quarta-feira, 21 de maio de 2014

La Ojeda : la Constitución de 1812 (1)


   
               
       La primera Constitución en toda la historia legislativa y constitucional de España fue promulgada por las Cortes de Cádiz en el día 19 de marzo de 1812. Se la consideró en la época una de las más liberales de su tiempo y, por eso, se la apellidó de La Pepa, haciendo alusión a una genuina expresión castellana ¡Viva la Pepa!, con el sentido de ‘vale todo’ o casi todo, según la interpretación de algunos. Y, más específicamente, con el significado peyorativo de excesivo desenfreno o relajación, desbarajuste (desorden) o despreocupación ético-moral.  La expresión ‘¡Viva la Pepa! se identifica con la primera Constitución española (1812), según el decir de otros,  porque fue promulgada en un día festivo, y como se decía en aquel tiempo un ‘día santo’, dedicado a san José Operario, padre putativo de Jesucristo.  En España -era entonces ‘el país más católico del mundo’ (¡?)-,  ese día se celebraba con mucha solemnidad en el calendario litúrgico de la iglesia. De ahí se utilizó el hipocorístico (o diminutivo) de José que es Pepe (masculino), y Pepa (femenino) para apellidar a la primera Constitución de nuestra historia. De todas las maneras, este valor semántico con sentido irónico y despectivo fue tildado por el partido absolutista metido a moralista, tradicional y religioso (no lo era en absoluto, pues había hasta curas ‘malditos’ en las cortes). Para los tildados de conservadores el término ¡Viva la Pepa! tenía un sentido de libertinaje, desorganización y vagancia, dado que la Constitución de 1812 establecía leyes sin precedentes en España (muchos dicen que en toda Europa y, por ende, en el mundo entero) ej.: libertad de prensa y de expresión, soberanía nacional, división de poderes etc, entre muchos otros derechos civiles y constitucionales tanto para España en su totalidad peninsular como para las colonias de Ultramar. Aún en nuestros días, la expresión ¡viva la pepa! tiene una connotación de caos, desorden, falta de normas y de compromiso con las leyes. Cataluña y el País Vasco no evaluaron mucho en este quesito desde aquellos años. Para ellos la Constitución de 1812 en su sentido peyorativo parece que aún continúa valiendo. La frase siempre tuvo un sentido popular muy arraigado, y se utiliza en muchas locuciones coloquiales para calificar a alguien de vividor, irresponsable, anárquico, fiestero y ‘golfo’. En España se usan mucho algunos sinónimos como ‘¡viva la virgen’ o ¡viva la vida! con el sentido de jolgorio, despreocupación, alboroto, fiesta… Sin embargo, eruditos de media pataca dicen que la expresión ¡Viva la Pepa!, en aquella ocasión histórica, equivalía a ¡Viva la Constitución!, ¡Viva la Nación! o ¡Viva la Patria!    
Se basan en que la frase tan popular entre los españoles sólo aparece mucho tiempo después y no se la descubre en las producciones teatrales, sainetes, coplillas o sátiras muy relacionadas en la ironía política de la época.
