quarta-feira, 30 de abril de 2014

La Ojeda y los 'fueros inmorales' (1)



              
            
          A la pregunta ¿Qué problema hay con la Constitución Española de 1978?, yo respondo como millones de mis paisanos  responderán: absolutamente ninguno.  Sólo los catalanes quieren ver problemas donde no los hay, sabiendo que el mayor problema español son precisamente ellos, los catalanes de mala catadura. Pero no cuesta identificar el origen de tanta confusión: nacionalismo y regionalismo son palabras distintas, pero muy próximas. Muchas veces se las confunde y casi siempre dan origen a beligerancia en nombre de casuismos y ‘fueros’ => históricamente ‘normas o códigos dados para un territorio determinado y que la Constitución española  de 1978 ha mantenido en algunas CC. AA’. Los fueros son en última instancia una serie de privilegios y exenciones que se conceden a una provincia, a una ciudad o a una persona, o también prerrogativas y derechos morales que atienden a ciertas actividades, principios, virtudes etc, por su propia naturaleza. Por tanto, el fuerista es aquella persona o entidad que se juzga con derecho ‘histórico’ a utilizar o servirse de esos privilegios y exenciones; de ahí el término regionalismo fuerista que casi siempre ultrapasó y desembocó en un nacionalismo belicoso. Durante la época franquista prevaleció el Fuero de los Españoles (1945) -jurídicamente más conocido por Leyes Fundamentales del Reino (1938-1977). Eran ocho leyes fundamentales del franquismo en que se establecía una serie de derechos, libertades y deberes del pueblo español. En su art. 33 se exigía: ‘el ejercicio de estos derechos no podrá atentar contra la unidad espiritual, nacional y social de España’. Los fueros, desde el punto de vista histórico, fueron otorgados por reyes, señores de la tierra o del propio concejo municipal. Y como sistema local fueron normas, derechos y privilegios, utilizados en la península Ibérica a partir de la Alta Edad Media, constituyéndose por eso en la fuente más importante del derecho altomedieval de España.            
                Los fueros nacieron a raíz de la Reconquista con la formación de los diversos reinos cristianos y la formulación de un nuevo derecho, plural y diverso, caracterizado esencialmente por un derecho local. La reconquista del territorio peninsular no significó apenas y tan solamente la derrota militar del arabismo musulmán, sino llevó consigo la re[población] de los territorios conquistados. En aquellas zonas donde el valor económico o estratégico exigía una repoblación inmediata los reyes cristianos y los señores tanto laicos como eclesiásticos comenzaron a otorgar una serie de privilegios con el fin de atraer pobladores, asentar nuevos moradores y fortalecer las áreas fronterizas, revitalizándolas económicamente. Los documentos en que constan tales privilegios y exenciones se llaman cartas-pueblas o cartas de población (en latín, chartae populationis). Las cartas más antiguas y concedidas por reyes y señores feudales (laicos y eclesiásticos) aparecen entre los siglo IX/XII. A partir del siglo X comenzó a fijarse por escrito el llamado derecho local =>; normas de diversas procedencias, donde aparecen privilegios reales con diversa nomenclatura ej.: chartae fori, chartae libertatis, privilegii etc. En principio, los fueros recogían las costumbres locales, con los privilegios otorgados por los reyes a la nobleza, al clero y al vasallaje de un área geográfica. En sus comienzos, el derecho privado estuvo excluido, pero luego se incorporó a la legislación foral => reivindicaciones de los re[pobladores] y su status jurídico, otorgado por el rey que debía firmarlo y jurar respetarlo, así como hacer cumplir los derechos reclamados. Por tanto, los fueros son fundamentalmente cartas-pueblas donde constan leyes y libertades otorgadas a los repobladores de una villa/municipio sin señorío. En estas leyes consta, por ejemplo, la elección