo de Cuba, las disputas por el poder entre los propios aliados, y también algún que otro asesinato para abrir camino en aquel enmarañado sin líder eficiente. Claro está, Macarroni I esperó la primera confusión de verdad y abdicó. Como consecuencia de tanta impericia y desorden, sobrevino la 1ª república (con minúscula, por favor) que pocos querían: en 11 meses tuvo 4 presidentes, cuya inestabilidad e incompetencia provocó la inmediata restauración borbónica (1875-1931) con el rey Alfonso XII, hijo de Isabel II -ésta consideró ‘demasiado divisiva como líder’ y por eso abdicó a favor del hijo. Por increíble que parezca, Alfonso XII tuvo un papel activo y enérgico contra la insurrección carlista, granjeándose así la simpatía y el apoyo de la mayoría de los españoles, incluso del hombre del campo. Un sistema de turnos (apellidado de ‘turnismo’) entre liberales y conservadores dio una cierta estabilidad y progreso económico que se hizo sentir en todos los sectores productivos del país. En 1885 murió el rey Alfonso XII, de tuberculosis, abriendo paso a la regente María Cristina de Habsburgo y al reinado de Alfonso XIII (1886-1931). En ese medio tiempo, dos hechos fatídicos conmocionaron al país entero: el asesinato de Antonio Cánovas del Castillo (1828-1897) -‘mayor artífice de la Restauración borbónica, y uno de los más brillantes políticos de la historia contemporánea española’; fue asesinado por un enloquecido anarquista italiano- y la pérdida de las últimas colonias ultramarinas de América e islas del Pacífico, incluso Filipinas, de tantas recordaciones y sacrificios hispánicos. La Guerra de Cuba (1898) contra los EUA [con intereses económicos en las isla (azúcar y tabaco)] ocasionó ‘sin aparente justificativa’ el mayor descalabro que España sufrió al final del siglo XIX. La explosión del US Maine (1898) -parece que fue de propósito, como simple pretexto de guerra- creó la Generación/98, un grupo de estadistas e intelectuales que exigieron el cambio liberal del nuevo gobierno español.
      El rey Alfonso XIII fue declarado mayor de edad a los 16 años (1902) - el pueblo le apellidó de El Piernecitas, porque las tenía muy delgadas. Desde entonces asumió las funciones de jefe de estado, siendo que su reinado comenzó con un atentado a bomba, escondida en un ramo de flores. Tras su casamiento con Victoria Eugenia de Battenberg (sobrina del rey inglés Eduardo VII y nieta de la todopoderosa Victoria I), un anarquista de nombre Morral (sólo un idiota para hacerlo, configurando literalmente su apellido castellano) lanzó el artefacto contra la carroza real, matando 3 oficiales, 5 soldados, 3 personas que asistían al cortejo real en sus balcones, e hirió a 14 espectadores. Los reyes salieron ilesos, pero fue la señal de un reinado que se considera turbulento, de numerosas revueltas sociales de triste memoria, como la Semana Trágica en Barcelona (1909) y la Guerra Marroquí de operaciones bélicas desastrosas. En ese contexto de crisis política y social, Miguel Primo de Rivera dio un golpe de Estado (1923), respaldado por el rey que le encargó de formar un nuevo gobierno. De cualquier forma ‘bajo Alfonso XIII España llegó  a ser una nación industrial, alcanzó el mayor nivel de población [+20 millones de habitantes) desde la época romana, retornó a adornar el mundo de la cultura, que casi había abandonado desde que con tanto esplendor brilló en el siglo XVI, volvió a plena participación en la política internacional […), y reconquistó espiritualmente la América que había descubierto, poblado, civilizado y perdido. Y, por último, vio graves problemas sociales y nacionales surgir en su vida interior y estimular su pensamiento político’ (cf España. Ensayo de historia contemporánea). En su reinado, España sufrió infelizmente con 4 problemas graves que afectaron la vida de todos los españoles: (1) la falta de una verdadera representatividad política de amplios grupos sociales; (2) la pésima situación de las clases populares, en especial las campesinas [de Prádanos de Ojeda, de Palencia, de toda Castilla y León]; (3) los problemas derivados de la guerra marroquí y del Rif, y (4), como siempre y a lo largo de la historia, el nacionalismo exagerado y reaccionario catalán, espoleado por la poderosa burguesía barcelonesa. Esta turbulencia política y social, iniciada con el desastre colonial ultramarino (1898), impidió una verdadera democracia liberal y condujo a la dictadura de Primo de Ribera, a la 2ª república (con minúscula, por favor) y a la terrible Guerra Civil Española, de insospechadas y fratricidas desgracias en todo el territorio ibérico. Alfonso XIII abandonó España voluntariamente tras las elecciones municipales (1931), cuando se colocó en plebiscito ‘Monarquía o República’. Lo hizo para evitar una guerra civil, según su Manifiesto (1931): ‘hallaría medios sobrados para mantener mis regias prerrogativas en eficaz forcejeo con quienes las combaten. Pero, resueltamente, quiero apartarme de cuanto sea lanzar un compatriota contra otro en fratricida guerra civil’.  Ya las Cortes Constituyentes le acusaron de alta traición y le declararon, solemnemente, un fuera de la ley. Un exagero de los republicanos sin cualquier control emocional y sin un mínimo de justicia.
       Hablar de Alfonso XIII es algo interesante, porque fue un rey de ‘buenas y saludables intenciones’, como podemos constatar en su Diario (1902): ‘encuentro el país quebrantado por nuestras pasadas guerras, que anhela por un alguien que lo saque de esa situación. La reforma social a favor de las clases necesitadas, el ejército con una organización atrasada a los adelantos modernos, la marina sin barcos, la bandera ultrajada, los gobernadores y alcaldes que no cumplen las leyes, etc. En fin, todos los servicios desorganizados y mal atendidos […]. Yo espero reinar en España como un rey justo’. Al estallar la guerra civil se declaró ‘un falangista de primera hora’: las relaciones entre Alfonso XIII y el general Francisco Franco están bien documentadas. Al final el rey declaró: ‘elegí a Franco cuando no era nadie. Él me ha traicionado y engañado a cada paso’. La semblanza de su imagen pública, en privado, es claramente de un hombre de talante leal, carente de cualquier tipo de puritanismo -‘era aficionado al erotismo en general y al cine pornográfico en particular’- y un sabedor de la importancia de la educación y la investigación, apasionado por motores y por la ingeniaría. Los terrenos de la Ciudad Universitaria, en la Moncloa/Madrid, eran suyos. Alfonso XIII fundó la Oficina pro-cautivos, primera acción humanitaria gubernamental registrada en la Historia Universal. Objetivo: conseguir respuestas y ayuda humanitaria a los familiares que no sabían nada de sus parientes militares o civiles en zona de guerra. Falleció, en Roma, a causa de una angina de pecho (1941), renunciando a los derechos reales a favor de su hijo Juan, conde de Barcelona, quien a su vez lo hizo en la persona de Juan Calos I (1977), actual rey de España. En esta data se recuperó la legitimidad dinástica de la monarquía histórica española (cf Art. 57 de la Constitución/1978).
      
           

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