sexta-feira, 16 de maio de 2014

La Ojeda y los fueros 'inmorales' (2)




               
        Los fueros o privilegios concedidos por reyes y señores feudales establecían una condición formal: las poblaciones  o behetrías y sus territorios quedaban sin señorío y, por tanto, pertenecían integralmente a partir de entonces al rey. En tales poblaciones (o behetrías) se establecían también elecciones de alcalde, tributos debidos a la corona, obligación de prestar auxilio a la mesnada real con peones y caballeros villanos (= si disponía de caballo propio y armas), bien como otras prerrogativas que tornaban al hombre de la ciudad más libre que el campesino sometido a las labores del campo. En realidad, a cada fuero concedido a una ciudad correspondía, como ya dijimos, un alfoz o territorio con varias aldeas y municipios, y un concejo que gobernaba y representaba a la ciudad en las cortes del reino. El primer fuero de que se tiene noticia fue otorgado por el rey asturiano Silo I (774-783) -era casado con Adosinda, hija de Alfonso I el Católico- a su hijo Adelgastro (780) que fue fundador del Monasterio de Santa Maria la Real de Obona/Asturias. Después aparecen con relativa frecuencia fueros que otorgan privilegios y exenciones a monasterios, iglesias y poblaciones (villas y pueblos) en los diferentes reinos hispánicos. Hasta el siglo XI, los fueros aumentan espectacularmente, sobre todo en el condado de Castilla en tiempos de Fernán González (931-970); en Aragón, los fueros aparecen más tardíamente, así como los de Navarra y diputaciones forales de las Vascongadas. Y cuando el avance musulmán se estabiliza en la península los fueros dejaron de otorgarse, precisamente en la época en que se efectuó la unidad española con el matrimonio de Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón (1469), en Valladolid, entonces la capital judicial de la corona de Castilla. El matrimonio de los Reyes Católicos unificó por la primera vez las coronas de Castilla y Aragón: en adelante, sus sucesores darán lugar a la monarquía hispánica, aunque la unión personal de los reinos no entrañó la integración política de sus instituciones. Cada reino mantuvo su personalidad diferenciada hasta la aparición de España como Estado nacional en el siglo XIX, tras la Guerra de la Independencia. Los Reyes Católicos impulsaron la conquista de Granada (1480/92), integrando el reino nazarí a la corona de Castilla. Instalados en el trono de España, los Reyes Católicos fortalecieron el poder monárquico recortando los privilegios o fueros propios de la nobleza y del clero. Asimismo, incorporaron a la corona los maestrazgos de las Órdenes militares, centralizaron la administración en torno de un Consejo Real, redujeron los poderes de las Cortes y nombraron corregidores para controlar los municipios, creando otros mecanismos de control como la administración de justicia, el ejército, la Santa Hermandad (unidad militar permanente) y la Inquisición. Para conseguir la unidad nacional [absoluta] reformaron la iglesia (clero regular y secular) y expulsaron del país a judíos (1492) y musulmanes (1502), por rechazar convertirse a la religión cristiana, aunque muchos  hiciesen una conversión de mentiriñas.     