del alcalde, los tributos a la corona, la obligación de prestar auxilio a la mesnada real con peones y caballeros villanos, así como muchas otras prerrogativas que hacían del hombre urbano más libre que el campesino en relación al señor feudal. En España, el feudalismo fue mínimo a excepción de Cataluña, y muy pequeño en Castilla y León. A cada fuero correspondía una serie de ventajas: aparte de la ciudad o villa, dominaba sobre un alfoz o territorio que contaba con varias aldeas y municipios, dependientes de la villa principal ej.: nuestros pueblos de La Ojeda próximos a Prádanos (mi tierra natal), durante cierto tiempo pertenecieron al Monasterio de San Andrés de Arroyo. El concejo de la población tenía gran poder sobre el alfoz y la ciudad. Entre las primeras cartas-pueblas está la de Brañosera [primer ayuntamiento de España (824)] en cuyos arrabales se sitúa Aguilar de Campoo y municipios próximos (entre ellos Prádanos de Ojeda). Todos estos fueros están documentados a partir del siglo IX en Castilla y León. Es curioso el juramento regio de Vizcaya, pues debía hacerse por tres veces (los vascos ya desconfiaban de los reyes desde aquella época, ¿nadie se pregunta por qué?): a las puertas de Bilbao, en Guernica bajo el árbol donde se hacían las juras y ante el altar de santa Ufemia, y en Bermeo por ser cabeza de Vizcaya (1236) y principal población de aquel Señorío [castellano].   
          Con el desplazamiento de la Reconquista hacia el sur de la península los fueros dejaron de tener su función original, o sea, estimular la repoblación de las tierras fronterizas más o menos despobladas en determinadas áreas geográficas ej.: el desierto del Duero, las extremaduras castellanas, el valle del Guadalquivir y las llanuras de Valencia y Murcia => zonas de alto desarrollo urbano y gran densidad de población. Con el fin de la Reconquista, los instrumentos políticos fueron otros ej.: favorecían a las Órdenes militares, a las huestes aristocráticas, a los consejos de ciudades con amplios alfoces, del centro y norte peninsulares. Todas estas entidades fueron compensadas con repartimientos en los nuevos territorios reconquistados. Pero no olvidemos una cosa importante: debido al uso del latín y lenguas romances los fueros siempre presentaban versiones, traducciones o copias, muchas de ellas auténticas falsificaciones repletas de interpolaciones que desvirtuaban el contenido original para justificar privilegios y exenciones. Los documentos forales y las cartas-pueblas son hoy en día los objetos principales de la crítica documental y de la gramática histórica. Sin cualquier distinción, los fueros locales tuvieron su punto de partida a raíz del llamado derecho consuetudinario (o costumbres), totalmente dependiente y derivado de las normas romanas y visigodas de ámbito supramunicipal. Estos fueros consuetudinarios dieron lugar a los distintos fueros generales en cada uno de los reinos cristianos ej.: Fuero Viejo de Castilla, Fuero General de Navarra, Usatges de Barcelona etc. Los fueros dichos peninsulares siempre ultrapasaron el ámbito medieval y desarrollaron un poder movilizador muy grande en los particularismos y privilegios locales, en radical oposición al centralismo, porque suponía una monarquía autoritaria y muy exigente en soldados y dinero. La guerra de las comunidades de Castilla (1520/22) tuvo como origen la defensa de los derechos forales por parte de los comuneros contra las pretensiones de Carlos I: este rey (no era español)  quería usar el dinero castellano y el ejército de Castilla y León para sus deseos hegemónicos en el Sacro Imperio Germánico, cosa que no interesaban de forma alguna a los castellanoleoneses. En aquella época, Castilla  ya era una potencia económica y militar. La derrota de los comuneros para las huestes imperiales implicó un revés muy significativo para Castilla y León: a partir de entonces fue el territorio más sometido al poder de la monarquía hispánica.