                En realidad, ‘¡Viva la Pepa!’ fue el grito de guerra o de orden dado por los liberales españoles ante su adhesión a la Constitución de 1812. Fue un grito que tuvo gran popularidad y fácil difusión ante la represión política que vino años después con la Restauración borbónica de Fernando VII (1814 y 1820) y la Década Ominosa (1823 y 1833) = con el significado de abominable, que merece desprecio y reprobación. En fin, una década vil, abyecta y execrable. Con certeza, fue ‘el primer lema político español de la Edad Contemporánea’, según pensamiento de muchos comentaristas. Muy parecida a esta expresión es aquella otra también tan popular en España ‘pan y toros’ que intenta remedar o copiar la famosa frase de Juvenal (60-127 dC), poeta, retórico romano y autor de Sátiras, donde aparece el grito festivo de ‘pan y circo’. Décimo Junio Juvenal tiene frases magistrales como estas: ‘¿quién vigilará a los vigías?’, o ‘mente sana en cuerpo sano’, bien conocidas y citadas por todos. La expresión ‘pan y toros’, por lo menos en aquellos tiempos liberales, halagaba a las bajas pasiones del pueblo llano, amortiguaba los conflictos sociales y mantenía una situación de atraso. El toreo del siglo XVIII había dejado de ser un arte propio de caballeros para serlo de villanos y peones, porque éstos toreaban a pie y se identificaban con la condición social más humilde de los pueblos. El espectáculo taurino se estaba haciendo cada vez más popular y los toreadores o majos se convirtieron en ídolos de masas. Las clases altas también veían al toreo con buenos ojos, llegando a imitar a los majos en sus vestimentas, peinados y poses chulescas. El pintor y grabador español Francisco de Goya (1746-1828), él mismo ilustrado y afrancesado, y amante de los toros, reflejaba en sus pinturas esta época tan convulsionada de nuestra historia. Se atribuye a Gaspar de Jovellanos (1744-1811), escritor, jurista y político asturiano, estas frases tan significativas: ‘¡gobierno ilustrado: pan y toros pide el pueblo! Pan y toros es la comidilla de España. Pan y toros debes proporcionarla para hacer en lo demás cuanto se te antoje in sécula seculorum. Amém’. Con estos comentarios quiero hacer entender que la utilización de expresiones populares como ‘viva la pepa’ era muy frecuente, y significaba el triunfo del casticismo y la persecución a todo lo que se consideraba ilustrado o afrancesado. Llamó mucho la atención de los españoles la actitud estrambótica de  Fernando VII ordenando cerrar varias universidades, y desmantelar museos y colecciones científicas, en tanto que se abría una Escuela de Tauromaquia en Sevilla por Real Decreto (1830). El grito ¡viva las cadenas! junto con el ¡pan y toros! fueron las dos expresiones más populares utilizadas por los progresistas para dolerse y vilipendiar la condición de atraso en que se encontraba  España, entonces  gobernada por un rey felón (cobarde y traicionero), Fernando VII.      
            La Constitución de 1812 estuvo oficialmente en vigor apenas dos años, desde la promulgación hasta su derogación tras el regreso de Fernando VII (1814). Poco tiempo después vigoraría asimismo durante el Trienio Liberal (1820/23), en tanto se preparaba la Constitución de 1837 y durante un breve periodo de inquietud (1836/37). De importancia específica, proclamaba la soberanía de la nación (no del rey), la monarquía constitucional, la separación de poderes, el sufragio universal masculino indirecto, la libertad de expresión y de imprenta, la libertad de la industria, el derecho de propiedad (o fundamental abolición de los señoríos), entre otras muchas cuestiones de importancia relevante para la época. En verdad, ‘no incorporó una tabla de derechos y libertades, pero sí recogió algunos derechos dispersos’. Recogió también la ciudadanía de todos los nacidos en tierras americanas, fundando un solo país junto a las excolonias de América. El texto constitucional consagraba a España como un Estado confesional católico prohibiendo cualquier otra religión, en tanto que el rey continuaba siendo el soberano de la nación ‘por la gracia de Dios y la Constitución’ (probablemente, arreglos de última hora para agradar a todos, porque no lo era ni por la gracia de Dios y mucho menos por la Constitución). Y a pesar de ser ‘liberal’ (¡?) esta Constitución no reconocía ningún derecho para las mujeres, ni siquiera la ciudadanía (la palabra mujer aparece una única vez en citación secundaria o accesoria). Entre tanto, en este punto estaba afinada con el comportamiento machista español, europeo y norteamericano. De cualquier manera, la Constitución de 1812 fue realmente un hito democrático en pleno siglo XIX, trascendiendo a varias constituciones europeas e impactando a la mayor parte de los Estados de aquel tiempo. La Constitución de 1812, mismo siendo considerada un ¡viva la pepa! por el pueblo español y no apenas por los conservadores, redujo el poder real, abolió cualquier resquicio de feudalismo, defendió la igualdad y libertad entre los ciudadanos peninsulares y americanos, y liquidó de vez con la inquisición de ‘tantos malos recuerdos’, según la leyenda negra antiespañola.