               También hubo fueros concedidos a determinadas clases sociales ej.: el Fuero de los Hidalgos u Ordenamiento de Nájera (1138). En él aparecen las prerrogativas, privilegios y derechos de realengos, abadengos y señoríos de behetrías, divisas y solariegos, y los derechos entre los hidalgos (= ‘hijos de alguien importante’) y sus vasallos. Estos personajes son figuras indispensables en la Historia de España si deseamos realmente entender la reconquista peninsular. Los hidalgos principalmente los encuadrados como castellanoleoneses, fueron personas que adquirieron el título de nobleza debido a su compromiso y ayuda al rey en las guerras y reconquistas de los territorios hispánicos (así fue el caso de mi antepasado famoso Gonçal’Eanes d’Ovinhal). No recibieron privilegios especiales, pero se mantenían libres de la servidumbre y estaban exentos de pagar impuestos, además de tomar parte en la conquista del Nuevo Mundo. En verdad, los fueros de que hablamos permitieron el desarrollo económico y la independencia de los pueblos y ciudades frente a la nobleza y al clero, tornando a la sociedad española de aquel entonces más dinámica por no estar sujeta a las imposiciones feudales (¡?). En Aragón aún subsistirían los nobles como dueños de las tierras conquistadas, pero en Castilla los señoríos reconquistados pertenecían exclusivamente al rey, aunque los repartimientos beneficiaron a la nobleza ‘aristocrática’. Como se suele decir, había muchos señoríos reales (realengo) y eclesiásticos (abadengo) de sobra, además de una cantidad inmensa de señoríos legos (divisas, solariegos, behetrías etc). Como consecuencia, junto a los fueros otorgados por los reyes, aparecen también muchos otros otorgados por los señores de los pueblos y ciudades, casi todos resultantes de pactos reales, según nos dice Francisco Suárez (1548-1617), padre jesuita, filósofo y jurista, y una de las principales figuras del siglo de oro español, en su famosa obra de De legibus (Coímbra, 1612). El rey Fernando III el Santo aplicó el Fuero Juzgo (1245), simple traducción del Liber Iudiciorum (645), a los municipios andalusíes. También el Fuero Real (1254) del rey Alfonso X el Sabio fue instituido como ley para algunas ciudades y pueblos a fin de beneficiar al comercio y subyugar al ‘feudalismo de la época’. De hecho, Las Siete Partidas y el Fuero Real constituyen el derecho castellano implantado prácticamente en toda España reconquistada. El rey se aliaba a los vasallos fieles a la monarquía que les otorgaba la alcaldía y otros empleos y beneficios. Lope de Vega decía: ‘el mejor alcalde, el rey’. Con estas regalías, las ciudades y pueblos fieles a la realeza mantuvieron el comercio y la seguridad jurídica.  
            Curiosamente, en este cuerpo jurídico (Las Siete Partidas y el Fuero Real) se destaca la preeminencia del castellano como la lengua del pueblo (aunque no de los nobles), como era el catalán y otras lenguas regionales. Fue usado asimismo en el dominio del Nuevo Mundo por los conquistadores españoles. En este contexto se hizo presente la Escuela de Traductores de Toledo, principalmente para Castilla, donde se reconoce la dualidad de poderes (temporal y espiritual); en Aragón el Estado se sometió a la iglesia. Es decir, los fueros están jurídicamente ligados a la formación de España como nación: sin ellos, ciertamente no habría sido posible la exploración de los mares y la globalización efectiva de muchos aventureros como Juan Sebastián Elcano (1476-1526), navegante y explorador español que completó la primera vuelta al mundo en exactos 3 años. Antonio Pigafetta (geógrafo y escritor italiano, pagó una expresiva cuantía para hacer aquel el viaje) nos dice en su relatoría de abordo que recorrieron 14.470 leguas, lo que equivale a 80.597,90km (ida y vuelta). Sin los fueros muchas expediciones no habrían sido posibles, dada la estructura feudal. Los fueros también serán fundamentales en la formación de las juntas gubernativas tanto en España como en América durante el cautiverio del rey Fernando VII,  cuando asumieron la soberanía que el rey les había otorgado previamente antes de la invasión francesa, en virtud del pacto originario de cada localidad o región geográfica, ej.: 'reino' de Galicia o 'reino' de Valencia, no porque fueran independientes (consideraban a Napoleón el Anticristo), sino porque asumían la ‘soberanía del rey español’. En la ocasión no se buscó el separatismo, como hoy intentan hacerlo Cataluña y el País Vasco, sino restituir al soberano en su trono debido a un momento de excepción.