      Los fueros de otras regiones peninsulares también fueron recortados radicalmente, sobre todo en el reino de Aragón con motivo de la revuelta de Antonio Pérez del Hierro (1590/91), que los tercios reales resolvieron a su modo. Los revoltosos fueron aprisionados y el más culpado huyó a Inglaterra en donde estimuló la leyenda negra contra Felipe II, de quien fue secretario particular. Las cortes de Aragón/Tarazona (1592) no suprimieron ninguna institución aragonesa, pero supuso un acuerdo entre los nobles y el rey. La nobleza prefirió aceptar la autoridad del rey como garantía de sus privilegios, aunque cedía un cierto poder en los fueros, sobre todo porque Aragón se encontraba en situación delicada ya que Cataluña y Valencia no apoyaron la revuelta. El propio rey Felipe II dijo: ‘no me han dado razón para ello’, ya que fueron leales al monarca en aquella ocasión. Sin embargo, Felipe II no perdió la oportunidad de erosionar algunos poderes de la nobleza aragonesa limitando sus fueros. A comienzos del siglo XVIII fueron suprimidos tanto los fueros de Cataluña como de los demás reinos de la corona aragonesa (Valencia y Mallorca), como consecuencia de la derrota en la guerra de Sucesión (1700/15) a través de los Decretos de la Nueva Planta, a excepción del derecho civil foral catalán y aragonés. Únicamente los territorios vasconavarros fieles a Felipe V continuaron con su peculiaridad foral (régimen fiscal y monetario propio, aduanas, exención del servicio militar, entre otros). Y a pesar de los conflictos en la Edad Contemporánea (guerras carlistas) se mantuvieron con diferentes alternativas hasta la Constitución de 1978. Durante el franquismo se respetaron los fueros de las provincias fieles Álava y Navarra, y se suprimieron las particularidades forales de las provincias traidoras Vizcaya y Guipúzcoa.  La Constitución de 1978 reconoció la vigencia de los ’derechos históricos’ a través del Estatuto de Autonomía del País Vasco (1979) y del Amejoramiento del Fuero en Navarra.
          Para entender el significado formal y jurídico de los fueros tenemos que partir del presupuesto y sentido originales: la palabra ‘fuero’ deriva del latín ‘forum’ => tribunal. Un jurista del siglo XIX, Francisco Martínez Marina, definía muy bien a lo que entonces se llamaban fueros municipales en España: ‘son cartas expedidas por los reyes provenientes de su soberanía, en las que se contienen instituciones, ordenanzas y leyes civiles y criminales, para regir villas y ciudades y erigirlas en municipalidades’. De este modo, será posible asegurar un gobierno acomodado a la constitución pública del reino y las circunstancias de los pueblos. Además, es necesario llevar en cuenta una cosa indispensable: los fueros se distinguen de las cartas de población, pactos o convenios que el señor solariego firmaba con las poblaciones y derivan del dominio directo de la tierra. En ellas se consignaban los derechos de los pueblos: la cesión del suelo, las posesiones y términos que hacía el señor como dueño territorial a las poblaciones locales, además del reconocimiento de vasallaje prestado a través de tributos y otras atribuciones personales a que se obligaban a cambio de su defensa contra los enemigos (internos o externos) ej.: si el señor precisase variar las condiciones del primitivo contrato sería necesario el asentimiento de quienes habían contratado con él o con sus respectivos herederos. Los fueros locales, municipales o simplemente fueros eran estatutos jurídicos aplicables en una determinada localidad cuya  finalidad siempre fue regular la vida local por medio de un conjunto de normas, derechos y privilegios otorgados por el rey. Aunque parece haber existido en algunas partes de Francia, el fuero es una fuente jurídica genuinamente española, sobre todo para las comunidades autónoma de Navarra y del País Vasco.