  El rey Fernando VII, mismo antes de entrar en España, ya se le advertía constitucionalmente: ‘no se  reconocerá por libre al rey, ni por tanto se le prestará obediencia, hasta que en el seno del Congreso nacional preste el juramento prescrito’ (Art. 173). Hubo una representación de las Cortes de Cádiz (= el Manifiesto de los Persas firmado por 69 diputados absolutistas), donde se propugnaba la supresión de la Cámara gaditana y se justificaba la restauración del Antiguo Régimen. Con el 2º Ejército guardando sus espaldas, Fernando VII (prácticamente secuestrado) hizo el primer pronunciamiento de un rey en la Historia de España. Empezaba así: ‘mi real ánimo es no solamente no jurar ni acceder a dicha Constitución [de 1812], ni decreto alguno de las Cortes, sino declarar aquella Constitución y aquellos decretos nulos […], sin obligación en mis pueblos y súbditos de cualquiera clase y condición a cumplirlos ni guardarlos’. Oportunamente, había ordenado organizar la represión, arrestar a los diputados favorables a la Constitución progresista y despejar el ‘panorama’ para su entrada triunfal en Madrid. Fue un periodo de persecución a los liberales: se restableció el absolutismo, pero la inestabilidad del gobierno fue una constante. Durante este periodo desparecieron la prensa libre, las diputaciones provinciales y los ayuntamientos constitucionales [ej.: el ayuntamiento de Prádanos de Ojeda], se cerraron las universidades, se implantaron nuevamente los gremios laborales  (por influencia de Cataluña) y se devolvieron ‘algunos’ bienes confiscados a la iglesia.  Los pronunciamientos militares se repetían uno tras otro, siendo el de Rafael Riego (1820) el más emblemático de todos ellos, porque no tuvo el éxito esperado, y el gobierno también no fue capaz de sufocarlo, dando origen a una serie de sublevaciones iniciadas en Galicia e extendidas a toda España.  Ante tamaña desorden, Fernando VII se vio obligado a jurar la Constitución de 1812: “marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional’. No marchó, y aún llamó a los Cien Hijos de San Luis (franceses) para dar una ‘fuerte corrección’ a los liberales: la mayor parte se fugó ante la represión violenta. Con la nueva intervención francesa, bajo los auspicios de la Santa Alianza, principalmente de Inglaterra, se restableció la monarquía absoluta en España (1823), y se eliminaron todos los cambios conseguidos en el Trienio Liberal (1820/23), o sea, volvieron los privilegios de los señoríos y mayorazgos; la única que no volvió fue la inquisición, principalmente porque no tenía más sentido. Se iniciaba el último periodo del reinado de Fernando VII -la llamada Década Ominosa o 2ª Restauración del absolutismo español en la que se produjo una durísima represión a los liberales y ‘reformistas’.
           Para entender este periodo es preciso evaluar el acuerdo anglo-francés a través del cual Inglaterra aceptaba la intervención francesa en España bajo tres condiciones: (1ª) las tropas francesas saldrían tan pronto alcanzasen sus objetivos (el ejército francés se quedó varios años por desconfianza del felón y traicionero Fernando VII); (2ª) si Francia no interviniese en los asuntos de Portugal; y (3ª)  no ayudase a España a recuperar su imperio colonial en América. Los liberales tuvieron que exilarse y Riego fue ejecutado en plaza pública para servir de ejemplo. Hubo una estricta censura frente a la Constitución de 1812 que ampliaba y defendía la libertad de expresión e imprenta. Fueron sofocados todos los intentos de sublevación civil y pronunciamientos militares, preparados generalmente en el extranjero ej.: la Expedición de los Coloraos operó desde Gibraltar e intento imitar a Rafael Riego. Los 22 expedicionarios son considerados ‘mártires de la libertad’ (1824), pues ‘fueron fusilados sin juicio previo, de rodillas y por la espalda’. También se registraron levantamientos instigados por el clero y por los carlistas. Y lo peor de todo: España perdió definitivamente el imperio colonial. En un proceso paralelo a lo que acontecía en la península, hubo levantamientos y ‘gritos de independencia’ en los territorios americanos que se declararon independientes en ‘su tortuoso camino hacia repúblicas liberales’, inspiradas en la Constitución de 1812. María Cristina de las Dos Sicilias, cuarta esposa de Fernando VII, fue nombrada regente e inició un acercamiento hacia los liberales (amnistió a todos los exilados) = es el llamado viraje político hacia el liberalismo tras la muerte de Fernando VII (1833).