                     Así, las iniciativas regionales basadas en el derecho foral confluirán decididamente en la formación de la Junta Central de Aranjuez (1808), el comienzo de la formación de una España progresista y unida, retratada y descrita en la Constitución de 1812. Álvaro Flórez Estrada, economista, abogado y político español, ya decía en 1809: en España ‘no habrá más soberano que las Cortes y será un crimen de Estado llamar al rey soberano y decir que la soberanía puede residir en otra parte que en este cuerpo’. Flórez Estrada quería restringir las facultades del rey en beneficio del congreso nacional. Siguiendo estas ideas revolucionarias, los liberales usaron los fueros para justificar la nueva Constitución de 1812. Francisco Martínez Marina (1754-1833), jurista, historiador y filólogo asturiano, también afirmaba que los fueros eran pruebas de que el monstruoso feudalismo nunca existió en España. Sin duda, mismo antes de la Constitución progresista de 1812, ya se hacían referencias a los fueros como siendo ‘las libertades tradicionales españolas anuladas por dinastías extranjeras’. Sólo la leyenda negra, considerada propaganda antiespañola contra el poderío incontestable de Felipe II y su imperio (los ingleses le llamaban ‘el demonio del mediodía’), tentó desvirtuar la legislación progresista de España. Pero nadie podrá desvirtuar la presencia de una ‘izquierda liberal genuinamente española’ (hoy, hablar de izquierda o derecha me parece sin sentido) frente a una izquierda jacobina napoleónica, una marca incontestable en España y Europa. Incluso, podría decirse, usando los mismos parámetros de la leyenda negra: el trienio liberal español (1820/23) encarnó la política más avanzada del momento, pues intentó ‘eliminar el retraso histórico y el obscurantismo absolutista de Europa’, cristalizado en la política de la Santa Alianza y de los Cien Mil Hijos de San Luís. Por eso, tras la guerra de Sucesión Española, los fueros reducidos y ajustados al derecho castellano (‘muchos reinos, pero una sola ley’). Los vasconavarros no aceptaron el traslado de las aduanas a las costas mediterráneas después de la unión de Castilla y Aragón (1717), dada la inhabilitación de los puertos vascos al comercio directo con América. Y aunque los fueros eran perfectamente revocables por ser privilegios otorgados por el rey, los foralistas se alzaron contra aquellas medidas   (tal y cual hacen hoy los catalanes y vascos), porque según ellos debían ser consultados. Se creó entonces una comisión ministerial para investigar los abusos contra la Hacienda Real. El informe final criticaba la situación económica y financiera de los territorios aforados, y proponía una intervención central para atajar los fraudes que eran grandes, enormes, deslavadas etc, pero no más que las de hoy, de ayer y de mañana...   
                 Los liberales se adelantaron al pronunciamiento del rey (1820) y suprimieron los regímenes privativos en nombre de la igualdad jurídica de todos los españoles. Pero con la caída del régimen constitucional se restableció el ordenamiento jurídico tradicional, incluidos los fueros, a pesar de la oposición cerrada de los ministros más reformistas. Para evitar mayores conflictos tanto del lado ‘derecho’ (los ‘apostólicos’) como del lado ‘izquierdo’ (los ‘exaltados’), el rey Fernando VII buscó la colaboración de la oligarquía vasco-navarra, confiando ciegamente en sus diputaciones (¡?). Entre tanto con la muerte de Fernando VII (1833) y el advenimiento del Estado liberal, se pensó en la inmediata derogación del régimen foral. Pero mismo con temporales suspensiones y algunas alteraciones más o menos profundas, aquel régimen permaneció en lo fundamental hasta 1876. Durante el bienio 1854/56, los liberales habían aceptado de nuevo los fueros y, con el derrocamiento de Isabel II, aún se comprometieron por boca de Sagasta a respetarlos, ‘mientras las provincias vasco-navarras respeten a su vez al gobierno’. Pero con la Restauración (1876) los fueros se consideraron extinguidos. Pero ni tanto así, porque con el Estatuto de Autonomía Vasca y más tarde con el franquismo los fueros vasco-navarros fueron restituidos nuevamente. Con un agravio: los fueros que más problemas han causado y aún causan son los vasco-navarros y los aragoneses, en los cuales están incluidos los catalanes. Y para cúmulo de los peores males, la Constitución de 1978 continuó representándolos. Sin embargo, es odioso para todos los españoles que los fueros sean interpretados como ‘señas de identidad vascas, navarras o catalanas’. Muy al contrario, hasta hoy tales señas son utilizadas como meras palancas de los viejos foralistas, hoy convertidos en separatistas rabiosos. Hasta el viejo Arana Goiri, el fundador del nacionalismo vasco, decía al propio hermano (1893): ‘si los vizcaínos sois españoles y vuestra patria es España, no sé como queréis gozar de unos fueros que los demás españoles no tienen’. Por eso es completamente falso y mentiroso citar a los fueros como un precedente del autogobierno, ‘una expresión -como nos dice José. M. Rodriguez- confusa y contradictoria, igual a la de autodeterminación. ¿Cómo puede autodeterminarse o autogobernarse algo que previamente no existe y, en este caso, carece de soberanía? Bajo la coartada de los fueros se encuentra la sombra del Antiguo Régimen, el caciquismo del siglo XIX y otras muchas amenazas contra España que son alentadas desde terceros países y que han de ser neutralizadas más pronto que tarde’. A final de cuentas, con el final del Antiguo Régimen, desaparecieron los fueros de facto, pues  ninguna nación puede tomar como señal de identidad al trono y al altar ni seguir al viejo sistema de la Edad Media. Sería algo inaudito e intolerable bajo cualquier punto de vista. Es lo que están queriendo los nacionalismos vasco y catalán. Por tanto, es necesario cortar el mal por la raíz, sino vamos tener problemas serios.          