          Sabemos ciertamente que los fueros son parte indisoluble de la Historia de España, y en esa característica reside la importancia del debate y los motivos de su supervivencia. Es habitual oír la fórmula de José Ortega y Gasset (1883-1955), tan famosa cuanto errónea, según nuestro articulista: ‘Castilla ha hecho a España, y Castilla la ha deshecho’. El gran escritor, filósofo y activista político madrileño, defendía que España era fundamentalmente Castilla y otras partes postizas y periféricas que decayeron conjuntamente durante el siglo XVII, dando  lugar a su descuartizamiento definitivo. En recurrencia, España ha sufrido un proceso de unificación a partir de su castellanización: ¿de dónde viene, pues, Castilla? La Hispania después de ser provincia romana se tornó un Estado visigodo cuya identidad es cristiana: a nivel jurídico se mantiene unida en virtud del Liber iudiciorum (664), un cuerpo de leyes visigodo de carácter territorial (incluso de Cataluña y País Vasco), dispuesto así por Recesvinto (653-672). Ese mismo código de leyes fue traducido al castellano por orden de Fernando III el Santo como fuero para ciertas localidades meridionales de Hispania con el nombre de Fuero Juzgo (1241). Detalle importante: este fuero supuso la derogación  de las leyes anteriores como el Breviario de Alarico (romano) y el Código de Leovigildo (visigodo). Esta unificación de los códigos romano y visigodo se rompió con la invasión musulmana (711): la identidad católica permaneció, pero la unidad jurídica se fragmentó en varios reinos cristianos, obligando a formalizar un nuevo código, plural y diverso, cuya característica principal es la predominancia de un derecho esencialmente local. Según algunos historiadores, este sería el precedente de las autonomías de la Constitución de 1978, que la actual clase política aprovechó para imponer a la única España posible la ‘teoría de los cinco reinos’ => defendida por Ramón Menéndez Pidal y, en cierta medida, por Claudio Sánchez Albornoz. Esas cinco unidades independientes son por esencia: Castilla, León, Aragón, Navarra y Portugal, los verdaderos núcleos de resistencia contra el Islam: en ellos no constan ni Cataluña ni el País Vasco. Las pretensiones gallegas y catalanas como ‘reinos’ o estados independientes no tienen cualquier fundamento in re, o sea, tanto Galicia como Cataluña hacen declaraciones infundadas y no históricas. El único territorio que podría aducir algún presupuesto independiente frente al Islán sería el principado de Asturias con don Pelayo y sobre todo con Alfonso II el Casto, el primer Imperator totius Hispaniae, título que se repite con Alfonso VII, rey de Castilla y León. El rey  Alfonso II es el único monarca que se inscribe como continuador del imperio Romano, incluso con la capital del reino en Oviedo (812) - esta ciudad guarda una cierta semejanza con Roma y está rodeada también de siete colinas, con la ría de Avilés simulando el puerto de Ostia Tiberina. El propio rey mandó forjar la Cruz de los Ángeles, un recuerdo del lema romano de Constantino el Grande (321) => ‘In hoc signo vinces’ que Alfonso II tradujo para ‘Hoc signo vincitur inimicus’.