                  Para ser sinceros, la Constitución española de 1812 apenas si entró en vigor de facto, puesto que en su periodo de gestación buena parte de España aún se encontraba en manos de Pepe Botella I (francés; el nombre aludía a que le gustaba empinar la bota, como opinan algunos; o porque era rechoncho, según otros); gran parte de los españoles se hallaba en poder de las juntas interinas (en España se hablaba a toda hora en Juntas, en cuanto los dirigentes nunca estuvieron más desunidos) y el resto de los territorios de la corona española (virreinatos) ‘pescaban’  en un estado de confusión y vacío de poder, causado por el invasor francés y la Guerra de Independencia. La Constitución tiene algunas curiosidades: posee 10 títulos y 384 artículos; 96 páginas rubricadas por los cuatro secretarios en sus lados impares; está encuadernada en terciopelo rojo con una cinta marcadora con los colores de la bandera española; estuvieron presentes 184 diputados que fueron llamados nominalmente (leí que 30% eran clérigos), de los cuales 54 venían de Hispanoamérica.  Comienza con aquel pomposo y solemne preámbulo: ‘en el nombre de Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, autor y supremo legislador de la sociedad […]. Las Cortes generales y extraordinarias de la Nación española, bien convencidas, decretan la siguiente Constitución política para el buen gobierno y recta administración del Estado’… Esas Cortes abrieron sus puertas en el Teatro de la Isla de León; después se trasladaron al Oratorio de San Felipe Neri (1810), en la ciudad de Cádiz. Las Cortes estuvieron formadas por algo más de 300 diputados, de los cuales unos 60 eran hispanoamericanos. Por tanto, no llegaban a los actuales 350 diputados, un número intolerable para España. El Brasil con 200 millones de habitantes tiene 513 diputados, y el pueblo reclama de ese número absurdo…  Entre los temas más interesantes estuvieron: la abolición del entramado colonial, la instauración de un comercio nacional de dimensiones hispánicas, abarcando todos los territorios de América con reducción de aranceles, la apertura de los puertos americanos al comercio internacional etc. Este proyecto sería absorbido un siglo después por la Commonwealth del Reino Unido. Algunos estudios intentan disminuir la influencia de la revolución liberal y burguesa, cuando el imperio colonial se redujo a provincias de un nuevo Estado, y convirtió en nuevos ciudadanos a todos los españoles, incluso a los descendientes americanos (también los indígenas de América).
         La Constitución de 1812 fue jurada asimismo en América, y su legado es notorio en la mayor parte de las actuales repúblicas hispano-americanas no sólo porque les sirvió de modelo constitucional, sino también porque fue pensada, idealizada  y redactada por diputados americanos como un proyecto global hispánico y revolucionario. En aquella ocasión se decía: es la ‘reunión de los españoles de ambos hemisferios’, pues aludía a amplias dimensiones geográficas: España, Hispanoamérica y territorios asiáticos. La Nación española estaba bien definida, aunque con parámetros ultraoceánicos; hoy con único territorio peninsular la nación no se siente definida por causa de Cataluña y del País Vasco. Curioso: antes con un territorio de 20 millones/km² la nación estaba bien definida; hoy con poco más de 500.000km² no está bien definida. ¿Da para entender? No, no da. Hubo evidentemente discordancias cuanto al número de provincias (mayores en la península), pero se intentó resolver la cuestión con la igualdad de derechos y representación equivalente en ciudadanos = ‘españoles cuyo origen provenía de ambos hemisferios’. Los ayuntamientos y las diputaciones provinciales de América también se adaptaron al proceso revolucionario de la península: se crearon ayuntamientos en todas las poblaciones con al menos 1000 habitantes, lo que provocó una explosión de ayuntamientos. Las elecciones municipales a través del sufragio universal indirecto y masculino consolidaron el poder criollo y un ataque directo a los privilegios de la aristocracia (peninsular y americana). Entre tanto, la contrarrevolución fernandina decretó la disolución de las Cortes y derogó los decretos y la propia Constitución. Fernando VII determinó la abolición de esta Ley Magna no por acaso: al prevalecer el Estado nacional donde los territorios americanos se integraban como provincias, la corona perdía no sólo sus privilegios y derechos sobre los individuos, sino también las rentas de todo el continente americano. Con la Constitución de 1812, los tributos pasaban directamente a poder del aparato administrativo del Estado y no del rey: establecía una diferencia esencial entre la Hacienda de la nación y la hacienda real. Así mismo la representación política y la igualdad de derechos de los sudamericanos se tradujeron en reivindicación de una cierta soberanía en colisión con la soberanía nacional que era única, central y soberana.   