            Por otro lado, nadie en España puede ser, en absoluto, uno mejor que el otro en términos constitucionales. En su artículo 1º nuestra Constitución (aprobada en referéndum nacional por 91,03% de los españoles. La aprobación por los diputados fue de 96,62% y de los senadores de 89,06%) => se proclama: ‘España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político’. Y en el artículo 2º nuevamente al texto constitucional refuerza ese sentido de igualdad y solidaridad entre todos los españoles: ‘la Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación Española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas’. La letra constitucional es clarísima: en ella constan los supremos valores de un Estado democrático, como libertad, justicia, igualdad, unidad, indivisibilidad y, principalmente, solidaridad entre todos los españoles. Pero ese nacionalismo rabioso y beligerante de vascos y catalanes no se coaduna con estos principios que no mudan y ni pueden mudar jamás, porque forman parte esencial de nuestra idiosincrasia y nacionalidad mayor que es la España histórica de ayer, de hoy y de mañana.  La libertad de que nos habla la Constitución es la cláusula pétrea de conciencia, expresión e información, así como secreto profesional, pero de modo alguno permite atentar contra la unidad y demás valores constitucionales. Los fueros vasco-navarros siempre atentaron contra la igualdad de todos los españoles, como lo reconocía abiertamente el propio fundador del nacionalismo vasco. Existe una contradicción intolerable que sólo crea anarquía, beligerancia y muchos disgustos. Eso no puede continuar así porque volta y media estamos prisioneros de esos malditos fueros, usados generalmente para librarse de los encargos sociales y tirar ventajas económicas contra los demás habitantes del país. En el pasado no querían participar con dinero y soldados; ahora no quieren colaborar con nada. Sólo piensan en el ‘venga a nosotros tu reino’. Es una ignominia, y yo como millones de españoles no la suportamos más. ¡Tenemos que dar un basta a todo eso! Son necesarias medidas más ‘eficientes y drásticas’, de lo contrario vamos acabar en una nueva guerra civil. El tiempo es inexorable…
      La Constitución de 1812, más conocida como La Pepa, marcó el constitucionalismo moderno, de indudables valores y aspectos positivos, en especial por haber acabado con el absolutismo y fomentado el espíritu reformador y liberal, con base en los tres principios esenciales de la actual democracia española: (1) la idea de que la soberanía reside en el pueblo y no en otras instancias ‘superiores’ ej.: monarquía, aristocracia, élites rurales etc; (2) la incorporación de otra base fundamental democrática: la división de poderes  que limita el poder absoluto del monarca; y (3) la presencia de los diputados como representes directos del pueblo, y la no dependencia de los estamentos que los nombraban. Estos tres principios fueron fundamentales para hacer desaparecer de vez el Antiguo Régimen tan arraigado en los tres poderes ‘medievales (realeza, clero y nobleza), sobre todo la llamada soberanía del rey => ‘recibía su título de Dios y personificaba todo el poder del Estado’, prácticamente sin límites y autor de ciertas instituciones históricas que el tiempo y los abusos habían deteriorado ej.: los fueros vasco-navarros. Para éstos no fue precisamente un avance en la consolidación de sus instituciones seculares. Al contrario, nació un movimiento doctrinal y político, basado en las nuevas ideas del constitucionalismo, a partir del cual se afirmaba la existencia de un único sujeto político, el pueblo español como un todo ibérico (lo quieran o lo quieran vascos y catalanes). Por eso, desde entonces se acometió una tarea prioritaria de uniformizar las diferentes regiones y comunidades convivientes en un mismo Estado, con instituciones privativas y regulaciones específicas y diferenciadas, aunque se las había respetado hasta entonces: los fueros vasco-navarros. Las Cortes de Cádiz casi acabaron con el régimen foral. Y digo casi porque el País Vasco consiguió recuperar su Fuero (1814), pero se salvó a duras penas porque la Constitución no llegó a imponerse efectivamente. Las fuerzas ocultas vasco-navarras consiguieron una proeza: por un lado, consagraban con carácter general las libertades vascas; por otro, terminaban con las instituciones suplicando como un favor histórico los fueros ‘intocables’. Hasta Godoy, favorido del rey Carlos IV, entendió que los fueros vasco-navarros eran un  obstáculo insuperable a sus aspiraciones de gobierno. Llegó a encargar un estudio al canónigo Juan Antonio Llorente (1756-1823), sacerdote apóstata considerado ‘autor maldito’. Tratase de un erudito e historiador español, que respondió con una crítica implacable a los fundamentos históricos y legales de la autonomía vaco-navarra. De hecho, en esta época, ‘el debate foral fue la mayor confrontación doctrinal del siglo XIX, más violenta que la que enfrentó a proteccionistas y librecambistas, y aún hoy concita tomas de partido, como si la realidad política actual dependiese de la opinión acerca de la naturaleza de los fueros’.     