         Más tarde, el reino de Oviedo pronto alcanzó los límites del río Duero y trasladó la capital a León, y después a Valladolid con Alfonso VI el Rey Toledano y Alfonso VII ‘Imperator totius Hispaniae’. En realidad, el reino que comenzó en Covadonga, luego se transformó en reino de León, luego en Castilla y más tarde en España, uniendo solidariamente los cinco reinos contra el Islam => reinos de que nos habla la historiografía hispánica, donde por más que quieran gallegos y catalanes no constan ni Galicia ni Cataluña o cualquier otro reino disponible en la imaginación de quien así piensa, pero sin base  histórica. Un aviso a los navegantes ciegos y sordos: ‘no porque yo quiera que así sean los hechos históricos son verdaderos’. Pero no deja de existir quien piense que, desde el punto de vista nacional, ‘la España de la Reconquista se disgrega más que se unifica’ (Pierre Vilar) y, que por este motivo, el título ostentado por los reyes castellanos ‘Imperator totius Hispaniae’ no fue totalmente verdadero. Sin entrar en minucias, esta idea se chocó fundamentalmente con la realidad geográfica, pues la lucha contra el enemigo común partió de los territorios montañosos, físicamente aislados. Además, señores aventureros y municipalidades libres contribuyeron para aumentar ese espíritu particularista dominante en los cuatro cuadrantes hispánicos. Existen casos y más casos donde vemos el sentido clásico de unidad nacional por más que algunos no lo desean por conveniencia mentirosa. La toma del reino leonés por el rey de Navarra, Sancho III el Mayor, así como el poderoso condado de Castilla heredado por uniones dinásticas, son marcas regias de defensa de los propios territorios frente al enemigo común. Cuando los diversos reyes se proclaman Imperator totius Hispaniae hacen referencia, sin cualquier duda, a los reinos cristianos bajo su ordenamiento físico y moral. España se distingue de otros países europeos precisamente porque el feudalismo no tuvo mayor arraigo a no ser en Cataluña, porque una sociedad en expansión no puede estructurarse a partir de señoríos y servidumbre. Al contrario, España se estructuró a partir de pequeños reinos, donde los nobles, colaboradores del rey en las batallas, eran capaces de orgullo e independencia (‘exaltase su valor de guerreros y el número de fieles vasallos’), siempre dominados por una política personal a veces muy audaz en las guerras o en las intrigas en el campo enemigo ej.: comportamiento alternativo o ambíguo del Cid Campeador.      
          Son muchas las particularidades de los reinos españoles: a principio las necesidades de la guerra contra el enemigo común y la repoblación de los territorios conquistados, así como el trabajo de la tierra y su autodefensa, exigieron de los reyes numerosas concesiones personales o colectivas tipo behetrías => tierras bajo la protección de un señor o de un pueblo que escogía su señor por elección, o cartas de población => documentos concedidos por reyes o señores a los repobladores de un lugar. Estos elementos populares disfrutaron de excepcionales favores, y marcan particularmente la sociedad española de aquella época. Sobre estas bases, se desarrollaron las comunidades campesinas y urbanas altomedievales. Las behetrías de modo especial (= del latín vulgar benefactoría = de benefetría o benfectría) fueron instituciones jurídicas donde los vecinos de un pueblo elegían a su señor. En esta época aún no existían estructuras señoriales bien definidas: fueron refrendadas por Alfonso X el Sabio (1252-1284). Las behetrías fueron absorbidas por 20 merindades menores y una Merindad Mayor, la de Castilla => forma administrativa y jurídica entre el poder central y las villas o ‘pueblos’. Por la primera vez en la Historia de España, Prádanos de Ojeda se hace presente a través del Becerro de Behetrías  de Castilla (1352/53), una relatoría de las propiedades castellanas hecha a mando de Pedro I el Cruel (1350-1369).  Las behetrías fueron formas diferentes de propiedad señorial en relación al realengo (propiedad del rey), abadengo (propiedad del abad o monasterio) y al solariego (propiedad de un noble). Los vasallos de las behetrías tenían obligaciones para con su señor (‘yantar’ y ‘sernas’) y para con el rey o monasterio (‘servicio’, ‘monedas’, ‘fonsadera’ y ‘martiniega’). Los fueros o privilegios concedidos por el rey suponían tener hombres leales y poblaciones en zonas fronterizas que expandían la economía del reino. El rey Alfonso I el Católico (739-757) trajo del al-Andalus y de Cantabria mozárabes que asentó en la meseta castellana, en forma de barrera que impedía o amenizaba los avances devastadores islamitas. Tanto los denominados reino de Navarra y condado de Castilla fueron marcas de los reyes asturleoneses, así como Carlomagno y su imperio carolingio dejaron marcas en Aragón y Cataluña. La etimología de Castilla y Cataluña, por coincidencia, tiene el mismo progen y procedencia, ‘región de castillos’ => edificaciones para defensa de los territorios bajo los reyes castellanos y aragoneses, respectivamente.

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