                Resulta interesante oír opiniones diferentes sobre la Constitución de 1812: el alemán Karl Ludwig Von Haller (1768-1854) menospreciaba la redacción constitucional de 1812 por ser ‘una mezcla entre el Espíritu Santo y el espíritu del siglo’. Puro exagero alemán. Ya el francés François-René de Chateaubriand (1768-1848), autor de Memorias de Ultratumba (póstuma), se preguntaba: ¡‘cómo se las arreglaron aquellos diputados de Cádiz para meter tanta religión en la política y tanta democracia en la monarquía!’. En cuanto eso, Javier Fernández Sebastián, un profesor de la Universidad del País Vasco, nos dice: ‘en las Cortes de Cádiz coincidieron dos universos con valores que no estaban llamados a mezclarse. De ahí que la Constitución no sea ni revolucionaria ni del Antiguo Régimen, sino apenas ‘transicional’, un Jano [dios romano asociado a las puertas de entrada y salida] con sus dos caras: pasado y futuro’. Y concluye su propio veredicto: ‘hoy somos nosotros los que nos escandalizamos por artículos como el 12 [sobre religión]. No es que los liberales de la época hicieran concesiones a la iglesia, simplemente es que eran así’. No, no eran así. Los españoles del siglo XIX como los de los siglos XX y XXI nunca fuimos así, a final hacemos las cosas racionalmente. Los que aparentemente hacen las cosas de modo irracional son los vascos y catalanes en su afán de autonomía, y no por mera coincidencia. Como en tiempos de los Reyes Católicos, los diputados de Cádiz comprendían y usaban la fuerza de la unidad religiosa, asunto muy serio en España a lo largo de su historia. ¡Parece mentira que un ‘profesor universitario’ (¡?) no sepa valorizar la influencia de los curas en las aldeas vasconavarras durante la guerra carlista! Actualmente la fe y unidad religiosa aún son llevadas al pie de la letra en países musulmanes. Y contra la opinión de ese profesor 'universitario' , saben mantener férreamente la unidad religiosa, símbolo de la unidad nacional. ¡Y cuántos absurdos se cometieron y se cometen en nombre de la fe y de la unidad religiosa, a pesar de su importancia histórica! Además, si 30% de los diputados eran clérigos (casi todos formados en derecho) parece normal que la religión encontrara una cierta preponderancia, y sobre todo por tratarse del ‘país más católico del mundo’. Por tanto, los verdaderos españoles no somos ni así ni asado; somos como debemos ser, conscientes y racionales, cuando nos dejan decir lo que pensamos. En la época, la iglesia católica española presentaba tanta majestad cuanto el rey. Monarquía y religión aún caminaban juntas, a pesar del anticlericalismo imperante y de leyes contra la doctrina socio-moralista de la iglesia y el deseo laico de substituir la enseñanza pública prácticamente en manos eclesiásticas. A este respecto recuerdo el ejemplo de Agustín de Argüelles, escogido por sus dotes de ‘orador divino’ para leer la Constitución de 1812. Era entrecortado por aplausos ‘tanto de los diputados como de los espectadores de las galerías’, mismo en los artículos referentes a la religión. Cuando más joven fue secretario del obispo de Barcelona, Díaz Valdés (también asturiano). Otro gran ejemplo: Diego Muñoz-Torrero, sacerdote, catedrático de filosofía y rector de la Universidad de Salamanca (escogido por unanimidad) y diputado extremeño en las Cortes de Cádiz. Es considerado uno de los más influyentes redactores de la Constitución de 1812 junto con Argüelles y Evaristo Pérez de Castro (vallisoletano). Los tres fueron sus principales redactores, siendo Argüelles el lector oficial. Fueron realmente ‘próceres de la patria’ (¡?), sin reclamos…          

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