               Enseguida, Fernando VII nombró una Junta ad hoc (1815) para ‘refrenar los abusos de las provincias vascongadas’. Poco después apareció un estudio  histórico-jurídico, negando la supuesta independencia vasco-navarra y analizando críticamente los fueros y preparando en definitivo la abolición foral. Por Decreto Real (1824), Fernando VII pidió a las provincias vascas ‘tres millones de reales al año’, sin previa consulta con la intención de  calmar los ánimos exaltados contra las vascongadas. La revolución de 1830 en Francia asustó a la corte y dejó en suspenso los planos contra los fueros. El pueblo vasco, en contrapartida, sólo se preocupaba de dos cosas: del campo y del servicio a la iglesia, con tanto que el rey respetase ‘sus privilegios y exenciones’. Ortiz de Pinedo subraya los motivos de este aislamiento: ‘la topografía montañosa y la lengua propia contribuirán grandemente para la incomunicación. En los púlpitos y en el confesionario sólo se hablaba vascuence: los actos públicos comenzaban y terminaban rezando. Es como si la campana de la iglesia dirigiera la vida pública y privada del vascongado’. No obstante, en 1836 se suprimieron las ‘diputaciones forales’, substituidas por diputaciones provinciales, que el general Espartero después del Convenio de Vergara defenestró prometiendo defender los fueros ‘con su espada’; los políticos tenían miedo de él, pues era medio alocado y no obedecía órdenes superiores. En 1841, se dictó la Ley Paccionada en virtud de la cual Navarra perdía varias instituciones y quedaba sujeta a un régimen de autonomía administrativa. A su vez, las Vascongadas mantenían sus fueros pero ‘con heridas muy graves’, según comentarios de Ortiz de Pinedo: ‘cuando el mundo  creyó que los vencidos [carlistas] no opondrían obstáculos en Vergara […], aparecen los defensores de los fueros tan obcecados e intransigentes como sus antecesores. La Ley, una vez votada, se convirtió en letra muerta. Repuestos los vencidos de su derrota, repuesta la política teocrática del golpe que había experimentado en Vergara, convierte el convenio, el llamado ‘Abrazo de Vergara’ en un tratado de paz que debía cumplirse, dejando a los humillados por la victoria, la integridad de sus fueros, privilegios y exenciones’.  También José María Calatrava (1781-1846), gran orador extremeño y jurisconsulto famoso, llegó a ser presidente del Consejo de Ministros, nos dejó estas palabras: ‘esos fueros, vetustas reliquias de unas ideas, de unas necesidades y de una edad que hace mucho tiempo pasaron para no volver, son hoy el mayor de los anacronismos, la más insigne de las inconsecuencias y de las imprevisiones políticas, el más injusto y odioso de los privilegios, y una perenne causa de perturbaciones y guerras, de duelos y calamidades, de vergüenzas y desastres… Es anómalo, injusto y absurdo que durante tres siglos, hubiera una monarquía absoluta en España, y dentro de ese absolutismo y sus dominios, viviera protegido y agasajado con el privilegio, un pequeño país, que no sólo es el reflejo de república regular, sino un verdadero cantón republicano’. Mejores palabras nadie las pronunciará ni hoy ni mañana. Estos epígrafes son eternos dichos por quien entendía y manejaba la palabra en el parlamento español durante los años del siglo XIX. El País Vasco así como Cataluña han sido a lo largo de la historia de España dos verdaderos embrollos => embustes, follones, atolladeros y trapicheos, y otros tantos sinónimos posibles que aparecen en el diccionario  de la lengua española. Sin más comentarios.
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